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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La última lectura de las autonomías

EL DEBATE sobre el Estado de las autonomías ha cobrado un vuelo propio gracias al impulso que ha recibido de los agravios comparativos, las manipulaciones partidistas, las ambiciones de la clase política subalterna y los oportunismos electoralistas.Es indudable que el Gobierno se ha llevado la palma en el concurso de despropósitos que ha convertido algo tan necesario como la descentralización y la democratización del Estado en un embrollo político de consecuencias imprevisibles. La inocente astucia de tratar de desactivar el nacionalismo catalán y vasco mediante la multiplicación de las autonomías en el resto del territorio fue luego abruptamente cancelada por el frenazo dado en enero de 1980 al proceso de proliferación autonómica. Sin embargo, el descalabro del 28 de febrero en Andalucía y el atasco del Estatuto gallego obligaron al Gobierno a inventarse una nueva oferta autonómica y una nueva lectura de la Constitución.

Los socialistas no fueron a la zaga de los centristas en esa oscilante y contradictoria estrategia autonomista, caracterizada por una chirriante combinación de principios abstractos defendidos a destiempo y de maniobras insinceras u oportunistas. Abanderados del nacionalismo en Cataluña y en el País Vasco, los comicios de marzo de 1980 les demostraron que su siembra electoralista de emociones había sido cosechada por sus adversarios y les llevaron a una cerrada y no siempre justificada oposición a los nacionalistas moderados. En Andalucía, la inicial infravaloración por el PSOE de la fuerza de los agravios comparativos y de las posibilidades políticas del PSA fue súbitamente sustituida por una precipitada e inconvincente subida al último vagón del tren andalucista y por la elevación del artículo 151 al altar de los fetiches. En ese sentido, se diría que los planteamientos autonomistas del PSOE no tuvieron, hasta ahora, más criterios que instalarse en el espacio simétricamente opuesto al que ocupaba el Gobierno. La ruptura en Galicia del pacto con los centristas en torno al Estatuto de Santiago, el abandono en Andalucía de la vía del artículo 143 y los cambios de humor en Cataluña, Euskadi y Navarra (donde los socialistas han pasado del vasquismo al navarrismo sin solución de continuidad) ilustran a la perfección el carácter mudable y caprichoso de su estrategia.

Ahora bien, de poco vale hacer la pequeña historia de los errores e inconsecuencias de centristas y socialistas, que han alentado ese poderoso movimiento centrífugo que amenaza con sacudir los cimientos mismos del Estado, cuyo centralismo y autoritarismo nunca fueron atributos de la fuerza, sino estigmas de la debilidad y la ineficiencia, y que reduce en ocasiones a horizontes de particularismo aldeano nuestra vida pública. Porque ese fenómeno histórico ha nacido ya, y es, por ahora, irreversible. Sería deseable que ese violento bandazo hacia las identidades territoriales fuera sólo el momento inicial de un proceso de recomposición de la comunidad española sobre bases voluntariamente aceptadas, y que ese recorrido no resultara demasiado costoso, largo y desgarrador. Sin embargo, lo más probable es que esa dinámica no pueda ser desaulerada antes de que haya desplegado todas sus virtualidades.

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En cualquier caso, ha llegado el momento de abandonar los juegos pitagóricos con números mágicos, de renunciar a convertir en fetiches procedimientos y vías autonómicas y de comprometerse a no utilizar el campo minado de las emociones nacionalistas o regionalistas en terreno para el combate entre los partidos de ámbito estatal y también de cumplir los compromisos adquiridos. El acuerdo de legislatura subterráneo entre UCD y Convergencia parece garantizar que la autonomía de Cataluña podrá irse afianzando con el apoyo del Gobierno y sin otras dificultades que las inherentes al rodaje de las instituciones de autogobierno. Los primeros. traspasos de competencias al Gobierno vasco y las entrevistas del lendakari Garaikoetxea con el Rey y con el presidente del Gobierno abren también la esperanzada perspectiva de que la Administración central se tome finalmente en serio el desarrollo del Estatuto de Guernica. Las negociaciones entre los principales partidos gallegos permitirán la revisión por la Comisión Constitucional del Congreso del Estatuto de Santiago antes de someterlo a referéndum, pese a las dificultades técnico- jurídicas que la fórmula elegida presenta y aunque la importancia sustancial de las reformas acordadas sea mucho menor que su significación simbólica. Finalmente, las marrullerías de Rodolfo Martín Villa y de Alejandro Rojas Marcos, aunque humillaran a socialistas y comunistas en el Congreso y buscaran como soporte para su maniobra una superficie constitucionalmente inconsistente, han servido para poner de relieve el atasco de la autonomía andaluza y hacer evidente la necesidad de desbloquear la situación.

La mitificación del procedimiento establecido por el artículo 151 y del contenido institucional de los estatutos aprobados mediante esta vía dará en el futuro algunos quebraderos de cabeza a quienes presentaron la autonomía como el mágico remedio para que Andalucía salga del subdesarrollo, eleve sus niveles de empleo y de renta y mejore sus equipamientos colectivos. Pero los resultados del 28 de febrero hacen inexcusable que la autonomía de las ocho provincias transcurra, para bien o para mal, por la senda del mítico artículo 151. Ahora bien, carece de sentido que el Gobierno y la oposición sólo se enfrenten con los problemas a toro pasado y cuando -empieza a adivinarse la gangrena. Tras Cataluña y el País Vasco, tras Galicia y Andalucía, esperan en la cola el resto de los territorios españoles. Y seguramente Navarra, Canarias y el País Valenciano pueden reproducir, dentro de unos meses o de unos años, ese cuadro de síntomas que nuestros políticos sólo perciben cuando la enfermedad es ya casi incurable.

Por esa razón, las conversaciones entre el Gobierno y el PSOE sobre Andalucía, cuyo comienzo es digno de todo elogio, deberían ampliarse a otras fuerzas políticas y al resto de las cuestiones autonómicas. Para que esas negociaciones den fruto, es imprescindible que todos los partidos de ámbito estatal dejen de jugar con las expectativas y las desmesuradas esperanzas de los ciudadanos y renuncien a competir en la puja de la demagogia nacionalista y regionalista para ganarse unos votos que, para mayor escarnio, luego no consiguen. Seguramente una gran parte del mal está ya hecho, y sólo el tiempo permitirá reabsorber, sus efectos. Pero si los centristas siguen alentando opciones regionalistas para debilitar a los socialistas, y si el PSOE y el PCE continúan entrando al trapo que sus notables provinciales les tienden para mejorar -falsamente- su posición electoral, el resultado final será el debilitamiento de unos y otros y el afianzamiento del cantonalismo.

Digamos, finalmente, que el Gobierno y los partidos del arco parlamentario se lo tienen que pensar dos veces antes de elegir los procedimientos legales para instrumentar esa última y definitiva lectura del título VIII a la que lleguen mediante concertación. La Constitución no debe ser forzada en las interpretaciones de su articulado, aunque quienes lo hagan tengan mayoría abrumadora en las Cortes Generales. No sólo porque el Tribunal Constitucional podría ser requerido para que invalidara como inconstitucional una ley orgánica, sino porque, aunque el recurso no llegara a prosperar por falta de parte legitimada para interponerlo, nadie debe jugar con nuestra ley de leyes ni dar pretextos a los nostálgicos de la involución o a los visionarios de la revolución para considerarla como un simple papel mojado, que ni siquiera respetan las fuerzas políticas que la han elaborado. Ciertamente, la reforma de la Constitución, a los dos años de haber sido promulgada, es algo que pocos quieren y que, en sí misma, no parece deseable. Pero la reforma constitucional del título VIII sería, con todo, mil veces preferible a cualquier fórmula que nuestros legisladores aprobaran con gran derroche de ingenio, pero con la intima convicción de estar actuando de forma inconstitucional.

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