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Tribuna
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'Revival', 'camp', 'boom'

Jorge Sepúlveda tuvo la virtud de ser, quizá, el primero en convertir en nuevo lo antiguo. Cuando no existían todavía los revivals, cuando la palabra aún no estaba acuñada, las melodías de un cantante pasablemente olvidado de los años cuarenta se desencadenaron sobre todos nosotros hablando de amor, lo que no era novedad, pero amueblando sus canciones con un cierto despliegue de elementos geográficos, el mar, la luna, que ya cuando se estrenaron olían considerablemente a naftalina, y que se anticipaban al nacimiento de otra palabra que los describía perfectamente: camp.En 1960 se estrenó una de las películas de más éxito del cine español. Manuel Summers, un joven director de cine, presentaría ese año Del rosa al amarillo, una historia de amor adolescente -el rosa- rematada por otra de amor en la cuarta edad -el amarillo- en la que la naftalina ambiental estaba cuidadosamente maquillada por un indudable ingenio narrativo. Y, como por sorpresa, la canción estribillo de la cinta era una antigua melodía titulada Mirando al mar, interpretada por un cantante que llevaba unos cuantos años haciendo lo propio a falta de mejor ocupación artística. La canción tuvo tanto éxito como la película y con ella se produjo la recuperación de una voz como el terciopelo, de un anacronismo al que la nostalgia había, vuelto sagaz, y una dulzura tan sobrenatural que ni siquiera los más feroces críticos del arte comprometido podían tomar literalmente para machacarla. Será siempre un misterio si Jorge Sepúlveda cantaba en serio lo que cantaba, pero había algo en el personaje que desarmaba. Tanto angelismo no podía ser totalrriente ingenuo.

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El apreciable boom de Jorge Sepúlveda -otra palabra entonces aún por explotar- duró algún verano y sirvio para que el cantante regresara a las galas arrastrado por aquella súbita necesidad, la misma que con el tiempo se convertiría para tantos españoles en una asignatura pendiente.

El bigote, el perfil aguileño, una forma de llevar el esmoquin, el fraseo de las manos y la inmovilidad ante el micrófono convertían al cantante en un ex voto, un espectro con voz de escapulario, que llegaba a los años sesenta procedente de un planeta a la vez lejano y familiar. Si no hubiera existido Jorge Sepúlveda las multinacionales del disco habrían tenido que inventarlo. No aquel que existió un día por derecho propio, sino el recuperado por una película. Por eso en sus últimos años el intérprete de Mirando al mar más que un antiguo cantante era el hombre de un fantasma.

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