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Tribuna
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La paz que empieza nunca

Ni el difunto Anuar Sadat, presidente de Egipto, ni el presunto cadáver político de Menájem Beguin, en todo menos en la forma dimitido como primer ministro de Israel, pasarán a la historia como los hombres que llevaron al mundo árabe y al pueblo hebreo a la paz perpetua. El primero, porque no pudo cumplir sus objetivos en su larga jugada contra el tiempo; el segundo, porque jamás aspiró a otra cosa que a apartar para siempre a Egipto de la guerra.El drama de Sadat fue su audacia. El de Beguin su memoria. Hay hombres que crecen con el tiempo, que mudan y buscan en un flexible recorrido por los desmontes de la realidad un camino para el que nadie les hubiera creído preparados. De Gaulle, el general monárquico, fue el implacable defensor de una Francia de legitimidad patriótica y republicana, abierto en sus últimos años a la realidad del Tercer Mundo. Hay otros, en cambio, que encuentran su mérito en la permanencia, aunque sepan, en ocasiones, darle una forma que engañe a la mirada más experta.

M

A. BASTENIER

Beguin halla su fuerza en esa continuidad. Cuando en 1948 publicaba su libro La revuelta, escribía con la fe de lo revelado que Eretz Israel, el Gran Israel, estaba llamado a cubrir de nuevo la tierra cisjordana, que él calificaba con el nombre bíblico de Judea y Samaria.

No era preciso argumentar; de ninguna manera recurrir a motivaciones tan coyunturales como la seguridad fronteriza, la incapacidad de dar crédito a la palabra de los árabes, la inestabilidad política de unos regímenes adversarios con los que la eventual firma de un tratado podía valer menos que el papel en el que fuera escrito, y otras lucubraciones a las que tan aficionados son los políticos del laborismo israelí, sin embargo, presuntamente más sensibles a un arreglo con el mundo árabe. Israel reivindicaba, lo que las guerras incesantes luego le han cedido, sólo por la fuerza de la memoria. Lejos de Beguin la duplicidad de la sutileza; la trampa del sobrentendido; el guiño de la letra menuda en el contrato. Israel sería una expansión o no sería.

Sadat se engañó a sí mismo

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En esta todavía inmediata retrospectiva hay que decir que Sadat se engañó a sí mismo; que la autonomía prometida a los palestinos fue sólo lo que los firmantes y su patrocinador, el presidente norteamericano Carter, quisieron ver en ella. Para Sadat, el principio de un camino que sabía largo pero no sin salida, hacia la solución del problema árabe-israelí; para Carter, un expediente con el que ganar tiempo y ablandar la facultad negociadora de los árabes que les hiciera pactar por algo menos que la pura independencia palestina. Para Beguin, la liquidación guerrera de su único enemigo. Aquel Egipto sin el que los árabes no podrán nunca más desencadenar la sexta guerra general de Oriente Próximo.

A la arriesgada flexibilidad, que hay quien llamaría traición, del presidente egipcio, le había de poder el fanático sentido de la permanencia de Beguin. Pero sería una equivocación ver en el líder israelí únicamente a un político menor, que sólo aspiraba a colocarle a Egipto un tocomocho de la historia. No le faltó aliento para la paz. El verdugo de Deir Yasin nunca la quiso.

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