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Tribuna:La arboleda perdida
Tribuna
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Luis Buñuel en Venecia

Luis Buñuel, / cuando viene a Madrid, / vive siempre en el piso / número 25 de esa pálida torre. / Desde aquí puedo verlo. / Qué salvaje de pronto y genial es, / lo mismo que aquel viejo inmortal sordo / que se metía en la cama / con la joven duquesa / sin sacarse ni el barro de las botas. / Luis: te irás al infierno, en el que crees, / y puede ser que Dios vaya de cuando en cuando / a visitarte.Sí, desde mi también alta torre de la calle de la Princesa puedo mirar la Torre de Madrid, aquella en cuyo piso 25 Luis Buñuel me recibió una vez, en los días en que le escribí ese pequeño y divertido poema.

-Ven, por favor, tú solo, sin nadie. No puedo soportar más de dos voces -me suplicó al teléfono.

¿Cuánto tiempo que no le veía? ¿Desde París, después de la II Guerra Mundial, en el hotel L'Aiglon? ¿Desde antes, en la Alianza de Intelectuales Antifascistas de Madrid, al mes siguiente de la insurrección militar, recién regresado yo de la isla de Ibiza, en donde había caído prisionero?

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-De todos modos, Luis -le dije, no más abrirme él mismo la puerta-, vengo a saludarte, a darte un gran abrazo, únicamente como antiguo hermano de la Orden de Toledo.

-Aunque ni tú ni María Teresa erais hermanos fundadores -me atajó, precisando, con una muy particular cadencia aragonesa-, pues no fuisteis admitidos hasta algo más tarde... Fundadores eran García Lorca, Salvador Dalí, Pepe Moreno Villa, Ernestina González, no vosotros.

-Lo sé, lo sé. No lo he olvidado.

-Y bien pudisteis dar gracias a Dios -continuó, muy en serio-, pues fuisteis aceptados en la Orden sin pasar por el grado de aprendiz de escudero, que también había...

-Como también había -seguí yo- invitado de invitado de escudero...

-Y hasta grados mucho más menores ... ¡Qué bien te acuerdas!

Era algo mágico y maravilloso. Nos hospedábamos en la Posada de la Sangre, donde Cervantes escribió La ilustre fregona, lleno su patio, casi siempre, de dormidos arrieros, que descansaban, roncadores, de su constante trajinar por los caminos toledanos. Pasada ya la media noche, salíamos todos los hermanos de la orden, llevando las sábanas de dormir enrolladas bajo la chaqueta. A esas horas las calles de Toledo parece que se estrechan y alargan, no adivinándose el final, llenas de oscuridad y silencio. Llegábamos a la plaza de Santo Domingo el Real, en donde está una de aquellas iglesias toledanas que en la noche son como descendidas de algún anubarrado y misterioso firmamento del Greco. Buñuel, casi siempre, ya que era el cofrade mayor, hacía del más alto y principal fantasma, rodeado de los demás, todos, como él, cubiertos por las sábanas, en el instante en que se encendían las ventanas de un convento de monjas, llenándose aquella oscuridad, temerosa y escalofriante, de monótonos cantos y oraciones.

Le recordaba yo a Buñuel aquellas fantasmagóricas noches toledanas, como también algunas de sus feroces bromas, entre otras, la de lanzar, a la madrugada, grandes cubos de agua bajo la puerta de las celdas donde dormían Federico, Pepín Bello o Dalí... ¡Tiempos gloriosos en la Residencia madrileña de Estudiantes!

-¡Chico! -me interrumpió, entusiasmado, atenta la mirada, con esa expresión fija, escrutadora, de los sordos- ¡Qué maravilla que me estés recordando ahora todo eso después de más de 50 años! ¡Qué bueno! No nos hemos renovado en nada. Seguimos hablando de lo mismo.

-Pues de esto otro, Luis, te acordarás ahora mejor que yo: cuando a instancia del público respondiste desde tu palco, al estrenarse El perro andaluz en aquel cine-club que dirigía Giménez Caballero: "Se trata sólo de una llamada, una desesperada llamada al crimen".

-Bueno...

-Mucha gente se aterró, otros aplaudimos... Y hasta me acuerdo de aquel poema que publicaste en la revista Horizonte. En él había un verso que decía: "Violines, señoritas cursis de la orquesta".

Se ríe, halagado de mi memoria.

-Por ti conocimos, Luis, en aquellos años, las primeras películas de vanguardia (antes de que esta palabra se pervirtiese como ahora) que tú traías de París a la Residencia: El gabinete del doctor Caligari, Entreacto, La concha y el clérigo, El hundimiento de la Husher, Nada más que las horas... Los nombres de René Clair, Germen Dullac, Epstein, Cavalcanti, audaces autores de aquellas primeras películas inaugurales, se desplegaban ante nuestros ojos en un desfile de metáforas sorprendentes, muy en consecuencia con la poesía y las artes plásticas del momento. Nos entusiasmaron las maestras realizaciones de Dreyer -Juana de Arco-, de Fritz Lang -Metrópoli-, de Einsenstein -El acorazado Potemkim-... Y el nombre de Buñuel ondeaba como un estandarte, entre nosotros.

-Es verdad, Luis. Tienes razón. No nos hemos renovado en nada. Aquellos maravillosos años circulan aún por nuestras venas, fecundándonos, cegándonos con deslumbrador recuerdo.

Aunque Luis Buñuel pareciera de pronto brusco, tajante, inflexible en su manera de hablar, era tierno y hasta infantil, de un buen humor casi constante, que le llevaba a uno a quererlo entrañablemente. Yo he sentido hasta las lágrimas que nuestra vieja amistad de aquellos años antes de la guerra civil española se rompiese, se alejase durante tanto tiempo, sabiendo sólo de él por sus películas, que no siempre se podían ver con frecuencia. En mis años italianos, de permanencia en Roma, fue cuando pude asistir al estreno de algunos de sus últimos filmes, todos ellos obras maestras en la sorpresa, la gracia, la violencia, la poesía...

Pero ahora..., Luis, Luis, ¿en dónde estás? Difícil fue en mi largo destierro encontrarme contigo, poseer una imagen completa, grande de, ti. Mas... ¿Qué sucede de pronto? ¿Qué largo y ensordecedor estrépito se escucha? Se estremecen las playas del Lido de Venecia. No se sabe qué pasa. ¿De dónde ha podido arribar este estruendo que hace temblar los muros y casi saltar los vidrios de las ventanas? Los venecianos, los turistas, las gentes que han venido para el festival cinematográfico se miran extrañados, se preguntan, sin comprender de dónde, así, de pronto, en un pacífico lugar de veraneo, ha podido llegar aquel tremendo retumbar de guerra. Sólo yo y unos pocos españoles que asistimos a la bienal comprendemos al fin. Habíamos oído algo. Pero no estábamos seguros. Son los tambores de Calanda, los bravos tamborileros del pueblo donde nació Buñuel, que han venido a Venecia, de acuerdo con el Comune de la ciudad adriática y el Ayuntamiento de Zaragoza. ¡Qué ruidoso homenaje para el cineasta aragonés, para su gran sordera, estos tambores que él amó y que solía tocar él mismo cuando volvía a su pueblo! ¡Venecia! ¡Calanda! Como digo, los veraneantes del Lido, los asistentes al festival cinematográfico no comprendían nada. Era como el anuncio de un maremoto, algo catastrófico que se avecinaba en medio de una fiesta como aquella, lejana de todo conflicto bélico. ¡Cuarenta tambores, desgajados de los más de 1.000 que acompañan en Calanda la noche solemne y agónica del Viernes Santo! Llevaban los tamboriles túnica morada, como la de los penitentes encapuchados de las procesiones andaluzas. No los dejaron entrar así vestidos en el hotel Excelsior. Pero entraron, al fin, en mangas de camisa, hombres de todas las edades, que abarrotaron el bar del hotel, convirtiéndolo en el acto en una plaza popular de Calanda, llenándolo de gritos, de canciones, de punzantes letras de jota, de alegría. El nombre de Luis Buñuel resonaba por todas partes. En numerosos carteles destacaba por los muros de las calles del Lido, mientras a la mafiaría, al mediodía, a la tarde, a la noche, se proyectaban, como homenaje del festival, todas sus obras. Así pude yo ver tantas que me faltaban, en salas repletas de espectadores, con la protesta fuera, en largas colas, de los que no podían entrar.

Luis, ahora hace poco más de un año que moriste. Yo, tan sólo un simple hermano -"no fundador", como me recalcaste- de la Orden de Toledo, te estoy recordando frente al mar, junto a los canales deslizados de góndolas, tantas con parejas de amantes que sueñan con una bella noche de amor veneciana, mientras que tú, "ateo, gracias a Dios", como te confesabas, estoy seguro que no te encontrarás en el infierno, al que temías, sino en algún desconocido espacio, oyendo unos azules tambores celestiales que te hayan hecho despertar la sordera que tanto te alejó y atormentó, como a Goya, tu genial paisano, tan fino, tan delicado, tan violento y tan brutal, a veces, como tú.

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