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VIAJES

Evocación del monte Atos

La última gran teocracia la suprimieron los chinos en 1959, al incautarse del Tibet. Queda otra, pequeñísima, en Europa. Tan pequeña y sola, que no se ve razón para fusilarla: vive aparte, carece de fuerza material y se abstiene de hacer prosélitos. ¿Por qué irrumpir en sus sueños? Los teóricos del determinismo admiten que el progreso usa ritmos distintos según sean las circunstancias, las gentes y los países. Nada pesan, en las actuales balanzas económicas y políticas, los quince anacoretas y los setecientos monjes y hermanos laicos ortodoxos que habitan las escarpas del Monte Atos. Sin embargo, también sobre esta comunidad autónoma, voluntariamente sumida en el silencio, la humildad y el trabajo, soplan los vientos de la historia, mucho más briosos, hoy por hoy, que los del espíritu.Días atrás, en nombre de muy prácticos motivos -el precio de los terrenos vírgenes y la conveniencia de atraer extranjeros-, un diputado griego ha propuesto levantar la interdicción que, desde hace diez siglos, cierra el Monte Atos a las mujeres. Si, como parece, el Parlamento helénico aprueba el proyecto, deberemos rendirnos a la evidencia: en Europa el turismo y el feminismo resultan armas infalibles para rematar cualquier tradición. La que se ha perpetuado en el Monte Atos arraiga en las más profundas enseñanzas y experiencias del cenobitismo cristiano.

Invicta capital

El Monte Atos o Montaña Sacra es el tercer dedo de la península calcídica, punta extrema de la franja continental griega que va adelgazándose al sur de Bulgaria, hasta Turquía. Espina de tierra incrustada en el mar Egeo, el istmo de la Montaña Sacra mide cuarenta y cinco kilómetros dé largo, con un cuello de apenas dos de ancho. Pese a su exigua superficie, el Monte Atos fue siempre, a partir del siglo décimo, una invicta capital de la religión ortodoxa, de su doctrina, su mística, su liturgia, su arte y su política. Y no perdió su régimen de teocracia autónoma al incorporarse a Grecia en 1927 y entregarle la vigilancia de sus comunicaciones y el respeto de su integridad.

La geografía guarece a la Montaña Sacra tras fronteras de arduo acceso: por tierra, un ríspido sendero de caballerías; Por mar, los muelles de los, monasterios, asequibles a fugaces visitas.

El difícil privilegio de conocer pausadamente el país se paga con la renuncia a lo moderno y confortable. En el Monte Atos no hay periódicos, radios, salas de cine, hoteles, aviones, trenes, ni automóviles -dos antiguallas motorizadas transitan, a tumbos, por el pedrizo camino que lleva, entre laureles, de Daphni a la minúscula capital administrativa, Karyes-; ni electricidad, ni teléfono, ni agua corriente, alhajan las celdas donde se recogen los raros forasteros. Frugalísimo, el yantar de la taberna, y peor aún el de los monasterios, tributarios de sus pobres huertas. ¡Pero qué lujo nosrodea!

Ciudadano dispendioso por temperamento y razón, en nada me seduce la rusticidad pastoral, tema de algunas buenas églogas y de mil pésimas; tampoco sabría perderme en la noche oscura contemplativa Por ello admiro doblemente a quienes rehúsan la esclavitud de la actualidad, como los monjes del Monte Atos. Su manera de negar que los tiempos urgen y que el mundo apremia, merecería hoy tanta mayor comprensión y alabanza, pues se pregona la ecología se excomulga (quizá por coartada) la polución industrial y se lamenta el estrépito y la prisa de nuestras sociedades.

Decíamos que si no de abundancias, el Monte Atos colma de lujos: el de la intacta belleza natural marina, terrestre, celeste; el de lo creado por el genio artístico Cuando se recorre la Montaña Sacra bajo el sol fulminante que da sed a los zarzales y enloquece a las chicharras, una luz blanca vela y envuelve la ruda, inolvidable hermosura del paisaje; al abrigo de los muros conventuales nos cautiva la profusión de tesoros. Tributo, a lo divino, cuadro de lo cotidiano, nadie mira allí el valor mercantil de los pergaminos, los palimpsestos, las Biblias iluminadas, los iconos, los exvotos.

Eterna morada

La Montaña Sacra ha de bastarse a sí misma. Los escasos dones del estado griego y de varias iglesias ortodoxas se gastan en apuntalar los caducos edificios, otrora soberbios. Para sostener su autarquía económica, los monjes y hermanos laicos hacen de carpinteros, panaderos, labriegos, enfermeros, cocineros, orfebres, arrieros, fontaneros, pintores; para defender su autarquía religiosa cuidan que no se desbaraten la fe, la cultura, la tradición, los ritos a los que se han entregado. Al profesar en la Montaña Sacra la aceptaron como eterna morada. Durante treinta, cuarenta, cincuenta años, repetirán los mismos gestos, entonarán las mis mas aleluyas. Al morirse, echarán sus cuerpos entre el establo y. la huerta, en muladares donde zumban los tábanos.

¿Pobres gentes? ¿Egoísta forma de vivir? Acaso. Mejor, empero, que la que implantarían en ese «labio de tierra espiritual» -como escribió Unamuno de otra mayor península- los funcionarios, los empresarios y los mill6narios de un «progreso» comercial sin sexo, sin ángel y sin alma.

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