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Reportaje:

La prueba de fuerza de los sindicatos británicos

Radicales y moderados se disputan la supremacía en el congreso anual de Brighton

El ocaso de Edward Heath orienta los anhelos de algunos de los asistentes a esta reunión de Brighton. Pero otros de los 1.200 delegados que participarán en ella entienden que los signos del momento son premonitorios de un resquebrajamiento penoso para la organización sindical con más solera de Europa.Heath cayó, en efecto, en 1974,como consecuencia de una acción concertada contra su pretensión de limitar los amplios poderes tradicionales de las organizaciones obreras británicas, en la que fueron protagonistas fundamentales los sindicatos de mineros y estibadores. La Unión Nacional de Minetos (NUM) y la Unión del Transporte y Trabajadores DiWrsos (TGWU) han vuelto a juntar ahora, de alguna manera, sus importantes fuerzas en una batalla que tiene por transfondo tanto la reconversión minera como las limitaciones de derechos sindicales básicos, introducidas en 1982 por la nueva mayoría conservadora.

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Pero los desarrollos de una y otra lucha no son paralelos: durante los seis últimos meses de huelga minera se ha puesto de manifiesto la capacidad de resistencia de este colectivo radical -que tiene en sus filas al llamado soviet de Yorkshire-, pero también la falta de apoyo coherente a su lucha por parte de la cúspide del TUC. La huelga de solidaridad que los estibadores (TGWU) iniciaron hace seis días (seis semanas después de concluir otra huelga para resolver sus propios problemas) comenzó con resultados desiguales y en un clima de división general, reflejado por el hecho de que los camioneros -pertenecientes al mismo sindicato- rompieran, entretanto, los piquetes establecidos en la cuenca minera.

El Partido Laborista también procura mantenerse al margen del conflicto, aunque fomenta la línea conciliadora. El próximo mes deberá celebrar un congreso, en el que tendría que quedar claro que el liderazgo de Neil Kinnock ha inaugurado una nueva etapa para el partido de la oposición, tras el descalabro de las elecciones de 1983. Para consolidar esa imagen, Kinnock precisa del apoyo del TUC, que el año pasado, en Blackpool, marcó como nunca sus distancias con respecto a la formación política nacida, hace 85 años, de sus filas. Parece claro que la mayoría sindical no está a favor de la aventura, mientras sigue vivo el recuerdo de que la proximidad de la dirección laborista a unos sindicatos conflictivos precipitó, en 1979, la derrota electoral de James Callaghan y abrió camino a la nue va línea conservadora.

En cuanto a Margaret Thatcher, artífice de esa nueva política de la derecha británica, trata de mantenerse firme en unas posiciones muy distintas a las que adoptó. Heath cuando hubo de afrontar el conflicto que le retiró a la reserva parlamentaria. La primera ministra ha reconocido implícitamente la gravedad del problema planteado por mineros y estibadores al suspender sus vacaciones y la gira que pensaba realizar estos días por Asia, pero nada indica que vaya a cambiar su actitud frente a los sindicatos.

Thatcher les ignora

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A diferencia de Heath, que todavía actuaba como si las trade unions fueran él tercer pilar fundamental del Estado y el instrumento inevitable de una concordia social necesaria, Margaret Thatcher ignora a los sindicatos, e incluso los desprecia, como si estuviera convencida de que la propia dinámica de un mercado laboral cambiante y sometido a los rigores de la crisis económica será suficiente pata revelar el carácter arcaico de la organización sindical británica y hacerla incapaz de participar en la vida social con el protagonismo que ha tenido hasta ahora.

No obstante, se preocupó activamente de cortar las principales vias institucionales de contacto de los líderes sindicales con la Administración pública, y así degradó hasta la inoperancia el papel del National Economic Development Council, especie de órgano corporativo de consulta de la política económica, creado en 1963 por MacMillan.

Otro paso activo fue la nueva legislación laboral introducida a finales de 1982 por su segundo ministro de Empleo, Norman Tebbit., para recortar los poderes dp los sindicatos con una efectividad que no pudo soñar Heath, ni mucho menos Harold Wilson cuando se planteó el problema a comienzos de los años sesenta. La reforma Tebbit puso fin, en el plano legal, a tres principios básico en la vida de las trade unions: el de sindicación obligatoria, el del apoyo activo de los trabajadores de una empresa o sector a los de empresas o industrias que no fueran las suyas y el de convocatoria de huelga sin consulta a la base o por votación a mano alzada.

Al declarar ilegales las formas de acción más típicas de la vida sindical en el Reino Unido y establecer una responsabilidad financiera de los propios sindicatos por sus acciones que no se ajusten a la norma, la ley de Empleo de 1982 sancionó el principio liberal de que el campo laboral se circunscribe a sus dos agentes privados, empresarios y trabajadores, y a los tribunales de justicia como recurso último para solventar sus diferencias.

La ley Tebbit ha sido aplicada con rigor y por primera vez este año -para renombre de algunos conflictos, como el de Messenger Nuewspapers, una oscura editora que en otro caso no habría hecho historia-, y el Gobierno se ha atenido a su norma: por más llamamientos que se le han hecho, Thatcher no ha aceptado jugar el papel de mediadora. Naturalmente, su actitud inflexible le ha ganado nuevas críticas del ala moderada de su partido. Pero la casi segura salida del Gobierno de James Prior, el último wet, o blando, del Gabinete, que, como predecesor de Tebbit, sostuvo que el diálogo sindical todavía interesaba, parece indicar que la línea de Thatcher no se altera.

Los resultados de la resistencia que las propias trade unions han opuesto a esta reforma son desiguales. Algunas batallas concretas, como la librada en torno a la prohibición de sindicación de los funcionarios del centro de comunicaciones de Cheltelham, se saldaron claramente en su contra.

Doble lastre

En un plano más general, los sindicatos británicos sufren hoy un doble lastre. Por un lado, el paro creciente mina sus filas que reúnen a menos de 10 millones de miembros frente a los 12 largos que tuvieron en la pasada década. Por otro, ocurre que los sectores más pujantes son sindicatos de nueva factura y fuerte definición .de clase media, como es el de técnicos, batalladores en la lucha salarial, pero poco dados a secundar las contiendas políticas. Los enfrentamientos entre trabajadores que se han registrado durante las huelgas de este año reflejan también que el recorte impuesto por el Gobierno a los fuertes poderes de los cuadros sindicales tiene cierta acogida en la base.

Son tres factores fundamentales del proceso de una crisis inevitable, que la cúspide del TUC trata de conducir sin traumas. Una burocracia de elite ha logrado hasta ahora subsistir como caso excepcional de central sindical única, gracias a su afinidad orgánica con el Partido Laborista, y a pesar de que al menos un 30% de sus afiliados han votado al Partido Conservador en las dos últimas elecciones legislativas.

Sin embargo, las posibilidades de arreglo se complican. Arthur Scargill, el controvertido líder de los mineros, rechazó durante la semana pasada la llamada del TUC para negociar un enfoque conjunto de su conflicto que permitiera evitar la división del congreso en torno a ese problema.

En tales condiciones parece improbable que el congreso pueda rectificar la línea de diálogo con el Gobierno acordada el pasado año y desarrollada en los últimos meses por el secretario general saliente, Len Murray, a pesar de que la actitud de Thatcher ha hecho que sea claramente infructuosa.

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