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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Margaret Thatcher pierde terreno

Los CONFLICTOS laborales que conmocionan al Reino Unido ponen al Gobierno de Margaret Thatcher en la peor situación que ha conocido en los cinco años que lleva en el poder. En primer plano está la huelga de los mineros, que dura desde hace cinco meses, con unas características de dureza que no se habían dado en los conflictos sociales desde hace mucho tiempo. Su origen inmediato es la negativa de los sindicatos al cierre de una serie de pozos que acarrearía la pérdida de empleo para decenas de miles de trabajadores. Es, pues, una huelga por conservar puestos de trabajo, y en la que el sentido de solidaridad se asocia a una voluntad firme de oponerse a la política del Gobierno. No se puede olvidar que uno de los objetivos estratégicos de Margaret Thatcher ha sido siempre reducir la fuerza de los sindicatos: cuando estalló la huelga de mineros, la reacción intransigente del Gobierno tendía a separar a la masa de la dirección sindical. Pero tal proyecto ha fallado. La huelga se mantiene, e incluso se ha extendido de forma peligrosa para la economía del país.Para protestar contra la utilización en un puerto de personal no sindicado, los estibadores de casi todo el país se han declarado en huelga desde hace cinco días. La huelga responde, pues, a una razón específica, si bien está relacionada con la de los mineros. En todo caso, el Reino Unido no puede subsistir con los puertos paralizados. Lo más probable es que se hagan concesiones a los estibadores para lograr un acuerdo con ellos aunque continúe la huelga minera. Pero si no se consigue tal acuerdo en un plazo corto, de 10 o 15 días, es casi seguro que el Gobierno declarará el estado de emergencia y recurrirá al Ejército para hacer funcionar los puertos. En cualquier caso, sería una merma de autoridad muy seria para Margaret Thatcher. Y la primera ministra acaba de sufrir, en su pulso con los sindicatos, otro revés: una decisión judicial ha declarado ilegal la prohibición de sindicarse impuesta por el Gobierno a los trabajadores del centro de comunicaciones secretas de Cheltenham. En este clima, todo el mundo recuerda que el último Gobierno que recurrió al estado de emergencia fue el del conservador Edward Heath, a finales de 1973, frente a una huelga minera, y que al poco tiempo perdió el poder.

Además del enfrentamiento con los sindicatos, Margaret Thatcher está sufriendo una serie de fracasos políticos: pérdida de votos en las elecciones al Parlamento Europeo; la Cámara de los Lores ha rechazado su plan tendente a suprimir el Consejo del Gran Londres, fortaleza de la influencia laborista en la capital; imposibilidad de seguir con la política antiinflacionista, lo que afecta en particular a su electorado de clase media. Al mismo tiempo se detectan entre los diputados conservadores movimientos de disgusto y de fronda, que parecen articularse en torno a Francis Pym, antiguo ministro de Exteriores destituido por la dama de hierro precisamente por su independencia de criterio.

Dentro de la ofensiva neoliberal que pretendía poner fin en Europa a varias décadas de keynesianismo, de welfare state, destacaba Margaret Thatcher, sobre todo después de la guerra de las Malvinas, como un ejemplo de rigidez y dureza, pero capaz de suscitar a la vez un cierto carisma basado, precisamente, en su éxito en la lucha contra la inflación. Parece obvio que esta aureola se está difuminando. Sin duda el Partido Conservador cuenta con una fuerte mayoría en los Comunes, y dispone aún de tres años para que sea preceptiva la convocatoria de elecciones generales. Pero el momento que vive la primera ministra ya no es su hora más brillante. Ha perdido la iniciativa política y se halla a la defensiva ante la marea de contratiempos a los que tiene que hacer frente. Todo parece indicar que está perdiendo la prueba de fuerza con los sindicatos, batalla sobre cuya victoria pensaba edificar una Gran Bretaña renovada. La tenaz realidad se opone, sin embargo, a que el país pierda uno de sus rasgos contemporáneos más característicos: El Estado-providencia, apoyado en el poder de los sindicatos.

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