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España como forma de convivencia

Hace algunas semanas, y en las columnas de otro periódico madrileño, se me ocurrió subrayar la importancia que tenía el discurso pronunciado por el rey don Juan Carlos ante el Consejo Federal, en Berna, durante su último viaje a Suiza.Para mí las palabras dichas en Berna por Su Majestad eran mucho más importantes que las más protocolarias pronunciadas días después ente el pleno de la OTT en Ginebra.

¿Por qué? Sencillamente porque el Rey se refirió muy positivamente a la posibilidad de mantener una nación fuerte, que -a su vez- gozase de un sistema de sólidas autonomías.

Con sus palabras, don Juan Carlos aludía elogiosamente a una Confederación (la helvética) con siete siglos de existencia y de virtualidad.

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Aquí me parece oportuno recordar que, por mucho que se intente disimular, España es hoy día un Estado «parafederal», ya que prácticamente todo su territorio ha iniciado ya el camino de la autonomía.

El asunto no tiene vuelta de hoja y me parece útil recordar a los nostálgicos del centralismo unitario que Suiza, precisamente, que Estados Unidos -que por ello se llaman unidos- o la República Federal de Alemania permiten, tanto a sus cantones cuanto a sus estados o a sus länder, muchas más atribuciones que las que han recibido el País Vasco en el Estatuto de Guernica o Cataluña en el de Sau (sobre todo en el aspecto fiscal, en el sistema educativo y, desde luego, en materia de orden público).

Naturalmente, no pasa nada o pasa muy poco cuando el país en, cuestión es un país civilizado y educado. El autogobierno territorial es signo de los tiempos, es un producto natural de la democracia y del acercamiento al poder de un pueblo mucho más maduro y mejor informado. Y quien piense en supuestos efectos disgregadores de los sistemas autonómicos o federales, que recapacite sobre la firme solidaridad que cada día demuestran los suizos, los norteamericanos, los alemanes...

Y nada de esto traiciona en nada, tampoco, la tradición política de España, que en este aspecto, como en tantos otros, se adelantó a otros países. En el siglo XVIII, el conde de Peñaflorida y Manuel Ignacio de Altuna crearon al socaire de la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País, un grupo que se llamó de «los caballeritos de Azcoitia». A Peñaflorida y a Altuna sucedió, en tiempos de Carlos IV, Joaquín María de Eguía. A los tres, el padre Isla les denominó el «triunvirato de Azcoitia», y a los tres, Marcelino Menéndez y Pelayo (aquel monstruo de talento, de erudición ... y de juvenil intransigencia) puso como «chupa de dómine» en su Historia de los heterodoxos españoles, porque eran hombres ilustrados, escépticos, cultos, moderados y justamente lo contrario de aquel prototipo de español fanático e intolerante que tanto le gustaba a Marcelino. (Claro, que ya en 1924, Julio de Urquijo e Ibarra revisó el juicio de Menéndez y Pelayo y puso las cosas en su punto.)

- España -siempre adelantándose- inventó el liberalismo, y la palabra «liberal» es y sigue siendo, así escrita, en español, una palabra española.

Ocurre, sin embargo, que en esto de los « adelantamientos » los españoles vamos a veces demasiado de prisa. Ya pasó algo de esto en tiempos de Felipe IV, cuando al conde-duque de Olivares le entraron sus lamentables prisas «centralistas», que culminarían algunos siglos más tarde en la descabellada, en la disparatada asunción por parte de las Cortes de Cádiz (1812) del unitarismo jacobino surgido en Francia poco antes y que había de llevarnos a institucionalizar la idea falsamente «ilustrada» de una homogeneización de España, que culminaría en aquellos estentóreos «España, una» de los últimos años y que en realidad no era más que algo foráneo y ajeno al genio de España.

Pese a cuanto se diga, esa no es la tradición ni la vocación de una nación de naciones, poblada de gentes muy orgullosas, unidas -eso sí- ante las grandes empresas y ante las grandes amenazas. Gentes que, hasta el episodio de los Comuneros en Villalar, tuvieron un enorme apego a sus usos y costumbres y que se mostraron siempre deseosas de conservar su identidad y de gobernarse a sí mismas. (Naturalmente sin criminales como los de ETA ni personajes cómicos como ese inefable Telesforo Monzón, que disimula con una chapela vascongada su auténtica condición de aragonés, aspirante frustrado a un puesto de maestrante de Zaragoza, y que ahora se obstina en demostramos que es más vascongado que Iparraguirre...)

Porque el sometimiento a normas idénticas no es fuente de unidad. Lo que importa es la capacidad de convivencia. Y para esa convivencia de unos pueblos españoles diferentes es, hoy más que nunca, absolutamente necesaria una institución como la Corona. En Gran Bretaña (o incluso en Bélgica), la Corona ha sido fundamental, decisiva, como factor de solidaridad, como común denominador. Como eslabón, en suma, gracias a su inherente ductilidad, muy superior en genera a la de las repúblicas,

Durante siglos, catellanos y vascos, aragoneses y catalanes, andaluces y valencianos hemos convivido cordial y fructíferamente gobernando en casa propia con sus fueros y acometiendo juntos grandes empresas con un mismo Rey.

En realidad esta «autonomización» que estamos viviendo no es más que el «aggiornamento» de nuestras soluciones políticas.

La vociferada -la estentórea, repito- «España, una» no es más que el concepto moderno y totalitario del Estado. Concepto que nos es profundamente extraño.

Hace un poco más de cuatro años hablé por última vez con mi antiquísimo amigo Dionisio Ridruejo. Fue en la Feria del Libro de 1975, muy pocos días antes de su muerte. Dionisio y yo habíamos sido dos antiguos camaradas y juntos habíamos corrido algunas aventuras político-militares que, tanto en su caso como en el mío -lo creo firmemente-, fueron siempre dignas, decentes y alguna vez hasta corajudas. Bien. Aquella tarde de junio de 1975 encontré a Dionisio firmando ejemplares, en la caseta de Josep Vergés, del segundo tomo de su magnífica Guía de Castilla la Vieja. Me regaló un volumen, escribió en él una dedicatoria que ni leí y le llevé a su cercana casa en mi coche. Una plaza milagrosa de aparcamiento, frente al mismo portal de la calle de Ibiza, nos permitió conversar a los dos largamente y pasar revista a nuestras respectivas evoluciones políticas, en el caso de Dionisio, claro, mucho más «sonadas» que las mías. El y yo diferíamos en algunas cosas, pero estábamos de acuerdo en muchas más. Entre ellas, en el problema de las autonomías y de los países de España. Recuerdo perfectamente que sus últimas palabras fueron - ¡él, que conocía el asunto como nadie porque estaba casado con Gloria de Ros, una estupenda catalana!-: «¿Sabes lo que te digo. Que este asunto sólo lo arreglará el príncipe cuando "este señor" desaparezca y don Juan Carlos sea el Rey de los españoles.»

Cuando Dionisio dejó mi coche y entró en su casa, leí la dedicatoria. Me llamaba «ayer camarada de armas y hoy compañero de esperanzas».

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