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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La democracia y las Fuerzas Armadas

Eminentes pensadores del siglo de las luces, como Montesquieu y Rousseau entre otros, habían expresado ampliamente la íntima e insaciable aspiración del hombre a ser feliz. En la declaración de la independencia americana se afirmaba entre los derechos inalinenables del ser humano el de la búsqueda de la felicidad. En nuestro siglo XX, y quizá por comprensible desesperanza histórica tras las dos grandes hecatombes bélicas, las utopías parecen olvidar el concepto de felicidad y ceñirse simplemente al de libertad; sin embargo, la libertad no es más que el instrumento insustituíble que precisa poseer el hombre para intentar ser feliz.Y ser feliz puede que consista sencillamente en la gratificante eterna búsqueda de la belleza, de la verdad y del amor. Pero para asumir las sutilezas de la belleza, para aceptar y ofrecerse en el amor y para la conquista dialéctica de la verdad, el ser humano necesita de su libertad: sin libertad no se puede profundizar en los matices infinitos del arte y de la hermosura, ni es posible la voluntariedad en el cariño, ni se puede acceder progresivamente a lo verdadero.

Pero, además, el hombre es un ser eminentemente social. Su verdadera realización tiene lugar en fructífera y solidaria sintonía con los demás. Por ello este ser humano necesita desarrollarse en un marco de convivencia en el que (como pedía Kant) toda persona sea un fin en sí misma y nunca un medio para los demás. Es necesaria una organización social que sea cada vez más libre, más igualitaria (no uniformadora), más tolerante y más partiipativa: una sociedad democrática. Y entiéndase además el verdadero sentido de la democracia en su esencia dinámica, antidogmática y abierta que halla su verdadera razón en su profunda capacidad de autocrítica, pues el ser humano (y por tanto sus organizaciones) adolece de eterna imperfección, pero la conciencia de la permanente perfectibilidad impulsa al ser racional a avanzar siempre (por un paso atrás, dos adelante) en la senda del progreso.

La España de 1982 -que gracias a un gran Rey constitucional y a los militares leales no conoció en aquel 23-F una larga noche de cuchillos largos- ha optado mayoritariamente por la convivencia democrática. Las mentes claras y los corazones honrados de la gran mayoría de los profesionales de las armas han aceptado, sin tener que abjurar de pasadas lealtades, el juego democrático.

En este juego democrático, el pueblo soberano ha vuelto a ofrecer reciente ejemplo de multitudinaria participación ilusionada, negando total virtualidad a las sinrazones de grupos muy minoritarios de autoproclamados patriotas en exclusiva que han intentado repetidamente desvirtuar el sentido y frustrar con sangre el desarrollo de los conceptos más verdaderos, pretendiendo achacar al sistema democrático las complejas crispaciones de nuestra presente realidad.

Cientos de miles de forzosos emigrantes repatriados, terrorismos de distinto orden, crisis económica internacional incidiendo en nuestra infraestructura culpablemente impreparada, con sus efectos reflejos de paro y delincuencia, etcétera, son problemas heredados y en modo alguno exclusivos de nuestra reciente democracia, pero la creciente exigencia de información ha ido mostrando a la luz y ofreciendo a la discusión pública cuestiones antaño convenientemente disimuladas y acalladas.

Los espíritus autoritarios pretenden equiparar desorden y libertinaje con la libertad responsable y solidaria del hombre creativo y tolerante. Pretenden erigirse en paladines del orden, tratando de olvidar tristes experiencias históricas en que el orden represivo (que ignora la profunda complejidad de cada ser humano) hace revivir al paso de los años, la virulencia de los odios soterrados y de las injusticias silenciadas.

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Los que nacimos en la década de los años cuarenta somos generaciones puente entre quienes fueron traumatizados por una salvaje guerra civil y quienes pueden hoy disfrutar de juveniles pasotismos. Y estamos, por nuestra relativa madurez, en notables condiciones para poder valorar las conquistas inapreciables que el espíritu de conviviencia y libertad ha experimentado los últimos años en nuestra Patria. Nuestra actual Constitución permite las opciones políticas más variadas mientras sean civilizadas. Los problemas de una sociedad europeizada no pueden ni deben ya resolverse con el volar de águilas aceradas y el filo de las espadas.

Se suele alegar que no es posible la democratización en una organización jerarquizada como es el Ejército, pero la democracia, que no ignora el verdadero concepto de autoridad (que se basa en la dedicación constante, en la probada competencia y en la sencilla y permanente actitud de servicio), no ignora tampoco las especiales matizaciones de la organización militar. Un país democrático pide y exige unas Fuerzas Armadas en las que la disciplina y la jerarquía racionalizadas sean medios fundamentales para la eficacia, pero jamás patente de corso que justifique actitudes delictivas de lesa Patria o atropello de los derechos de los ciudadanos. El soldado debe tener siempre presente que el espíritu del artículo 34 de nuestras Reales Ordenanzas le obliga a la desobediencia en las órdenes que entrañen la ejecución de actos manifestamente contrarios a las leyes y usos de la guerra o constituyan delito, en particular contra la Constitución.

Un nuevo orgullo

Por otro lado, las cuestiones relacionadas con al defensa (de la que los militares profesionales somos los técnicos, pero que a todos atañe y a todos compromete) y sin más límites que los estrictamete necesarios para la seguridad, deben ser conocidas, debatidas y participadas por todos los ciudadanos, que nutren y pagan sus propias Fuerzas Armadas.

Las Fuerzas Armadas de la España democrática necesitan de un nuevo orgullo, y éste debe fundamentarse en el cumplimiento entusiasta de la irrenunciable misión de garantizar la soberanía e independencia de la Patria, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional, y en la incomprable tarea cotidiana de abrir al ciudadano que llega a nuestras filas los campos de la cooperación y el compañerismo sin clases; de la coordinación rápida y eficaz con las instituciones civiles en múltiples necesidades y emergencias; del hábito permanente de las sanas reglas de la higiene, de la cultura física y de la verdadera educación cívica; en acostumbrarla al orden creativo y coordinador de iniciativas.

El Ejército puede y debe ayudar a estimular en la juventud positivas inquietudes culturales y éticas, que compatibilicen la tristemente necesaria preparación para la guerra con una orientación de las conciencias que posibilite que las generaciones venideras puedan acariciar el ideal de la paz como un bien cada vez menos imposible a pesar de la locura armamentista. El militar civilizado (alejado tanto del espíritu canallesco del mercenario como de la simplicidad moral del tecnócrata) debe respetar las iniciativas de humano universalismo, los pacifismos honrados y las críticas honestas alejadas de cualquier lisonja interesada. Lo que no le impedirá tratar con realismo y competencia los imperativos de nuestra defensa potencial.

Los militares de un Estado democrático debemos ofrecer a nuestro pueblo las virtudes de abnegación, organización y eficacia, y por otro lado debemos aceptar de los otros ciudadanos los ejemplos de plural y civilizada convivencia. Los profesionales de las armas deberíamos llegar a comprender que el verdadero sentido de la unidad que se nos pide no estriba tanto en un único pensamiento uniformante, sino en el recíproco respeto por nuestras distintas ideas particulares, conservadoras o progresistas, voluntariamente silenciosas, públicamente en aras de un común servicio a la gran Patria de todos.

Así será posible entender mejor las palabras de nuestro primer conciudadano, el rey don Juan Carlos, cuando, citando a Jovellanos, decía que "el patriotismo es el noble y generoso sentimiento que estimula al hombre a desear con ardor y a buscar con eficacia el bien y la felicidad de la Patria tanto como el de su misma familia; que le obliga a sacrificar no pocas veces su propio interés al interés común; que uniéndose estrechamente a sus conciudadanos e interesándoles en su suerte, le aflige y le conturba en los males públicos y le llena de gozo en la común felicidad".

Joaquín Roura Tarrés es comandante de Infantería y licenciado en Derecho

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