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Poesía y ética

No hace muchos días, en unas incruentas justas poéticas se enfrentaron dos generaciones, muy separadas por el tiempo, que esgrimían combativamente sus respectivas convicciones literarias. Se trataba nada menos que de la vieja lucha entre la poesía social y la simplemente estética o, en un terreno más cercano a los contenidos políticos, la oposición entre un quehacer poético al servicio de algo -el hombre o una idea- y el de una estética sin compromiso. Cada bando contendiente pretendía que su forma de expresión era la definitiva y que bajo ella todo el resto de la poética se había convertido poco menos que en estratos fósiles. Nadie parecía comprender que sólo formaban parte de modestos y efímeros ismos, y que cada uno de ellos se alimentaba de las cenizas de los que le precedieron.Por lo visto, el ejercicio de la humildad es extraño a la actividad literaria. Toda tendencia en arte quiere ser siempre una especie de borrón y cuenta nueva, y presenta como tarea urgente y principal, antes de construir el estilo de mañana, destruir el de ayer. Es posible que ello sólo sea efecto de la iconoclastia juvenil, supuesto que no suelen ser viejos los que montan los fogosos corceles de la innovación literaria. Parece que sólo los años permiten aceptar que lo mismo que en la naturaleza la vida es causa y a la vez efecto de la muerte, en arte cada ismo nace de otro, normalmente antitético. Así oscila el péndulo creador entre clasicismo-romanticismo, realismo-superrealismo o, como ahora, poesía social-poesía estetizante.

Por otra parte, la poesía novísima, que en una muestra de esa humildad a la que antes me refería podría haberse limitado a ser símplemente la última -nada hay tan efímero en el arte como etiquetarse de nuevo o moderno- tiene realmente una importancia indudable, pero no hasta el punto de creerse la única nacida como pionera de la indagación de la luz. Es, simplemente, una reacción contra aquella poesía social que uniera a los poetas de anteayer y que hoy es reputada de zafia por sus contrarios. Bien es verdad que, pese al carácter de necesario e ineludible combate contra las negaciones de la época, acabó perdiendo nortes estéticos y transformando los rosales en inútiles estacas. Como dijo el poeta Ramón de Garciasol, "con el mismo buen barro unos hacían milagros, y otros, bacines", y "si hablaron del pueblo", con palabras de José Hierro, "no hablaron al pueblo, porque, salvo raras excepciones, lo desconocían".

Pero a su vez los sociales, como muestra viviente del corso y ricorso que nos enseñara Giambattista Vico, se habían levantado contra la mansueta grey garcilasista que, pastoreada por García Nieto, pacía en los cercados campos de la inmediata posguerra. Fue la época del "¡Oh, Señor!", o el "¡Ay, amor!", que unos entonaban con la mirada puesta en las alturas, y otros, en el prosaico suelo, según sus personales tendencias y posibilidades metafísicas; época no tan distante de la que lideran los novísimos, si bien el preciosismo de antaño no

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Poesía y ética,

Viene de la página 9fue, como el de hogaño, fruto de una elección.

Este último movimiento poético, que se anuncia con la famosa antología de Batlló (1968), aparece, sin embargo, con unas características especiales y una clara fundamentación teórica. Es la primera generación poética que nace sobre un desierto cultural -el de los años cuarenta y cincuenta-, alimentada de mitos, formas y medios de expresión de la naciente comunicación de masas. Sin embargo, en contra de la orientación teórica de algunos de los nuevos, para los que "la poesía es comunicación", otros, Gil de Biedma entre ellos, admiten que "un poema puede consistir simplemente en una exploración concreta de las palabras". Por más que se quiera separar la moral de la creación artística, el inclinarse por la forma, con detrimento del fondo, es ya una opción ética, y no la más adecuada precisamente, para luchar contra todas las negaciones que, conturban nuestro tiempo. Así, los nuevos y los novísimos se entregan con dedicación narcisista a pulir la palabra y se adentran por el camino solipsista de un mundo irreal, exótico y vagamente wildeano. Abundan en las citas en varios idiomas, fruto de una real indagación sobre determinados poetas extranjeros -especialmente los metafísicos o exquisitos-, pues la preparación lingüística de estos poetas no desmiente la importancia que la nueva cultura otorga a la lengua. Hacen con ella labor de orfebres, destacando sus valores fonéticos, del mismo modo que los pintores abstractos se centran en la línea y en el color. Pero todo esto, ¿va más allá de un puro juego estético?

Dice García Bacca en uno de sus ensayos, Sobre arte: "Mucho me temo que el arte y literatura modernos, la de esos que se llaman vanguardistas, no pase de ser diccionarismo unas veces; otras, puro juego de dados, con notas o palabras, colores o figuras, a ver qué sale". Porque los valores sonoros de las palabras son, sin género de duda, importante aspecto de la poesía, mas por la pendiente del mero juego fonético, podríamos ir a parar a la armonía simple de rimas y sonidos sin significado alguno, a la poesía abstracta, en una palabra, que Lope de Vega ridiculizara con su: "¿Por qué me torques bárbara tan mente,/ que cultiborra y brindalín tabaco / caractiquizan toda intonsa frente?".

Y ésta es la cuestión. Un continente meramente armónico nada es en arte si no le cargamos un contenido humano. Por supuesto que, como dice Guillermo Carnero, uno de los novísimos, "no hay ningún asunto, ninguna idea, ninguna filosofía que por el hecho de estar presentes en un escrito lo justifiquen desde el punto de vista del arte". Completamente de acuerdo; lo que es malo es malo, trate de la Santísima Trinidad o de la primavera inglesa. No se trata de adscribir a la poesía un sentido funcional, que la justificaría en todo caso, sino de poner el discurso poético al servicio del hombre.

Puede ser que la palabra se muestre impotente para enderezar las injusticias, pero es indudable que el silencio renuncia de antemano a luchar contra ellas. Si el poeta no se interesa por el hombre, el hombre acabará desinteresándose por la poesía, como en parte ocurre hoy.

Pueden los orfebres literarios de hoy pulir y lijar la palabra, pero, como decía el poeta canario Pedro Lezcano, "tenemos la responsabilidd académica de limpiar, fijar y dar esplendor al corazón humano", y añadía más adelante, como razón y destino de todo poeta: "Tengan o no al olvido por destinatario, sirvan o no sirvan al ideal que alientan, ¿no será siempre lícito que los mortales escriban sobre la muerte, que canten el amor en tanto aman, que clamen por la libertad mientras arrastren una sola cadena?".

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