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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Solidaridad con el Pueblo Vasco

Francisca Sauquillo

Del comité central del Partido de los Trabajadores de Espada

Incertidumbre y expectativa son las notas características del compás de espera abierto hace ya más de dos semanas con el secuestro de Javier Rupérez. En la pequeña medida que está en mi alcance, y movida por el mismo deseo de verle de nuevo sano y, salvo entre su familia por el que acepté estar en el comité formado para su liberación, quiero cumplir con una elemental obligación de solidaridad con el pueblo vasco. Por encima de los muros de incomprensión y odio que intereses muy distintos están contribuyendo a levantar entre el pueblo vasco y los restantes pueblos de España, es obligación de todo demócrata esforzarse en entender qué está pasando allí, en Euskadi. Ahora que el Estatuto de Autonomía había abierto una vía de avance muy importante, ETA (p-m) ha venido con el secuestro a usurpar el protagonismo que al pueblo correspondía por entero, en continuar luchando por las reivindicaciones democráticas pendientes: solución al problema de los presos y refugiados, decisión sobre Navarra y aplicación efectiva del Estatuto. Ahí radica la particular contribución negativa del secuestro a enrarecer la situación en Euskadi. El pretexto ha sido en esta ocasión conseguir la libertad de cinco presos vascos enfermos y una comisión que investigue las torturas.

Este neomesianismo de ETA (p-m), absolutamente desproporcionado con los fines que afirma pretender con su acción, y que pueden conseguirse, con participación de todo el pueblo vasco y por medios democráticos, entorpece así una lucha democrática legítima a la que la consecución del Estatuto había abierto una vía de avance muy importante.

Al mismo tiempo, acciones terroristas como ésta, provocan reacciones muy diversas, pero todas negativas. A unos, que se niegan a la unidad y a la lucha consecuente por las reivindicaciones pendientes, les dan pretexto para continuar haciéndolo. A otros, les sirven como coartada para restringir los derechos democráticos, ocupar calles y lugares de Euskadi, preparar nuevas medidas de las impropiamente llamadas «antiterroristas» y en verdad simples restricciones y recortes a la democracia, contra todo el pueblo trabajador. También sirven estas acciones como banderín de enganche a los elementos franquistas, que no por minoritarios dejan de estar cada día mejor organizados, gracias en buena parte a la impunidad de que disfrutan.

Ahora bien, esa acción terrorista, cuyo fin exigirnos con toda energía, no puede servir para ocultar la realidad de una situación represiva que vive Euskadi. Las torturas, los muertos en manifestaciones y controles policiales deben ser investigados y castigados sus responsables con todo el rigor de la ley. Las detenciones masivas deben cesar, y la Constitución debe aplicarse en todo momento. No se olvide que esas mismas realidades, de las que hay manifestaciones suficientes y sobradas, han contribuido decisivamente a que la situación en Euskadi arroje semejanzas con otro tiempo pasado, que si fue mucho peor que el actual, ello no nos exime de luchar por que acaben semejantes prácticas. No es casual que el lendakari Leizaola no haya regresado a Euskadi hasta la aprobación del Estatuto, dos años después del 15 de junio de 1977. Yo, que creo que la democracia empezó para todos los pueblos de España en aquella fecha, y que no estoy de acuerdo con la forma de la protesta de Leizaola, pienso, sin embargo, que la democracia se ha vivido en Euskadi de manera distinta, peor, de la misma manera que no la han vivido igual Extremadura o Andalucía, siquiera por razones distintas.

Mucha gente parece creer que con la democracia las personas, los modos y los hábitos franquistas se han disuelto como un azucarillo en un vaso de agua. Aplican esa idea, en muchos casos interesadamente, a todos los ámbitos: uso efectivo de las libertades, actuaciones de las FOP... Sin embargo, pocos años después de que las fotos de Amparo Arangoa, torturada, dieran la vuelta al mundo, otras, las de Mikel Amilibia, demuestran que el problema sigue y que hay que atajarlo por lo sano.

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Por último, una reflexión sobre la amplitud e intensidad de las condenas del secuestro que se han producido, dentro y fuera de España, y, en particular, estas últimas, que han llegado desde la ONU hasta el Papa. Esas condenas son justas, precisamente por lo injusto de la detención de Javier Rupérez. Ahora bien, entre ellas hay voces que no se levantan cuando la violación de los derechos humanos vienen de los poderosos, cuando la violencia es de Estado. Por eso la protesta contra el secuestro, si quiere realmente estar del lado de la democracia, si quiere tener credibilidad y si, en definitiva, quiere ser efectiva, tiene que extenderse también a las situaciones de injusticia que en el País Vasco se están produciendo con demasiada y dolorosa frecuencia.

Entiendo que luchar por la libertad de Javier Rupérez implica también el compromiso de luchar contra quienes restringen constamente las libertades. Por eso, pedir que se ponga fin a su secuestro, no es una causa alejada de la que ayer llevó a hombres y mujeres de mi partido a estar en las comisiones investigadoras de los sucesos de los sanfermines en Pamplona, Rentería y San Sebastián en 1978, pidiendo «castigo a los culpables».

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