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Tribuna
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El Estatuto y la institucionalización de Euskadi

Ex senador del Frente Autonómico por ESEITal vez no era necesario el neologismo de Euskadi con el que Sabino Arana bautizó al País Vasco. Con una cultura histórica más sólida, hubiera recurrido quizá a denominaciones que en algunos períodos del pasado cubrieron toda o casi toda la realidad étnica vasca -Vasconia, Navarra-, o tal vez utilizar el denominador común de Euskal Herria, secular modo de designar en lengua vasca a la suma de todos los territorios vascos.

No faltaba, sin embargo, fundamento a la innovación. Desde el interior de una familia de exiliados carlistas, Sabino Arana vivió plenamente la consumación de un proceso traumático para el pueblo vasco. Le tocó vivir la prornulgación de la ley de 21 dejulio de 1876, que desarticuló definitivamente el sistema foral, la forma peculiar y multisecular de integraciónde los vascos en la Monarquía hispánica. Las gentes de su generación percibieron oscuramente que el legitismo foral no tenía viabilidad, ahogado en el nuevo contexto socioeconómico y político peninsular: fueron conscientes de que el Estado liberal carecía de aptitud para digerir las manifestaciones institucionales del particularismo vasco, última y gran expresión política del antiguo régimen. En 1876 se cerraba un ciclo histórico del pueblo vasco y se inauguraba una situación desconocida a la que Campion, Sabino Arana y otros quisieron dar respuesta con sus proyectos políticos.

El pasado no había muerto, sin embargo: contradicciones internas de vigencia secular han estado bien presentes en los diversos intentos vascos de articulación del país y de redefinición de su posición en el seno del Estado.

La unidad política de todos los vascos bajo una cúpula institucional común -el reino de los vascones de Navarra- fue un hecho históricamente relevante, pues no en vano duró tres siglos, pero fue interrumpido cuando el concepto rex navarrae empezaba a dar cohesión política a todas las tierras vascónicas.

Lo cierto es que desde que, en enero de 1200, Alfonso VIII incorpora al reino de Castilla el País Vasco occidental -lo que devendría Alava, Guipúzcoa y Vizcaya-, segregándolo del mutilado reino de Navarra, y hasta 1841, los vascos del sur del Pirineo se enmarcarán en cuatro formaciones políticas distintas, ajenas las unas a las otras, salvo el lazo común con el monarca castellano, vínculo que atará también a Navarra desde 1512.

Parcelas políticas incomunicadas que, sin embargo, encuadraban a una misma comunidad cultural, relativamente homogénea, si se hace excepción de las éreas más periféricas. Esta relativa homogeneidad de las estructuras socioeconómicas y culturales explica la sorprendente similitud del derecho público y privado de cada uno de los territorios; como explica que a partir del siglo XVIII los pensadores foralistas consideren ligada la suerte futura de las instituciones de los cuatro territorios. La defensa armada de los fueros en las dos guerras carlistas, en la que coinciden Alava, Guipúzcoa, Vizcaya y Navarra, constituyen una variante más de esta solidaridad, cuyas bases quedaron establecidas cuando los decretos de nueva planta convierten al área vasca en la excepción política de un Estado uniformado.

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Los sectores navarristas que oponen Navarra a Euskadi tienen en su favor títulos históricos de similar valor a los que oponen Vizcaya a Euskadi, o a los que en base al pasado institucional afirman a la Guipúzcoa o Alava foral frente a ese ente de la modernidad que es Euskadi. Ocuparía mucho espacio el describir el carácter autonómico real de los sectores que en el pasado y en nuestros días han opuesto la foralidad provincial a la autonomía conjunta y articulada. Pero hay que concederles su tanto de razón: Euskadi, como proyecto político, no es expresión del pasado ni fundamenta su validez en las estructuras forales periclitadas en 1839, 1841 y 1876.

Euskadi es un proyecto político de y para la contemporaneidad: es la respuesta política de una colectividad que madura y toma conciencia de su identidad global ante los estímulos de un nuevo contexto estatal y europeo. La tradición histórica, los residuos de formas políticas y multiseculares no pueden convertirse en camisas de fuerza del presente. La foralidad provincial histórica no está por encima de las necesidades y de las demandas de la actualidad, ni puede negar la voluntad constituyente y creadora de un pueblo.

Mil ochocientos setenta y seis lanzó a los vascos el reto difícil de sobrevivir políticamente en un nuevo modelo de Estado. No faltaron, ni faltan entre nosotros, quienes respondieron presentando proyectos restauradores del pasado foral. Las mejores cabezas propusieron, sin embargo, el entendimiento común intervasco, que permitiría constituir un bloque territorial capaz de influir y de pesar en la vida del Estado. Los pamploneses Aranzadi y Jaurrieta abogaron por la creación de una federación vasconavarra, perspectiva propia de la generación que se agrupó en torno a la revista Euskara, también navarra. En el mismo sentido se manifestaba, en 1883, tudelano Serafín de Olave en su proyecto de Constitución futura de Navarra. El ideario de Arana-Goiri, elaborado desde una perspectiva distinta, propugnaba también la articulación. del país.

La II República ofrece la primera oportunidad efectiva de un planteamiento concertado de la autonomía vasca. La asamblea de ayuntamientos de los cuatro territorios vascos, reunida en Estella en junio de 1931, aprobó un proyecto estatutario común. El proyecto, fruto de la espontaneidad constituyente de aquellos grandes momentos, establecía un poder común institucionalizador de Euskadi, al tiempo que respetaba la realidad foral residual ampliándola con la atribución a las provincias de poderes asignados al País Vasco. El Parlamento constituyente central hizo quebrar la autonomía conjunta al negarse a asumir el proyecto, sumamente respetuoso, por otra parte, con la autoridad del Estado. Cinco años después, la República empezó a arder en los rastrojos de Navarra.

Cuarenta y dos años más tarde, las cosas están mucho peor. En este país futurista y arcaico por excelencia que es Euskadi, lo más viejo y lo más nuevo coexisten turbulentamente, intentando siempre nuevas síntesis. A los parlamentarios que en noviembre de 1978 se dispusieron a elaborar el Estatuto se les encomendó la tarea de institucionalizar el rompecabezas territorial, sociocultural y político del País Vasco.

Sobre el tema de la territorialidad, verdadero caballo de batalla de la autonomía vasca, se cernían las mismas incógnitas y problemas que dificultaran el autogobierno común durante la República: ¿cómo construir una cornunidad autónoma que, asumiendo el hecho nacional vasco, tan sui generis y complicado, respete al mismo tiempo la voluntad de la población de los territorios históricos, particularmente de Navarra, descolga da de hecho del CGV? ¿Cómo facilitar la articulación en un ente autonómico común de las realidades forales residuales -o ampliadas- de Alava y de Navarra? Y, finalmente, ¿cómo eliminar la suspicacia, alimentada en Navarra por el bloque de poder, de una hegemonía institucional de vizcaínos y guipuzcoanos?

El Estatuto vasco ha dado soluciones a los problemas propuestos, soluciones que le confieren un carácter singular en relación con la norma autonómica de otras comunidades. La distinción, en primer lugar, entre el derecho a formar parte de la comunidad autónoma, que lo poseen las cuatro previncias, y la pertenencia de facto, que se producirá en el caso de que cada una de ellas se exprese afirmativamente (la Constitución lo puso difícil para el caso de Navarra); en segundo término, el deslinde entre el ámbito de las instituciones provinciales, cuyos poderes forales residuales o ampliados se reeonocen y garantizan, y el de las instituciones comunes -Parlamento y Gobierno vascos-; finalmente, la introducción de un principio federativo en la composición del Parlamento vasco, integrado por un número igual de representantes de cada territorio.

La institucionalización de Euskadi no podía obtenerse por meras declaraciones estatutarias que salten por encima de la voluntad de la población: al Estatuto le corresponde establecer cauces que faciliten la libre expresión de esa voluntad. Hay que decir que, pese al pie forzado de la Constitución, el texto de Guernica contiene la mejor de las fórmulas posibles.

En bien del pueblo vasco y de la democracia y el progreso en España, apostemos por el éxito de la autonomía conjunta del País Vasco. Apostemos por la institucionalización de Euskadi.

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