Contra la importancia
Patty Jenkins marca la diferencia con su película gracias a algo esencial: su apuesta por la ligereza
WONDER WOMAN
Dirección: Patty Jenkins.
Intérpretes: Gal Gadot, Chris Pine, Robin Wright, Elena Anaya.
Género: aventuras. Estados Unidos, 2017
Duración: 141 minutos.
En una de las páginas de Wilson, el álbum de Daniel Clowes recientemente llevado al cine por Craig Johnson, el protagonista se sube a un taxi, cuyo conductor, para entablar conversación, le pregunta: “¿Ha visto usted El caballero oscuro?”. Wilson replica: “¿Qué? No, no tengo niños”. El taxista aduce que no se trata de ninguna película infantil, porque habla de terrorismo, de Guantánamo y es muy política. Tras soltar una carcajada, Wilson lanza su estocada: “Es lo mismo que la religión o el patriotismo… Son cosas que dan a los peores de nosotros –los aburridos, los feos y los indigentes- un falso sentido de importancia”. Quizá una de las más singulares aportaciones de la mirada patriarcal a la cultura popular haya sido, precisamente, esa: el reciclaje de la historieta (y la película) de superhéroes como objeto de reafirmación identitaria, convenientemente despojado de espíritu lúdico y envuelto de falsa trascendencia.
A lo largo de su historia, no obstante, el tebeo de superhéroes también ha sido un género en el que, bajo sus discursos dominantes, determinados autores han podido desarrollar su agenda propia: el caso del libertario y transgresor Alan Moore es paradigmático. Como bien detalla Elisa McCausland en su apasionante Wonder Woman. El feminismo como superpoder (Errata Naturae), William Moulton Marston, psicólogo y firma creyente en la supremacía femenina, fue uno de esos autores y logró que, en las aventuras de su Wonder Woman, se canalizaran los ecos ideológicos de varios años de activismo feminista y de la utopía posfamiliar que él mismo vivía en su vida doméstica.
Wonder Woman, la película de Patty Jenkins, nace en un universo cinematográfico DC dominado por los testoterónicos modelos de Nolan y Snyder, dos pesos pesados de la falsa importancia, y, junto al intento algo tímido de hacer justicia al ideario de Moulton Marston, sí marca la diferencia en algo esencial: su apuesta por la ligereza. He aquí una película, pues, que se somete a ciertas servidumbres –el clímax final con sus enfáticas imágenes ralentizadas a lo Snyder-, pero no se avergüenza en ningún momento de ser un tebeo. Y un tebeo antiguo, además, con espíritu de vieja película de aventuras, afortunadas ideas en sus secuencias menos espectaculares –la presentación de los personajes de Sameer y Charlie- e incluso inesperadas sorpresas camp, como la que llega de la mano de una Elena Anaya que se diría recién extirpada de La piel que habito (2011)