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Tribuna
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Un hombre, un voto

Me dicen que han ido ustedes a votar un día de estos. A lo mejor ya han votado cuando aparezcan estas líneas. No importa tampoco mucho. El caso es que esto me ha recordado un viejo cuento que encontré una vez registrando las hojas mohosas de un librillo perdido por el desván de casa de mis abuelos; un comentario -parecía- sobre ciertas normas jurídicas del Talmud, escrito por no sé qué docto varón (al códice le faltan las primeras hojas), alguno ciertamente tocado de la cábala, y en tiempos de desasosiego (si los ha habido que no lo fueran) para las comunidades hebraicas de uno de nuestros reinos de las edades tenebrosas. Era un cuento del rabí Nehelam, y aparecía contado por su misma boca. Como lo recuerdo ahora, se lo cuento a ustedes."A mitad de la mañana de un día de verano", contaba el rabí Nehelam, "salí por la puerta de mi trastienda, vestido con el hábito verde y el capelo rojo de doble cuerno, a fin de' cumplir el rito de purificación, que correspondía con esa hora.

Con tal propósito, me encaminé a la laguna que hay cercana a las afueras de la villa, y llegado a ella, busqué el hueco, que ya tenía de costumbre, entre la espesura de juncos y espadañas que hurtaran mi devoción a los ojos de publicanos y descreídos.

Allí me asenté sobre la yerba, descalzándome y soplando el polvo de las sandalias, doblegando los miembros de la forma que el ritual prescribe, y de modo que los dedos menores de los pies quedasen rozando apenas las aguas de la laguna.

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¡Loado sea el Señor, que nos ha puesto a la mano el agua que nos limpia de las afrentas propias y con ellas de las de todos nuestros padres, hasta el primero!

Recitadas las plegarias iniciales, quedé quieto, con los ojos de par en par y la vista al frente, entregado a la contemplación de los seres aparentes y casuales, según el sabio, para ese trance del rito, nos dictó con sus palabras:

'Lee las cosas que pasen ante tus ojos, léelas como signos, y lee sus colores y su danza, que con tales letras puedas tratar de deletrear el nombre del que no lo tiene'.

Vi, pues, volar sobre la laguna gran número de avispas de acá para allá, ajetreadas en los quehaceres que la estación y la hora antemeridiana les sugerían.

Unas se posaban a arrancar de las cañas secas o de corteza del sauce carcomida algunas hebras, y recruzaban la laguna con sus menudas cargas, para hacer. con ellas, tras bien mascadas, el cartoncillo de que edifican sus viviendas. Otras se llegaban a los chupamieles que florecían a la orilla, o volaban más lejos, a las matas de retama y a las zarzas de agavanzo florecidas, a chupar los secretos zumos que les sirvieran a ellas mismas y a las crías del enjambre para sustento y medicina.

Algunas se acercaban volando peligrosamente a las ligeras ondas, a llevarse consigo algo de la humedad que necesitaran para sus amasaduras.

Otras, que revoloteaban más alto y no parecían dedicarse a tarea alguna, vigilaban seguramente la llegada de los caballitos-deldiablo y otros enemigos, o sencillamente animaban con sus zumbos el trabajo de las otras.

Eran muchas. ¿Cuántas eran? Me vino de pronto el pensamiento de que yo las estaba considerando vagamente a todas juntas, como si fueran todas ellas las avispas simplemente un plural de avispa y nada más. Y la voz interior me declaró que era con ello injusto:

'Pues ¿qué?: una por una las ha hecho el Hacedor, y si tú aspiras, en tu medida, a ser fiel al menos con tus ojos a la obra de sus manos, una por una debes aprender a contemplarlas, distinguir una de otra y ver lo que cada una hace y con cuál otra se cruza en su momento. Este es, Nehelam, el ejercicio que la mañana te encomienda'.

Me puse, por tanto, a mirar a las avispas con otros ojos: empecé a aprender, en la vaga nube, a distinguir a cada una y a atribuirle una marca propia suya, que ya no le dejaba perder a lo largo de sus ajetreos.

La labor parecía descomunal par mi insuficiencia: tan iguales parecían todas las ne as cabecitas, todos los amarillentos abdómenes con sus listas negras. Pero nunca el Justo de los justos abandona a los que tratan de imitarle.

Para ayudarme en mi tarea hube de recurrir a las cifras arábigas y a la sarta inagotable de sus guarismos: como una red los tendía sobre la charca y sus orillas, y a cada nueva avispa que en sí misma conocía, le prendía mi pensamiento su guarismo, del que ya nunca con sus vuelos se desprendía.

Mutación maravillosa

Poco a poco, cada una volaba ya y se posaba con la cifra sólo a ella destinada, y cada cual era entre todas una sola; hasta que al fin, con la ayuda del que puede,

las llegué a conocer a todas y las tuve bien contadas: fueron justamente 2.401.

Pero he aquí que, apenas hube concluido mi tarea, sentí sobrevenir en mí una mutación maravillosa: mis ojos se habían convertido en dos gruesas bolas negras de miles de facetas centelleantes; sentía el capelo apegárseme a la calva y vibrar sus cuernecitos; los pliegues del hábito se me alzaban al aire con los brazos.

Y al fin, de pronto, deje de, ser Nehelam el rabí. El rabí Nehelam era una gran libélula de alas de esmeralda y cabecita roja que se lanzaba de las yerbas de la orilla a un vuelo de caza sobre la laguna.

Y al momento, me arrojé rápido como el rayo y atrapé a una de las avispas, la que llevaba el guarismo 343, y firmemente abrazada entre mis patas delanteras, volando le corté el cuello de un certero tajo de mandíbula, que apagó sus zumbidos desesperados. Y ya posada sobre un junco, devoré hasta el fin toda su pulpa deliciosa.

¡Loado sea Aquel que, para armonía del todo, supo darle lo suyo a cada cosa, a cada masa su peso y su sonido a cada voz!".

Bien, pues éste era el cuento. ¿Qué? ¿Me dicen que no le ven la moraleja? ¿Que no entienden a qué propósito lo he sacado en estos días? Bueno, no se preocupen: ustedes voten; que tampoco importa mucho.

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