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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los peligros del nacionalismo

LA APROBACION por la Unión de Parlamentos Arabes de una resolución por la que se solicita a España la negociación inmediata con Marruecos para la cesión de la soberanía de Ceuta y Melilla y los peñones ha vuelto a poner de actualidad viejas fricciones con nuestros vecinos del Sur.La iniciativa marroquí de apretar el acelerador en su reivindicación de las dos ciudades españolas del norte de Africa se enmarca en un momento delicado para la continuidad de Hassan II en el trono y en circunstancias movedizas para la estabilidad del actual sistema político del país. En momentos así, ventear los flecos de un problema exterior es un recurso conocido y hábilmente practicado por numerosas dictaduras, cualesquiera que sea su posición geográfica. Así, puede recordarse como reciente precedente histórico el aventurerismo en las islas Malvinas de los militares argentinos, que utilizaron el tigre del nacionalismo para encubrir los problemas internos generados por su brutal política represiva. Con la notable diferencia, a favor de las tesis españolas, de lo difícilmente comparable de la presencia británica en las Falkland con la de España en las citadas ciudades.

Marruecos, un régimen político que no respeta los más elementales derechos humanos ni ampara las libertades, en absoluto homologable con las democracias occidentales, emprende así una nueva fuga hacia delante. Como telón de fondo permanece la incógnita sobre los motivos del aparente asesinato del número dos del régimen, general Dlimi, y los hilos del compló (del que se desconocen sus instigadores, cómplices, encubridores y desarticuladores).

Pero estas consideraciones de la política interior marroquí deben servir también de reflexión para nuestros gobernantes. España y Marruecos necesitan de un entendimiento serio, responsable, y las relaciones entre los dos países no pueden convertirse en el pretexto o el método para ocultar la cara ante problemas de la política interna. La reivindicación sobre las plazas de soberanía ha generado de inmediato un aluvión de declaraciones patrióticas mezcladas con las patrioteras, muy poca reflexión y alguna bravuconada. Sin embargo, el caso es complejo y no se puede despachar simplemente a base de frases rotundas, cargadas de palabras hueras, que no evitaron el abandono del Sahara en su día ni la derrota en Ifni (para recordatorio).

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Si ya protestamos por la exageración interesada de los nacionalismos británico y argentino en torno a la soberanía de las Malvinas, tenemos que ponemos hoy en guardia igualmente frente al incremento de los sentimientos nacionalistas exacerbados por parte española frente a similar e idéntica táctica de Rabat. Fomentar un nacionalismo contra otro es siempre sembrar vientos de guerra para el futuro. Ceuta y Melilla son españolas. Basta con decirlo, no hay que gritarlo. Y es preciso saber las dificultades objetivas que en el panorama internacional suscita su status. Reconocer estas cosas no es agradable, pero desconocerlas sería estúpido.

En este tramo final del siglo XX, la soberanía ha dejado de ser un concepto limitado exclusivamente por las leyes y avalado por los sentimientos patrióticos. Su ejercicio depende en gran manera de las limitaciones que imponen las potencias mundiales, habituadas a repartirse el mundo según sus intereses. La reivindicación marroquí de Ceuta y Melilla no se puede contemplar como una pieza separada de la estrategia internacional para el Mediterráneo y Gibraltar. El apoyo, sin paliativos, prestado por el Gobierno de Estados Unidos al régimen feudal de Hassan II es buen motivo para preguntarse por la posición del Departamento de Estado en este contencioso. Washington se halla preocupado por la posibilidad de contar con bases e instalaciones militares operativas de cara al conflicto de Oriente Próximo, y sus privilegiadas relaciones con Marruecos le facilitan elementos de presión con vistas a la revisión de los acuerdos bilaterales con España. Si contemplamos esta situación junto a la de Gibraltar, podremos concluir que la amistad y cooperación americana en este terreno de las márgenes del Estrecho han brillado tradicionalmente por su ausencia.

La discusión en torno a los títulos históricos y jurídicos que acreditan la soberanía española sobre los territorios en que se hallan emplazadas Ceuta y Melilla, frente a los criterios meramente geográficos esgrimidos por el reino de Marruecos, no puede, por lo demás, desviar hacia el principio territorial una postura que encuentra en el principio de población su fundamento básico. La frase de que Ceuta y Melilla son españolas se basa prioritariamente en el hecho de que los habitantes de ambas ciudades son, desde hace siglos, españoles. La protección de los derechos y de los intereses de ceutíes y melillenses es el irrenunciable deber tanto del Gobierno como del resto de sus compatriotas.

Hassan II, buen conocedor de las repercusiones sentimentales y afectivas que para importantes colectivos españoles de fuera de las antiguas plazas de soberanía -como, por ejemplo, el militar- desempeñan Ceuta y Melilla, no ha dudado en pasar esta difícil asignatura a un Gobierno socialista, cuyos movimientos en el poder constituyen una experiencia cargada de significación en la historia de nuestro país. La sosegada reacción del presidente González, quitando dramatismo a la cuestión y no contestando a la provocación con excesos verbales, parece, desde ese punto de vista, una actitud inteligente y elogiable.

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