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Una larga marcha

España marcha hacia Europa. ¿Hacia qué Europa?. España se está dotando de instituciones democráticas cuya propia situación de crisis, tal y como en Europa se presentan, sería inconsecuente desconocer. Porque, en considerable medida, esas instituciones, que históricamente se encuentran a su vez ante una demanda persistente de cambio sustancial podrían no constituir más que puros vaciados, en cuya base un juego subterráneo y considerablemente homicida está oponiendo a la brutalidad del Estado la violencia autosacrificial de grupos para los que dicha violencia es la única forma de impugnación o de denuncia, como sería el caso de la Fracción Ejército Rojo en la República Federal de Alemania. ¿Brutalidad del poder que engendra la violencia, a su vez suicida o sólo viable como testimonio desesperado y extremo?Brutalidad y violencia: tales eran los términos entre los cuales Jean Genet situaba no hace mucho el problema. Justo en las mismas fechas en que Genet publicaba un texto que, en buena medida, ha de considerarse como un alegato en favor del -grupo Baader-Meinhof, un oficial de la policía francesa y sus adláteres remataban a tiros, por la espalda, a un árabe -ya herido y desarmado- de veintiún años. ¿Vale menos -en el orden universal de la justicia, en el orden universal de la verdad en el orden universal de lo humano- ese joven árabe asesinado por el «arma administrativa» de un funcionario del Estado francés que el presidente de la Asociación de Empresarios Alemanes, poco después capturado por la Fracción Ejército Rojo?

¿Qué es, el Estado? ¿Qué es el poder? ¿Cuál es la respetabilidad de las instituciones que los alojan? Porque la credibilidad de las instituciones empieza a ser nula. ¿No había ya empezado a serlo manifiestamente desde el mayo francés de 1968, el mismo año siniestro que vio la matanza de Tlatelolco, la entrada de los tanques soviéticos a Praga y la identificación del socialismo militarista cubano con estos últimos?

Las instituciones sobreviven a su radical vaciado -que va desde la familia cristiana hasta los parlamentos democráticos- porque el poder las necesita como espacio de la representación. Esa representación es lo único que desde el área de lo político se ofrece al cuerpo social. A mayor volumen de representación más oculta queda la naturaleza esencialmente represiva de un Estado que es instrumento de un bloque dominante duro, de un poder fuerte. Las instituciones parecerían ser, ante todo, mecanismos de entretenimiento: espectáculo representación. Los Inicios de una vida institucionalmente democrática han dado como contenido político visible el cuerpo social español -después de cuarenta años de narcosis no, disimulada-, las evoluciones, las sonrisas los gestos afables, la imagen de éxito de una serie de personajes de interés relativo, cuando no dudoso. ¿Ha sido, hasta ahora satisfactorio el espectáculo? ¿Era eso todo? ¿O el espectáculo una simple maniobra de diversión a la que las democracias más duchas en el oficio ya nos tienen acostumbrados en otras latitudes? ¿A qué democracia despierta el español después de cuarenta años de narcosis franquista?

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José Luis Aranguren ha sido especialmente sensible entre nosotros a la idea de la política como espectáculo. Pero Aranguren parece ver en esta idea algunos elementos de los que no cabría predicar un juicio peyora tivo. Nosotros no acertamos a ver ninguno. La política es es pectáculo en medida tanto mayor cuanto menor es la participación real que en ella tiene el ciudadano.

En un libro reciente (1977) sobre El Estado espectáculo (ensayo sobre y, contra el sistema de estrellato en política), R. G. Schwartzenberg escribe: El poderse ha convertido en espectáculo- Con los mass-media, el espectáculo del poder ha sustituido a, la práctica del poder. Del mismo modo en que el espectáculo del deporte o de la sexualidad ha suplantado las prácticas correspondientes. Según ha escrito Daniel Boorstin (La imagen, 1963),_al que Schwartzenberg se refiere, el espectador de un debate político televisado hace tanta política como el espectador de un partido de fútbol hace deporte o el de una película pornográfica hace el amor.

El propio Aranguren, al hablar de la espectacularización de la política, se refiere a la óptica del «gran teatro del mundo». A nosotros la referencia nos parece reveladora. Las postrimerías del barroco birlan, en efecto, por vía de espectáculo, la entrada en una experiencia religiosa profunda. El «auto sacramental» es una formidable invención para que la experiencia religiosa -que había resultado incómodamente subversiva- no se viva, sino se vea. En España y en ese sentido, Calderón es el grande, solemne enterrador de los místicos. El espectador del auto sacramental está tan fuera de lo religioso como el espectador de un debate televisado de estrellas políticas está fuera de lo político.

Los actores del espectáculo político no representan al cuerpo social, sino que representan ante el cuerpo social. Representan su propia representación. Frente a la representación institucional se sitúa lo espontáneo, lo «salvaje», es decir, todo lo que ante los representantes de la representación se siente manifiestamente no representado y se configura como irrupción violenta, que malogra el espectáculo, o como marginación, que se vuelve de espaldas a él. Lo que se niega en ambos casos es la validez de la instancia representativa.

¿Habría que buscar en esa negación la grieta a veces tan infranqueable que caracteriza hoy de modo particularmente agudo la ruptura entre generaciones? ¿Crisis de generaciones o crisis más radical de una conciencia que ya no se reconoce en ninguno de sus valores proclamados? Importa aquí, en todo caso y contra viento y marea, señalar que las instituciones democráticas podrían no ser más que enormes gallináceas que incubasen, en su propio vacío, las bombas contra las cuales nos defienden.

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