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Lamentaciones de una campera indocta

Ya hace tiempo deseaba escribir acerca de la catarata de males que azota al desventurado campo español, pero siempre me retenía mi falta de preparación, la escasez de mis conocimientos en esta primera y originaria ciencia del mundo. Pero últimamente, al acumularse los atropellos, caí en la cuenta de que el saber en esta circunstancia era hasta cierto punto superfluo porque los hechos, en su contundente lenguaje, su directa y cruda evidencia, hablan mucho mejor por sí solos que acompañados de altas tecnicidades. No hay, por tanto, más que dejarlos hablar.Así, confieso no entender nada de los bellos discursos oficiales que pronuncian los honorables responsables del ramo. Entre la fronda de sus consideraciones técnicas busco en vano la palabra «intermediario», de tan sencilla comprensión, sobre todo si ésta va aparejada a la de «supresión». Ni tampoco se oye hablar de la equiparación coherente de los precios agrícolas con las subidas acaecidas en los demás sectores de la economía. Y menos aún parece interesar el que carezcamos de una garantía protectora, por modesta que sea: eso del «precio mínimo» no es ni mínimamente para nosotros. No, en todo debemos quedar a la absoluta intemperie, tanto la climática como la económica. O ¿qué responsable se atrevería a mencionar siquiera la necesidad de cortar las importaciones intempestivas del extranjero, esas que arruinan de un día para otro a los pobres agricultores y ganaderos, que se han esforzado durante meses y temporadas enteras, exponiéndose a todas las calamidades que la «madre» naturaleza tiene en reserva: heladas, sequías, solanos, granizos, desbordamientos, fuegos, trombas, plagas de toda índole, etcétera. Sin embargo, y aquí nos sale al encuentro una distinción fundamental, estos males se soportan de alguna manera porque son naturales, porque son los del oficio, los inherentes a la propia vocación. Se siente que forman parte del propio destino y así, por acerbos que resulten, se puede uno reconciliar con ellos. Pero no ocurre otro tanto con los males artificiales, los fabricados por disposición de los hombres. Con esos no hay componendas posibles porque se les sabe básicamente innecesarios, por la facilidad con que se podrían evitar si hubiese verdadero empeño y decisión para ello. Confieso que más que desesperar, rebelan. No cabe duda de que los «intereses creados» y su nefasto peso muerto pueden más que todas las bellas intenciones...

He notado que durante las campañas electorales se hace mucho caso de nosotros; todo el mundo se dedica a la defensa del «olvidado campo español» y se habla claro, llamando a las cosas por su nombre, pero apenas transcurrida esa época elegíaca, ya nadie se acuerda y se extiende de nuevo un curioso silencio sobre nuestras desventuras, que ya no se mentan a las claras sino envueltas en un espeso lenguaje esotérico-técnico muy despistante. Igual ahora que en tiempos de Franco.

La desesperación del campo es un desespero que va en aumento porque cada vez, a cada vuelta de rueda, nuestra situación se hace más descompensada y crítica.

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Un simple ejemplo pone de manifiesto la extensión entera del retroceso experimentado por la agricultura: es el de la maquila. Al final de la guerra, y aun bastantes años después, te canjeaban un kilo de trigo por ochocientos gramos de harina, con éstos te daban un kilo doscientos gramos de pan, lo que hacía que un kilo de trigo equivalía a un kilo doscientos gramos de pan. Basta considerar que en la actualidad el trigo vale apenas quince pesetas, mientras que el pan se acerca a las cincuenta pesetas. O sea, más de tres veces lo que el trigo.

Y todo está en la misma proporción. Nos suben los cereales por céntimos mientras que la maquinaria duplica y triplica alegremente en nada de tiempo. También habría que preguntarse: ¿por qué cuando los productos salen de las manos del productor no se siguen controlando sus precios? Así suben al antojo Y placer. Mercado libre para los unos y mercado no libre para los otros. O ¿por qué el desplazar la patata unos kilómetros del lugar de su recogida sea suficiente para que valga tres o cuatro veces su precio... que embolsan los que no la han trabajado? Y cuando digo «patata» podría tratarse de cualquier otro producto agrícola.

Es la ausencia de todo respaldo y protección del cultivador, es su radical indefensión, la causante de esas escandalosas destrucciones de hortalizas y frutos que presenciamos con demasiada frecuencia. Todo ello porque los amos del mercado no ofrecen, ni necesitan siquiera ofrecer, un precio compensatorio. Estas destrucciones representan una verdadera vergüenza y una catástrofe campesina. ¿Pero quién quiere enterarse de su verdadero significado? Aparte ya de la mucha pena que da ver la aniquilación de camiones enteros de algo ¡que te gusta -tanto como son los espárragos! Estas destrucciones son la señal de una rabia y frustración impotentes que deberían clamar al cielo de todas las conciencias... y de todos los estómagos.

Otro fenómeno chocante. Las bajas repentinas: ¿A dónde va a parar su provecho? Así el dumping súbito de mercancías compradas al extranjero. Hace apenas unas semanas se introdujo una tal cantidad de carne de Alemania y Francia que el kilo de choto en canal descendió de golpe de cincuenta a sesenta pesetas. Mis dulces mastodontes, que había nutrido con fruición más de siete meses, representaron de la noche a la mañana una pérdida importante. Igual ocurrió con la leche de oveja este invierno: de repente pasó de ochenta a sesenta pesetas litro. Todas estas inesperadas bajas podían haber estado dotadas de algún consuelo si hubiesen beneficiado al público, si todo el mundo se hubiese podido aprovechar de ellas, pero, ¿quién ha notado en la última temporada abaratamiento alguno de la carne o de los quesos? Es como para preguntarse: ¿qué suertudo bolsillo se ha guardado la diferencia?

Para compensarnos de todas estas irracionalidades injustas, de todos estos hundimientos innecesarios, lo único que se nos ofrece es una variada gama de créditos bancarios, lo cual no hace sino sumergirnos en el agobio de las deudas, cuando lo que necesitamos es poder ganar lo mismo que lo hacen los demás, tanto en sueldos como en rentabilidad. Algo de veras tan simple como equitativo.

Sin embargo, lo más penoso de esta típica situación de inferioridad en que nos encontramos, en que somos siempre nosotros y nuestras cosas los desventajados, a fin de aventajar a otros, es el significado profundo, a-técnico que encierra. Humanamente hablando, esta postergación continuada no tiene otra interpretación más que la de la infravaloración de la persona así tratada, o sea, en el fondo, el del desdén o desprecio hacia ella. Para la Administración y demás personajes de importancia somos, al parecer, gentes de escasa monta, especie de subespecie humana que se puede impunemente maltratar. Con esta erosión íntima moral, con este escozor secreto, no es extraño que el campo se vacíe más y más.

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