_
_
_
_
_
Tribuna:TEMAS PARA DEBATE
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Crítica al sistema electoral español

El real decreto-ley de 1977, promulgado con carácter provisional antes de las primeras elecciones democráticas, continúa todavía en vigor a la espera de la redacción de una Ley Electoral de rango orgánico. Sobre el contenido de este decreto ley han arreciado las críticas de uno u otro signo, según la diferente posición que en el mapa político español ocupe uno u otro partido y los beneficios o perjuicios que para uno u otro derivan del actual sistema. Con el 35% de los votos emitidos UCD obtuvo en las elecciones de 1979 el 48% de los escaños en el Congreso. Es evidente que toda la casuística para la traducción del número de sufragios en escaños constituye un importante centro de polémica. Otro punto a debatir es el sistema de listas bloqueadas y cerradas que fuerzan al electorado a rechazar o aceptar en su composición rígida las listas previamente elaboradas por los partidos. Desde dos posiciones políticas divergentes que sintonizan, respectivamente, con el pensamiento de la derecha y la izquierda, los profesores Agustín de Asís y Garrote y Pedro de Vega exponen aquí sus puntos de vista sobre la actual normativa electoral.

Más información
Contra las listas bloqueadas

Pedro de Vega Garcia es catedrático de Teoría del Estado y Derecho Constitucional. Miembro de la Junta Electoral Central.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Contra el sistema mayoritario

Las leyes electorales poseen, por lo general, una singular característica, de la que también participa el real decreto-ley de 1977 sobre normas electorales, actualmente en vigor. Por un lado, y por tratarse de una legislación que normalmente se dicta en situaciones políticas precarias y en momentos de transición, suele concebirse en su origen como una legislación provisional. Pero, por otro lado, es lo cierto que esa provisionalidad que preside su gestación se olvida pronto, y los códigos electorales se convierten en una (le las normas de mayor vigencia temporal, que resisten los más formidables embates y que superviven incluso a regímenes políticos antagónicos.Sin necesidad de recurrir a experiencias foráneas, ahí está la famosa ley Electoral española de 1907, que sirvió a la Monarquía, la utilizó la República y fue el marco legal de referencia de las consultas populares del franquismo.

Como es obvio, esta particular paradoja tiene una explicación. Las mayorías parlamentarias que se forman a través de la aplicación de una ley electoral concreta, por un instinto de mínima defensa difícilmente se muestran dispuestas a asumir el riesgo de modificar el sistema con el que resultaron vencedoras. Irónicamente señalaba lord Bryce que los parlamentos no practican la autofagia ni son proclives a las innovaciones suicidas.

Necesidad de una nueva ley

Ahora bien, que obecediendo a una lógica política universal, el real decreto-ley de 1977 sobre normas electorales continúe todavía en vigor no quiere decir que las cámaras que surjan de las elecciones del próximo día 28 puedan eludir con facilidad el reto de la redacción de una nueva ley electoral. Son varias e importantes las razones que permiten presumir que las actuales elecciones serán las últimas que se celebren conforme a una normativa dictada en la precariedad democrática más absoluta y pensada únicamente en función de la consulta popular de 1977. En primer lugar, está la exigencia de dar cumplimiento al mandato constitucional conforme al cual las disposiciones electorales deben tener el rango de ley orgánica. En segundo término, se hace cada vez más evidente la necesidad de dar coherencia y regular en un texto único un conjunto de preceptos que, como desarrollo del decreto-ley de 1977, están creando un marasmo normativo contradictorio y confuso. Por último, resulta igualmente necesario desarrollar con rigor una serie de materias que por las circunstancias especiales en que se dictó el decreto-ley de 1977, o se ignoraron totalmente o se regularon sin precisión.

Frente al sistema proporcional, consagrado con acierto en la Constitución, no faltan las voces que proclaman los méritos y las virtudes del sistema mayoritario. Y para salvar la traba que el mandato constitucional supone, se empieza por indicar que fue un error del legislador constituyente introducir en la normativa fundamental la temática electoral. No hace al caso recordar ahora las múltiples razones por las que en un texto constitucional deben establecerse los principios electorales básicos. Baste indicar que las elecciones corresponden en la democracia a lo que en la Monarquía significan las normas de sucesión a la Corona. Y de igual manera que, incluso en las monarquías absolutas, esas normas se convertían en leyes fundamentales que ni la voluntad omnipotente de los reyes podía cambiar, resulta tópico que se sustraiga a la voluntad de los parlamentos los criterios rectores de su designación.

Es desde esta óptica desde la que plantear actualmente en España el cambio del sistema proporcional por el mayoritario no implica ni significa otra cosa que plantear, sencilla y llanamente, la reforma de la Constitución. Reforma tanto más improcedente cuanto que las razones políticas que se aducen carecen de todo fundamento.

Nadie discute que la calidad de la representación del sistema proporcional es muy superior a la del sistema mayoritario. En su contra, sin embargo, se alega que con él resulta más complejo establecer mayorías parlamentarias sólidas que permitan y aseguren la estabilidad gubernamental. Es entonces cuando se apela al modelo inglés como ejemplo de perfección y al que, inexorablemente, hay que seguir. Aparte de que está por demostrar que el sistema proporcional cree por sí mismo una inestabilidad mayor que la que pudiera generar un sistema mayoritario, y aparte del olvido que supone que, contra el preconizado sistema mayoritario inglés, son muchas y muy autorizadas las voces que se levantan y reclaman un cambio con urgencia, existe un hecho que, desde la órbita electoral española, no se puede desconocer. Me refiero a la estructura autonómica del Estado. Y he aquí la cuestión: ¿qué ocurriría en nuestro país con un sistema mayoritario en el que las minorías regionales aniquilaran electoralmente a los partidos centralistas? ¿Cómo se podría mantener que el sistema mayoritario contribuye a la formación de mayorías parlamentarias más sólidas, cuando a su través lo que se estaría potenciando sería la fragmentación de esas mayorías en múltiples minorías regionalistas?

Correcciones al sistema proporcional

Naturalmente que el sistema electoral proporcional resulte incuestionable por imperativos constitucionales, por, razones de lógica democrática, y por las propias circunstancias españolas, no significa que no presente en la actualidad una serie de limitaciones y de lacras, con una enorme trascendencia política, y cuya corrección en tan urgente como necesaria.

Por ejemplo, nada tendría de particular -y las elecciones del día 28 podrían confirmar lamentablemente esta hipótesis- que, conforme a la normativa vigente, y dados los criterios de elección dispares para el Congreso y el Senado, las mayorías de ambas Cámaras no fueran coincidentes. Lo que implicaría una distorsión política notable, y no tanto porque el Senado actuara como Cámara paralizante de la acción legislativa del Congreso, como por la utilización que, a nivel ideológico, pudiera realizarse (del enfrentamiento entre ambas mayorías.

Por último, quizá no esté de más recordar que el sistema electoral proporcional se conecta directamente al sistema de listas. Y en un momento como el presente no han faltado las opiniones de quienes, probablemente viendo frustradas sus aspiraciones de figurar en la contienda electoral, claman contra el sistema de listas cerradas y bloqueadas. Qué duda cabe que en una democracia tan utópica como irreal, el ideal sería que cada elector fijara su propio candidato. Pero nos guste o no, la única democracia posible en la actualidad, y que como tal hay que aceptar, es la democracia de partidos, en la que no se vota a personas, sino a programas e ideologías concretas. Y porque los hechos son así, hablar de listas abiertas en nombre de imperativos democráticos y como instrumento de lucha contra las oligarquías partiditas, no pasa de ser una falacia burda e inadmisible.

Plantear la temática electoral desde la relación elector-elegido, como la podían plantear un Burke o un Stuart Mill, es empeñarse en olvidar la historia y desconocer la realidad. Hoy, las elecciones son otra cosa. A su través, ciertamente, se eligen representantes, pero sobre todo se ratifican ideologías, se consagran partidos y, lo que es más importante, se ejercita y promueve la discusión pública colectiva sobre la que descansa la democracia del presente.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_