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La constitución interna del cuerpo político

Quisiera desarrollar y justificar brevemente lo que fue hace unos días el contenido de mi primera intervención en el Senado. Los primeros pasos de una nueva forma de Estado, de un régimen, son decisivos, porque definen su fisonomía, hacen que ingrese con un perfil determinado en la mente de los ciudadanos, de los políticos en particular, de los extranjeros; crean eso que se llama «precedentes»; hacen que se tome como verdad probada lo que alguna vez se ha enunciado sin suscitar contradicción. En suma, comprometen, porque son, si no constituyentes, al menos constitutivos. No importa demasiado que las Cortes elegidas el mes pasado sean oficialmente Constituyentes o no; dije hace tiempo que lo iban a ser en todo caso, porque su misión -aunque no exclusiva- va a ser reconstituir el cuerpo político de España.Se está dibujando inequívocamente un esquema bipartidista en las Cortes y, por tanto, en la vida política entera. El hecho de que la Unión de Centro Democrático sea la formación política más importante y fuerte, seguida -a bastante distancia, pero dentro del mismo «orden de magnitud»- por el Partido Socialista, y todos los demás partidos y grupos sean fuertemente minoritarios, hace que el poder efectivo esté en manos de los dos partidos principales. La situación viene a ser ésta: solamente el Centro Democrático puede ejercer el poder; no puede hacerlo sin contar con el Partido Socialista en alguna forma de cooperación; mientras haya un mínimo de acuerdo entre ambos, pueden -al menos creen que pueden- prescindir de todos los demás. Esta situación -real y mental- se ha reflejado claramente en la elección de las mesas del Congreso y el Senado, y en la determinación del número mínimo de miembros de los grupos parlamentarios.

Creo que hay que insistir en la desigualdad existente entre el Centro y el Partido Socialista. Los que quieren disimularla recuerdan que la diferencia de votos no es tan grande. Pero permítaseme advertir un par de cosas: primero, que un millón de votos son bastantes votos (con unos pocos millares se ha decidido muchas veces quién va a ser presidente de Estados Unidos); segunda, que en una democracia representativa los votos son para elegir representantes, es decir, escaños, y el poder reside en éstos (de no ser así, no se elegirían, simplemente se haría un recuento de votos). El Centro, por lo demás, ha tenido aproximadamente los votos que tuvo Allende en Chile, que fueron los suficientes para gobernar -según su Constitución-, aunque no eran los necesarios para transformar radicalmente el país, para lo cual hubiera debido tener un voto ampliamente mayoritario; creo que este fue su error y el de sus consejeros, y conviene anotarlo.

Volviendo al bipartidismo, he de advertir que no soy adverso a él, en modo alguno. Cuando ni soñábamos con tener democracia en España he escrito muchas veces, «desinteresadamente», si vale la expresión, que la democracia funciona admirablemente con dos partidos, aceptablernente bien con tres o cuatro, decididamente mal con muchos. No vería, pues, con malos ojos un esquema bipartidista en España. La cuestión está en cómo se llegue a él.

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Cuando puede haber muchos partidos, y de hecho los hay, pero la adhesión popular se va concentrando en dos grandes opciones que reflejan las dos rnodalidades principales de opinión política, cuando se establece un amplio consenso articulado en dos variantes que se contraponen y completan; en suma, cuando dos grandes partidos -que encierran muchos matices- van atrayendo la mayoría de la opinión, el bipartidismo resultante es el fenómeno político más sano de una democracia.

Otra cosa es que los partidos más poderosos ejerzan,su capacidad de control y decisión para reprimir las voluntades minoritarias, para reducir al mínimo legal -que es muy angosto- las facultades de los grupos menores, y, vueltos de espaldas a ellos, se repartan las capacidades efectivas.

Me parece lícito que los dos partidos mayores intenten atraer a los grupos menores, que procuren contar con su apoyo, sus opiniones, sus intervenciones y hasta sus votos. Lo que no es lícito es que intenten sofocarlos, privarlos de sus posibilidades de actuación, reducirlos a voces ineficaces que se pueden no escuchar. Esto sería un error gravísimo, que engendraría hostilidad hacia los grandes partidos y mostraría que éstos tenían poca confianza en la democracia y escasa fe en sus propios programas y propuestas políticas.

El bipartidismo como resultado de una política persuasiva y coherente, matizada y eficaz, es admirable; el bipartidismo como imposición legal es profundamente antidemocrático y huele a totalitarismo: es como si se buscara una consolación con el establecimiento de dos partidos únicos.

En cuanto al Senado... Más que nadie, el Senado tiene que ejercer la imaginación, porque se ve obligado a inventar más que los demás. No se olvide que en España no hay Senado desde 1923, desde que el general Primo de Rivera suprimió las Cortes, ya que la República estableció en 1931 una Cámara única, lo cual fue probablemente un error funesto.

Alguien ha dicho que el Senado es -o era, o suele ser- el «freno de la democracia». Cuando se dice una tontería, se puede estar seguro de que se va a repetir interminablemente; ya lo estamos viendo. Me gustaría ver la cara de los senadores de Estados Unidos si oyeran decir algo semejante.

Pienso que el Senado es, más bien, el seguro de la democracia: una institución cuya principal finalidad es asegurar que la democracia siga existiendo. Me asombra que los que se llaman demócratas consideren que son «democráticos» los procedimientos e instituciones que llevaron a que no hubiese democracia en España desde julio de 1936 hasta junio de 1977. Si la República hubiese dispuesto de un Senado mínimamente responsable, es muy probable que siguiera habiendo República democrática, que nos hubiésemos ahorrado la guerra civil y el régimen que la siguió.

Esta Cámara habría impedido los sucesivos actos de demagogia de las tres legislaturas (1931, 1933, 1936) que fueron quebrantando la coherencia del cuerpo social español, engendrando la discordia, enfrentando a unos españoles con otros, haciendo imposible la convivencia. La demagogia fue alternativamente de izquierda, de derecha y otra vez de izquierda, pero igualmente demagógica. Y vino a cortarla una intervención -demagógica también, y en grado sumo- de la fracción extrema de la derecha, que consiguió movilizar a las Fuerzas Armadas -quiero decir a gran parte de ellas- y consumar así la gran ruptura y la extinción de la democracia. Si se quiere llamar «freno» a lo que entonces faltó, no hay gran inconveniente. Unicamente me atrevería a preguntar a los que así piensan si subirían a un automóvil que careciese de freno. Yo, personalmente, no, porque no tengo vocación de suicida y además soy, demócrata.

Lo democrático -decía Aristóteles en su Política- no es lo que extrema los caracteres de la democracia, sino lo que permite que siga habiendo democracia. No se trata de elegir arbitrariamente ciertos rasgos que se llaman democráticos y prolongarlos abstractamente hasta el límite. Lo que interesa, por el contrario, es establecer un régimen en que el país entero participe cada vez más, a todos los niveles, en que se reflejen las voluntades particulares y se unifiquen hasta donde es posible -y no más- en grandes zonas de convergencia y coincidencia. Una función del Senado es evitar que prospere la arbitrariedad, el partidismo, el abuso del poder mayoritario, toda veleidad dictatorial que intente ahogar la voluntad de una fracción del país. Otra función, y no menos importante, es la de la reflexión, el pensar las cosas otra vez, después de ver cuál es la reacción de la opinión nacional a una propuesta del Congreso, que puede ser un arrebato momentáneo o, a su vez, un movimiento reactivo. Lejos de «frenar», el Senado ha de conseguir que la decisión final sea más democrática, tenga en cuenta más completamente la opinión de los españoles.

Pero, sobre todo, corresponden al Senado funciones estrictamente positivas. Propuse hace mucho tiempo que fuese un Senado regional, que los senadores lo fuesen directamente por Castilla, Cataluña, Extremadura, Andalucía, Aragón, Galicia, el País Vasco, Valencia, las Islas Canarias, etcétera. Pensé que podría ser la institución nacional en que las regiones como tales estuvieran presentes, representadas y juntas. De momento no ha sido así, aunque nada impide que la próxima organización del Senado establezca esta manera de representación.

En todo caso, el principio aparece en su realidad actual. Los senadores no representan cifras de población, es decir, individuos, sino provincias, esto es, unidades territoriales. Los espanoles están representados individualmente en el Congreso; territorialmente en el Senado. La insuficiencia de la división provincial es algo que se puede superar sin gran dificultad.

Y hay cierto número de senadores de designación real, cuyo carácter particular es claro: no representan a ningún partido, no representan a ninguna circunscripción provincial. En esta doble independencia estriba, en mi opinión, su carácter positivo: por no ser representantes de ninguna provincia singular tienen que asumir el punto de vista de España en su conjunto; por no deber su puesto a ningún partido, pueden guardar su independencia dejuicio y acción frente a toda posición partidista. Decía una vez Ortega que el único puesto político que le parecía deseable es el que se llamaba en Grecia éphoros tês homonoías (inspector de la unanimidad). La función primaria de estos senadores sería la de vigilantes de la concordia.

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