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Michaux, el último dinosaurio

Según cierto amigo mío, Franklin Roes, profesor de una universidad norteamericana-, en los últimos 10 años se han gastado en el mundo entero cerca de 200 toneladas de papel sobre la vida y la muerte de los dinosaurios (de algunos gramos de ese frondoso bosque soy culpable yo también). Con una de las pesadas patas puestas en la ciencia y otra en la ficción, lo cierto es que los dinosaurios se han convertido en un símbolo bastante común: aparecen en carteles, artículos, películas y en el lenguaje cotidiano. Julio Cortázar me contó una vez que una vecinita suya de cinco años, cuando quería ubicar un episodio dentro de la historia preguntaba: "¿Fue antes o después de los dinosaurios?".El proceso por el cual algo se transforma en símbolo es seguramente uno de los más apasionantes y complejos de desentrañar: los dinosaurios, de animales más o menos legendarios se han convertido en representación de muchos significados. Su desaparición súbita y masiva, inexplicable todavía, a pesar de las numerosas hipótesis, no es el único sentido de ese símbolo (la especie humana podría desaparecer del mismo modo, pero por una causa bien concreta: los misiles). Hay otro sentido, más profundo: representan la inadaptación, la dificultad para adecuarse a una realidad casi siempre hostil. Bellos y anacrónicos, fuertes y débiles al mismo tiempo, no supieron encontrar su lugar en un mundo que se había transformado muy rápidamente, que los aislaba y los condenaba a la soledad y a la muerte.

Alguna vez he citado, desde estas mismas páginas, el verso de Maiakovski: "El poeta, como un animal antediluviano con cola". Se refería a una clase de escritor que no se adapta al papel convencional que la sociedad (cualquiera que sea) le adjudica y emplea el verbo no sólo para convencer, sino para conocer, y sólo se conoce a partir de la duda, de la incertidumbre, del análisis riguroso e implacable.Michaux era esta clase de dinosaurio. Se le atribuye una anécdota muy particular. Como es sabido, fue durante mucho tiempo un poeta de escasos lectores: un escritor que usaba las palabras como piedras, como obstáculos, que rechazaba cualquier forma de concesión o complacencia hacia el lector. Lentamente, sin embargo, fue ganando devotos (porque su literatura provoca rechazo o exaltación). Se dice que un día sueditor le llamó y le comunicó la noticia de que iba a multiplicar por 10 la tirada de sus obras. Con esa ironía que le caracterizaba, Michaux respondió: "¡Qué lástima! Yo pensé que iba a dividirla entre 10".

Cierto o no, la anécdota, perfectamente atribuible, demuestra hasta qué punto este escritor casi secreto, íntimo, a veces hermético pero siempre revelador, desconfiaba del éxito literario. Sin embargo, su influencia fue decisiva para esa nueva concepción de la literatura que aporta nuestro siglo, y hay que repetirlo con las palabras de Borges (que tradujo Un bárbaro en Asís): "Michaux sabe perfectamente que no hay literatura realista. Intenta transcribir la realidad como un absurdo, y la realidad no sólo es verbal, sino mental, psíquica, onírica, y el lenguaje, un sistema de símbolos". Pocos días antes de la concesión del último Nobel de Literatura, fui invitado a casa de Arthur Lundkvist, en Estocolmo. En ese ambiente tan íntimo y recogido que saben crear los suecos en el interior de sus casas (quizá para huir de la inclemencia del tiempo), hablamos de literatura y surgió el nombre de Michaux, todavía vivo. Ya no hay oportunidad de concederle el Nobel al hombre que'escribió (en 1927): "Estoy habitado: hablo a los que fui y los que fui me hablan. Experimento a veces la molestia de sentirme extranjero. Los que fui constituyen ahora toda una sociedad, y ocurre que ya no me entiendo a mí mismo", pero su intolerancia a cualquier forma de la frivolidad literaria, su búsqueda permanente de lo irracional, onírico, de esa clase de verdad que es el hombre en sus contradicciones y su pluralidad son como las huellas de los pesados saurios, que en su inadaptación revelan que lo importante no es sobrevivir, sino cómo.

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