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Inventario de otoño

Rosa Chacel en el barrio de Maravillas

Manuel Vicent

En un saloncito ascético, deslumbrado por un sol de domingo, Rosa Chacel está sentada en un taburete tocinero con las manos anilladas soltando haces de oro entre la toquilla de punto bobo. Rosa Chacel tiene el rostro de puñal cubista y una mirada dura, levemente astillada en los cristales de miope. La greña se le parte en la frente contra el armazón de las gafas y hacia el aire se le abre el filo de la nariz y el pico de la barbilla en un ángulo agresivo, como de arma blanca. En la casa hay una sobriedad de cal y plantas de desierto en las esquinas, cardos secos, cactus y piteras.Nació en Valladolid el 3 deJunio de 1898 y de mi infancia lo recuerdo todo, no sé qué podría resaltar; por ejemplo, aquel jarro de vidrio rosado con leche y mi madre en la cama cuando yo tenía dos años y nació mi hermano. Luego, a mi madre lavando al niño, desnudito en sus rodillas. Más tarde, como yo quería tenerle en brazos y no podía con él, mi madre me puso en el suelo con una manta de viaje y allí me senté y pude lenerle en la falda. También recuerdo el primer drama familiar. Una tarde salimos de paseo mis padres y yo, con el ama que llevaba al niño. Ya en la puerta, mi padre propuso entrar un momento en casa de mi abuela, que vivía enfrente, con mis tías Casilda, Eloísa y Carmen. Mientras la famillia me prodigaba caricias, mi padre desapareció hacia el fondo del pasillo y volvió en seguida con una palangana con agua. La depositó sobre la mesa, con asombro de todos. Creí que iba a exhibir un truco, un experimento oun juego de magia, pero no era eso. Mi padre cogió un pañal del niño, hizo con él una pelota, la mojó en la palangana y, sujetando a mi madre por la barbilla, le frotó la cara de un lado y de otro, con fuerza. Luego, el pañal hecho un rollo y, chorreando agua, se lo tiró a mi tía Casilda a la cara, diciendo: «Toma, examínalo». Mi tía salió corriendo por el pasillo; mi padre recogió el pañal y fue detrás de ella, la agarró del brazo y la trajo gritando, llorando desesperadamente, al gabinete. Todo este drama lo contemplé pegada a la pared, y estuvo claro para mí desde el primer momento. Mi tía Casilda había insinuado que mi madre se pintaba la cara, y mi padre, sumamente celoso y desconfiado, había montado aquel número para demostrar que mi madre no se pintaba. Muy poco después murió mi hermano. Comenzó entonces algo que ocupó un lugar de preferencia en mi estética: fui frecuentemente al cementerio con mi madre; descubrí el cementerio con sus imágenes solemnes y los olores acres. Los cipreses, caldeados por el sol, despedían una especie de aliento, un perfume denso y oscuro y, sin embargo, unido con el olor ligero y límpido de la artemisa que brotaba al borde de las tumbas. Mi madre y yo íbamos a rezar a la de mi hermano y a la de Zorrilla. A la del tío Zorrilla. Y Zorrilla estaba enterrado en el panteón de hombres ilustres, de modo que siempre me hice la idea de que aquel era el panteón de la familia de mi madre. El tío Zorrilla había hecho viajes fantásticos y había escrito versos; era el pariente célebre de la familia, hermano de mi abuela, glorificado a la entrada del Campo Grande sobre un pedestal al que está adosada una ninfa encantadora con alitas de mariposa absolutamente estúpida. Este personaje no tenía para mí un aire imponente; al contrario, era un ser muy próximo, muy conocido en mi vida, en sus dichos y ocurrencias.

Aquella niña excitada es esta mujer de dura cerviz que te observa desde el taburete con ojos de lechuza. Rosa Chacel produce una sensación de soledad llena de orgullo tiene algo de flor antigua para minorías selectas rodeada de pinchos. Aquella niña tan sensible es esta mujer de carácter que reina absolutamente alrededor de la mesa camilla con una amabilidad tajante. La ves dentro de la toquilla celeste sonriendo y por el envase podrías creer que se trata de esa abuelita que tiene una faltriquera llena de caramelos, pero Rosa Chacel no es eso, sino una mujer tan fuerte como una jefa de negociado.

-Yo tenía fiebres gástricas a cada momento; también me acatarraba en cuanto empezaba a hacer frío. Al primer estornudo me metían en la cama y se alzaba el telón. Para que pudiera estar quieta, mis padres, allí, en la alcoba., me recitaban versos y escenificaban obras de teatro, Calderón, Quevedo y, sobre todo, Zorrilla. Los dramas del tío Zorrilla pasaron íntegros por mi alcoba. Los decorados surgían de una palabra, de un gesto. Yo tenía predilección por El puñal del godo, precisamente porque era una pura visión. Primero salía el ermitaño en su choza, diciendo: «Qué tormenta nos amaga, / qué noche, válgame el cielo. / Y esta lumbre se me apaga / y está lloviznando hielo». Luego venía el diálogo entre don Rodrigo y el conde. Generalmente, don Rodrigo era mi madre, envuelta en un capote -una colcha- y el conde, que era ini padre, venía subiendo la montaña. Otras veces eran las óperas. Mi madre cantaba muy bien el aria de Orfeo,- su voz era de contralto, y con ella se lucía en las reuniones que a veces se organizaban con motivo de algún santo. Mi padre no cantaba, pero canturreaba con poca voz y excelente oído. Su fuerte era, en el Falisto, aquello de «Suo ministro e Belcebú». Aquellos versos, comedias o zarzuelas desarrollados al pie de mi cama de niña convaleciente fueron un germen de vida literaria. Yo leía a Dostolevski a los doce años. Pero antes pasé por una etapa de tabúes inconfesables y sueños atroces. Recuerdo especialmente uno al que nunca encontré significado. Yo entraba en una sala muy grande de paredes grises y sin ventanas, no era más que un cubo gris donde yo entraba, y allí dentro no había nada, ni un mueble, ni una puerta. Solamente, en un rincón que quedaba frente a mí, al lado derecho, había un ángel de sangre; más bien un arcángel, porque era muy grande, alto, con grandes alas y una túnica larga, que le pasaba de los pies. El ángel era de sangre; yo veía que era líquido, aunque no transparente, sino denso como la sangre. Completamente de espaldas al rincón, daba vueltas curvándose hacia delante como una rueda y al mismo tiempo, con una melancolía enorme, iba diciendo: «¡Pobre sangre! ¡Pobre vida! ... ». Nada más. Yo gritaba, me tiraba de la cama. En seguida acudían mis padres a tranquilizarme. Y comenzaba la función. Versos, Calderón, Quevedo y, sobre todo, el tío Zorrilla. Mi padre tenía una vocación literaria desmedida. Venía de familia militar, pero era un simple funcionario. En casa había pobreza. Yo nunca fui al colegio, ni antes ni después. Estuve sólo dos meses en las carmelitas. Bajo ese plan escolar se escondía el propósito de mis padres de que hiciera relaciones entre gentes de mis años, porque yo no había jugado jamás con una chica, no tenía una sola amiga, nunca me había asomado sola a la puerta de casa. Sabía que cuando fuera mayor iban a faltarme muchas cosas que otras chicas tenían. ¿Qué cosas? Tenía juguetes y vestidos, sólo había una cosa que yo anhelaba y que sabía que no llegaría a tener. Al ir hacia el Campo Grande casi siempre veía pasar a caballo a algunos militares que iban de paseo y solían llevar con ellos muchachas, hijas o hermanas, algunas veces jóvenes, niñas a veces. Eso era lo que representaba para mí el lujo, lo que estaba más allá de mis posibilidades. Mi padre no había querido ser militar; en consecuencia, yo no llegaría nunca a tener un caballo; mejor dicho, nunca sería una muchacha entre hombres a caballo. A los diez anos, mi familia se trasladó a Madrid.

Nuevo espacio vital

El barrio de Maravillas, que hoy se ha ido en una reserva de indios apaches convertido con la pipa de la paz colgada del labio, fue a principios de siglo el espacio vital de Rosa Chacel en su adolescencia madrileña. Una pobretería de menestrales llenos de jovialidad, de lecherías, tintes, mercerías, carbonerías y garitas de zapatero remendón fue con lo que se encontró aquella niña de Valladolid al desembarcar en la calle de San Vicente, Alta, 28, cerca de la plaza del Dos de Mayo, un mundo que estajuventud de yerba ha recuperado para soñar en la ecología, en vacas de ojos verdes echadas al pie de la copa.

-Los primeros días, cuando salí a la calle con mi madre, el barrio me pareció horroroso, pero pronto comencé a salir sola. Mi abuela decía que no había inconveniente en que bajase a la calle a comprar cualquier cosa que se necesitase de momento. De pronto, faltaban huevos o azúcar; al ir a sentarnos a la mesa faltaban los litines de la abuela. Yo echaba a correr por las escaleras y exploraba aquellos tres puntos: la huevería y pollería, que estaba en nuestra misma casa, a la derecha saliendo del portal; la farmacia, que estaba a la izquierda, haciendo esquina a San Andrés; la tienda de comestibles -de ultramarinos-, que quedaba en la esquina de enfrente. Todavía existe la casa donde viví. Hace unos meses fui a enseñarla a unos amigos. Salió la portera, inuy amable, y para que no se extrañase, le dije: «Es que de niña yo víví aquí». Y ella contestó: «Ah, sí; entonces usted conocería a una señora que era la viuda de Zorrilla». La portera aún recordaba a mi tía. Aquel era un barrio modesto, pero ambicioso. Allí había un señor que obligaba asu hija a estudiar italiano para que pudiera leer la Divina comedia, y a renglón seguido la forzaba a estudiar alemán para que recitara a Heine o a Goethe. Cuando regresé del exilio y vi convertidas mis calles en este bullicio de ácratas me llevé una alegría enorme. Es lo que todos habíamos soñado entonces. Mi madre tenía a Rousseau y a Balzac en la estantería, y yo me encontré desde niña con una libertad completa para leer cuanto quisiera. Lo hice de una manera irregular. De modo que a los doce años yo leía Crimen y castigo e iba a hacer recados a la pollería; me extasiaba ante el cuchitril de aquel viejo zapatero de barbas patriarcales y me empapaba las novelas de Zola, Y así hasta que quise ser escultora, entré en la Escuela de San Fernando y conocí a Timoteo, mi marido.

Hay un lienzo en la pared del saloncito donde se ve a Rosa Chacel veinteañera, ligeramente cubista, plegado el cuerpo con pensativa elegancia en la butaca, la mano suavemente enlazada en el collar, las ondas del pelo sobre el rostro de loba. Este retrato lo pintó su marido, Timoteo Pérez Rubio, en su estudio de la Academia de Roma. Ahora una lanzada de sol y silencio dominical enciende el óleo, y Rosa Chacel, de 83 años, está de-

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bajo, a medio siglo de distancia, envuelta en una claridad de cal, recordando la primera descubierta que hizo desde el barrio de Maravillas.

Unidos por la lectura

-A los quince años yo escribía poesía y quería ser escultora. Mi primera salida fue a la Escuela de San Fernando, y allí conocí en seguida al que sería mi marido. Timoteó tenía diecinueve años, llegaba de Extrema dura con su traje de pana parda de pastor; pero la rudeza del campo tomaba en él un aire que casi parecía una pose. Entonces los chicos y chicas nos hablábamos de usted. La gripe del catorce había dejado a Timoteo libre del servicio militar. Venía de padres aún más pobres que los míos, campesinos, con una formación en la escuela rural y en la doctrina del cura; pero, gracias a una tía suya, había leído a Dodet y a Octave Mirabeau. Hacía una vida muy diferente a la de otros hicos. No iba a reuniones ni a juergas, comía poco y no bebía ni fumaba. Nos unió la lectura. Una mañana llegó Timoteo con aspecto trágico. Venía a veces a mi clase, la clase de modelado, regentada por Trilles, y charlábamos largamente. Me dijo que aquella noche había estado a punto de suicidarse. Tardó mucho tiempo en desembuchar. Había estado leyendo Rojo y negro, y se había sentido tan idéntico a Julián Sorel, que creía que no tenía derecho a seguir viviendo. Mi indignación no tuvo límites. Le conté uno de los cuentos de Las mil y una noches, en el que un sultán que ha abrumado a su hijo con una terrible prohibición le encuentra en una cámara secreta donde se ha suicidado y, quitándose la pantufla, le cruza la cara, con ella. Así éramos. En 1921 se le planteó a Timoteo el asunto de ganar las oposiciones a la pensión de la Academia de España en Roma. La empresa era seductora, aunque no carecía de amenazas para mí, porque en las bases de la convocatoria se decía que los pensionados no podían estar casados. Nuestra consternación fue enorme, pero no desistimos. Timoteo comenzó a mover influencias; primero, con don Alvaro de Albornoz. Este lo mandó a Indalecio Prieto, que no sé qué cargo tenía, pero debía de ser el apropiado. Prieto le dijo que la cosa era difícil, que ya vería, que volviera más adelante. Timoteo volvió y Prieto le dijo que no había conseguido nada, que estaba dispuesto a insistir, aunque le parecía una -tontería. «¿Por qué no se la lleva usted sin casar?», le dijo. Y Timoteo le contestó que no, que nos casaríamos. No recuerdo, cómo fue, cuál de los ministros o generales o archipámpanos tuvo que sufrir el acoso de Timoteo hasta que salió triunfante. El reglamento de la. Academia fue modificado por real orden y don Alfonso XIII firmó la ley que autorizaba nuestro matrimonio. Tal vez los chicos de ahora lo encuentren estúpido, pero es que nosotros entonces no éramos iconoclastas. A todo esto, yo me había hecho socia del Ateneo en 1918, era amiga de Guillermo de Torre y merodeaba por los círculos de la revista Ultra, donde escribí algo, un artículo, no recuerdo bien, sobre mi reloj de pulsera. Conocía mucho a Manolo Cardenal y a Ciria Escalante, me movía en aquel ambiente literario; pero me casé, me fui a Roma con mi marido seis años y me desconecté del grupo. Yo había dejado en España a una amiga fraternal, a Concha de Albornoz.

Tiene algo de loba marginal, o de flor de cuneta, o de vestal de trastienda. Cuando en aquellas vísperas republicanas la mojama de Valle-Inclán estaba todo el día tendida en el secadero de la acera de Alcalá, y Ramón Gómez de la Serna, con su cuerpo de tonelete con cachimba, se desgañitaba en las humaredas literarias, y Unamuno se posaba como un búho medio protestante en un cable .de la luz frente al Ateneo, y los poetas gongorinos revoloteaban alrededor del plato de endecasílabos de Juan Ramón Jiménez, entonces Rosa Chacel no era exactamente una esposa en la salita de estar, que escribía novelas y zurcía calcetines bajo una lámpara dulce, sino una mujer un poco rebelde,y esteparia que iba a lo suyo.

Primera novela

-En esa butaca que ve usted pintada en el lienzo escribí mi primera novela, Estación de iday vuelta; allí, en el estudio de la Academia en Roma, recién casada. Mandé el manuscrito a Ortega y se perdió. Cuando después de largo tiempo lograron dar con él, Ortega publicó un capítulo en la Revista de Occidente y en seguida me escribió para decirme que me contaba entre sus colaboradores. No sé si en Roma fui una carga para mi marido. Sus companeros montaban pequeñas orgías con romanas, pero Timoteo siempre estaba conmigo en aquel estudio del Viacrucis.. Desde Roma no mandé, luna maldita tarjeta a nadie. Cuando volvía España ya se había formado el grupo del 27. Me incorporé a él, aunque yo, entonces como ahora, nunca hice vida social. Nos reuníamos en casa de Concha de Albornoz. Mis íntimos eran Luis Cernuda, Manolo Altolaguirre, Ramón Gaya y Juan Gil Albert. Eramos muy exigentes. Luis Cernuda era encantador, bueno, muy raro; como se dice, un chico muy exigente en la forma de vestir, de hablar, de comportarse. Todos éramos muy exigentes y no tratábamos más que con gente exigente. Entre las mujeres, entonces Maruja Mallo estaba en candelero, y se hablaba de María Zambrano y de Victoria Kent. Nunca participé en las luchas de los intelectuales contra la dictadura, no me acerqué a la política, eso nunca jamás. Mis amigos eran de izquierdas, pero hay una cosa que odio en la política, y es el diletantismo; eso me parece pecado mortal. O se mete una persona en, política con todos los conocimientos o se está calladita. Por supuesto, yo he pertenecido a eso que se Ilama la izquierda, pero no admito a los aficionados. Había muchos entonces, como los hay ahora. Yo tenía mucha amistad con los Albornoz, y don Alvaro, el pobre señor, era un gran padre, una excelente persona, pero políticamente no me interesaba nada.

Hace diez años, Rosa Chacel vino a España como se fue, de puntillas por la puerta falsa, sin meter ruido. Está como antes, con una suave rebeldía a un lado. A veces asoma la cabeza por detrás de un estrado, de un banquete, de una conferencia. Luego se esfuma. Y se va a reinar sobre sus criaturas en la mesa camilla.

-Puede usted decir que yo no quise hacer la guerra, ni en favor ni en contra. Como los intelectuales tenían que ofrecer sus servicios y yo no servía para nada, me metí de enfermera dos meses en un hospital; también escribí en Hora de España, y en cuanto pude me largué del país. Y eso fue en 1937. Mi marido estaba al frente de la recuperación del tesoro artístico, tenía facilidad para entrar y salir; así que en la primera oportunidad me dejó en París con mi hijo. ¿Qué importancia tiene lo que yo pasé comparado con lo que pasaba en España? No importa que un invierno en París me quedara sin una peseta, ni que tuviera que afrontar las calamidades del exilio. Otros lo pasaron peor en el campo de concentración. Estuve refugiada en Brasil. En 1961 me decidí a dar una vuelta por aquí, pero el panorama no me gustó nada. Y salí otra vez corriendo. Hasta que en 1972 , cuando ya las cosas habían cambiado bastante, regresé del todo, aunque paso temporadas con mi hijo en América. Verá usted: no hago vida social, a mí no me ha pasado nada, yo no soy una mujer de acción.

Fuera es domingo. Los coches llevan bicicletas en la baca y una raya de avión supersónico parte el azul del anticiclón. La mañana es clara como una infancia, como aquella memoria de una niña perdida en el barrio de Maravillas.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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