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Tribuna
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Polonia: las últimas horas de la paz

Un periodista polaco narra, en un libro de próxima aparición, los momentos que precedieron al golpe del general JaruzeIski

Es mediodía del 12 de diciembre. Sábado. En la redacción del Semanario Solidaridad el trabajo es normal para este día de la semana. A ninguno de nosotros se nos ocurre pensar entonces que a la época posterior a las huelgas de agosto de 1980 le quedan solamente doce horas. Pero las decisiones están tomadas: la máquina de la guerra construida clandestinamente durante meses, ya está en marcha.Estoy en mi, despacho leyendo los teletipos que van a ser utilizados en el siguiente -último- número del semanario. Leo los artículos de opinión y fragmentos de la información de actualidad. El sábado y el domingo son para nosotros -la dirección del periódico y los periodistas que escriben la parte informativa- días repletos de trabajo. Los domingos salimos de la redacción, frecuentemente, a las dos de la madrugada.

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Fuera todo está blanco: los árboles del parque Pole Mokotowskie tienen su adorno navideño, la nieve. En los cristales de la ventana hay lengüecitas de escarcha Los transeúntes van ligeramente agachados. La Navidad podría ser muy hermosa, como la de una postal.

Alrededor de las doce, Zyta trae los últimos teletipos. Zyta redacta la crónica informativa y es siempre la segunda persona, después de Ala, la teletipista, que lee los cables. Trae un montón de ellos, pero aparta algunos y dice: "Tengo algo que te va a interesar; lee éstos antes que los otros y dime qué hago con ellos". Dejo los artículos de opinión.

Movimientos de tropas

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Los tres teletipos interesantes hablan de movimientos de las columnas del Ejército. No muy numerosas. La dirección regional (de Solidaridad) de Slupsk informa que una columna de la Milicia atravesó la ciudad de Lebork, dirigiéndose probablemente hacia Gdansk Desde Olsztyn nos comunican que una gran parte de alumnos de la Academia de la Milicia en Szczytno están movilizados. Informan también que a los alumnos de esta escuela se les había aconsejado trasladar a sus familias fuera de sus lugares de residencia habitual.

Parece que Zyta está un poco intranquila, pero a mí no me suena ningún timbre de alarma. Estamos perfectamente dormidos. Dormidos por numerosos avisos que en el pasado resultaron ser falsos, por la retirada del Parlamento del proyecto de ley sobre los poderes extraordinaríos para el Gobierno y, finalmente, por la seguridad de que las autoridades, conscientes de su propia debilidad, no se atreverán a empezar una guerra contra la nación. Estamos dormidos todos, mientras que la máquina de la guerra marcha cada vez más deprisa.

"De momento", le digo a Zyta, "vamos a esperar. A ver qué pasa. Vete mirando los teletipos que están llegando y, si ves otras noticias de este tipo, tráelos y decidiremos". Pienso en llamar por teléfono al director, Tadeusz Mazowiecki, quien está en la reunión de la Comisión Nacional de Solidaridad en Gdansk. Estos movimientos del Ejército y de la Milicia en aquel momento me parecen un intento de presionar a la Comisión. No intuyo la guerra.

Después de aquel diálogo, vuelvo a la lectura de los artículos. Cuando estoy en ello, viene Antek, que acaba de llegar desde el Reino Unido para visitar a su madre. Seguirnos hablando de la situación en el país. Es poco clara, no solamente este sábado, sino desde hace muchos días y semanas. Mirándola desde el lado de Solidaridad, parece un empate, un balance basado en la imposibilidad mutua, acompañado por una guerra verbal cada vez más drástica.

Equilibrio del conflicto

Dentro de Solidaridad, junto con el radicalismo verbal, crece la duda sobre qué hacer. Las condiciones de acuerdo que propone el Gobierno son confusas y más bien parecen una capitulación. Lo que el sindicato ve como una base para el entendimiento es rechazado por las autoridades. Se habla mucho de la confrontación, pero en realidad son muy pocos quienes la desean. El sindicato no está preparado para la confrontación y nada se hace en este sentido. Esto se demostrará dentro de algunas horas y durante los próximos días. Pronto entenderemos también la campaña de la propaganda oficial en contra del sindicato, acelerada desde los primeros días de diciembre. Aquí no hay dudas. Graves, muy graves críticas contra Solidaridad eran el redoble del tambor antes de la ya decidida batalla estratégica, como la definirá orgullosamente al 13 de diciembre el diario oficial de Varsovia Soldado de la Libertad.

Cuando converso con Antek pienso que hay solución para esta situación confusa. La llamo "equilibrio del conflicto", una especie de paz entre las fuerzas antagonistas que permita ocuparse de los problemas más importantes dentro del país. Tengo la sensación de que, después de la tensión provocada por el asalto de la Milicia contra la Academia de Bomberos, otra vez tenemos momentos de distensión y cierta apertura en ambos lados. Me baso en analogías. Esta vez, erróneamente.

Hasta las cuatro de la tarde Zyta no trae nuevos teletipos. Salgo de la redacción. Fuera hace un frío espeluznante. Pero en el coche, al cabo de pocos minutos, hace calor. Voy al hospital a ver a Dorota. La niña ya se encuentra bien. Dice que le habían tomado una porción de la médula para un análisis, y los resultados se conocerán el lunes. Esta vez la doctora no la deja ir a casa durante el fin de semana, porque los glóbulos blancos en la sangre bajaron demasiado. Hacia las seis salgo de la clínica y decido ir a la sede regional de Solidaridad para investigar sí saben algo nuevo sobre los movimientos del Ejército y de la Milicia quedan ya solamente seis horas de paz.

"¿Sientes pánico?"

Alrededor del edificio hay una absoluta tranquilidad. Como siempre a estas horas, en muchas ventanas hay luz, pero casi no hay público. Voy a AS (Agencia Solidaridad), donde deben tener las últimas noticias de la sesión de la Comisión Nacional. Están algunas chicas. Una de ellas me saluda con la pregunta: "¿Tú también sientes pánico por estos movimientos del Ejército y de la Milicia?" Esta pregunta es resultado de una actitud muy generalizada dentro de Solidaridad, considerando cada preocupación como cobardía y cualquier advertencia como intento de intimidar.

Además, hay una seguridad suicida, como pronto llegaremos a saber, de que no puede ocurrir absolutamente nada que ponga en peligro la existencia de Solidaridad. Estas tendencias dejaban sus huellas también en estos que todavía conservaban el instinto de la vida. Muchos se dejaban influenciar, no queriendo pasar por miedosos. Además, deshacerse del miedo que siempre estaba presente en algún rincón de la consciencia permitía vivir más fácilmente y gozar mejor del clima de la añorada libertad. Por la presión colectiva dormíamos nuestra propia alerta.

Ya no sé cómo respondí a la chica; creo que simplemente evité contestar claramente. Lo importante era que aquí la noticia ya era el problema principal. En el cuarto de télex, un hombre separaba todos los teletipos sobre el Ejército y la Milicia. Había más que por la mañana. Creo que alrededor de diez. Este chico hacía de ellos un resumen para algunas personas que iban a analizarlos y decidir si todo ello era otro bluff de parte de las autoridades o, esta vez, algo más serio. La cuestión, por lo visto, empezaba a preocupar. En mi cabeza también sonó la alarma, pero muy leve todavía. Decidí llamar inmediatamente a Tadeusz (Mazowiecki) para informarle de estas noticias y pedirle que advirtiera a la Comisión Nacional.

Cuando estaba pensando cómo localizarle por teléfono en Gdansk, llamó Janek Walc, que cubría para AS la sesión de la Comisión Nacional. Aproveché la oportunidad y le transmití las inquietantes noticias. Janek ya sabía algunas cosas, pero no parecía preocupado. A pesar de ello, prometió informar de todo a Mazowiecki. Me enteré después que, efectivamente, lo hizo sobre las ocho. Pero mis esfuerzos ya no sirvieron para nada.

En estos momentos probablemente tenían lugar los últimos encuentros de los oficiales con grupos de cazadores (cada equipo, compuesto de tres hombres), que dentro de dos horas iban a emprender una gigantesca redada de varios miles de personas. ¿Cuántos? Nadie lo sabe.

Salí de la sede del sindicato a las ocho. Todo estaba tranquilo, silencioso, normal. Cogí el coche y fui a casa de unos amigos. Al día siguiente él iba a volar a París. Le llevé los resultados de los análisis de la enfermedad de Dorota y un par de ejemplares de mi libro que acababa de publicar la Editorial Económica, pidiendo que se los diese a mis amigos de allá.

No sabían nada de los movimientos del Ejército y la Milicia, y cuando se lo conté no parecían muy preocupados. Cuando me preguntaron por mi opinión, les dije que creía que era un intento de presión psicológica sobre la Comisión Nacional, pero que no podía descartarse algo más grave.

"Déme el carné de identidad"

Regresé a mi casa alrededor de las diez, un poco alegre, porque tomamos unas copas por el bon voyage. En casa estaba una amiga; resulta que habíamos quedado en vernos, pero dentro de todo el maremágnum de ocupaciones se me había olvidado. Naturalmente, comuniqué las últimas noticias, pero las dos señoras (la amiga y mi mujer) las pasaron por alto. Estuvimos hablando de cosas insignificantes hasta las once y media, y después decidí acompañar a nuestra invitada al taxi. Al llegar al portal vi que desde la calle estaban entrando dos milicianos de uniforme y un hombre vestido de paisano con algún utensilio en la mano.

En el momento en que íbamos a pasar a su lado, el hombre de paisano, delgado, moreno, con barba y cara alargada, me pidió el carné de identidad. Pregunté por qué, pero no me respondió, sino que reclamó otra vez el documento. Se lo di. Leyó en voz alta el apellido y preguntó si era el mío. Asentí. En aquel momento, los dos hombres uniformados me agarraron enérgicamente por los hombros, advirtiendo que no intentase oponerme. ¡Entendí! Entendí todo en aquel instante. Aquellas manos de los milicianos sobre mis hombros eran como una iluminación, una horrible iluminación.

Entendí entonces el verdadero sentido de todos los acontecimientos del sábado. La amiga intentó sacarme de las manos de los policías, pero la pedí que lo dejase y que fuera a decírselo todo a Halina, y así lo hizo. Estuve tan estupefacto que ni me pasó por la cabeza reclamar ver a mi mujer para despedirme de ella y llevar las cosas necesarias a la prisión. No tenía ninguna duda de que la cárcel iba a ser el final de aquel viaje que acababa de empezar. Obedientemente, fui con los policías, que seguían sujetándome, hasta el coche que esperaba frente a la casa. Ni siquiera se me ocurrió avisar gritando a los vecinos de que se estaban llevando a los de Solidaridad.

Waldemar Kuczynski es periodista y economista. Asesor de la dirección sindical de Solidaridad en materia económica.

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