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Blogs / Cultura
La Ruta Norteamericana
Por Fernando Navarro
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La belleza eterna de Jeff Buckley

Se cumplen 20 años de la trágica muerte de un músico irrepetible por su sensibilidad estética

Jeff Buckley, en Atlanta, en 1994.
Jeff Buckley, en Atlanta, en 1994.

“Tu alma es bella”. Eso fue lo que una oyente le dijo a Jeff Buckley al finalizar un concierto en una cafetería de Nueva York. Aquel joven cantante trataba de ganar experiencia sobre los escenarios de la Gran Manzana cuando una chica de pelo oscuro, descrita por él en una entrevista al diario The New York Times en 1993, se acercó hasta él y, mirándole fijamente, tan fijo que pensaba que era para decirle algo malo, definió su música impactada por lo que había sentido. Para desgracia de todos, apenas dio tiempo a escuchar los recovecos de esa alma. Con tan solo un disco oficial y 30 años, Buckley se fue demasiado pronto. Y, sin embargo, hay todavía algo sobrecogedor en su voz, como una resonancia que apacigua el paso del tiempo y cura las heridas.

No han sido pocos los que han dicho que este músico, nacido en una localidad de California, siempre ha estado sobrevalorado. Con más éxito comercial una vez muerto que en vida, fue elevado a los altares por parte de la prensa especializada tras su fallecimiento en 1997. Justo o injusto, todo aquel que se ha adentrado en las profundidades de Grace, un álbum que aparece en todas las publicaciones musicales como una obra maestra de los noventa, sale tocado. Aprecia la sensación del vértigo, siente el aliento de la existencia, bajo un aura bella y etérea. Cuando ya en los noventa, como ahora, muchos valores vitales parecían traducirse simplemente bajo términos materialistas, ajenos al contacto humano, Grace era como adentrarse en un bosque encantado lleno de fabulosos secretos.

Buckley llegó a convertirse en un músico extraordinario a pesar de la sombra alargada de su padre. Hijo del malogrado Tim Buckley, el magnífico cantautor que creó un lenguaje musical sorprendente en los sesenta con su mezcla de folk y jazz, pasó su infancia y adolescencia con su madre y su padrastro. La primera, una amante de los Beatles, cultivó sus inquietudes artísticas. El segundo, un tipo incapaz de dar tres notas con una guitarra pero con una discografía envidiable, le regalaba discos de Jimi Hendrix, Pink Floyd, The Who o Booker T. and The MG’s. Cuando Buckley apenas tenía nueve años, fue su padrastro quien le compró, de hecho, su primer disco de rock, Physical Graffiti de Led Zeppelin. La banda británica marcaría desde entonces su música en esa búsqueda premeditada de monumentalidad. A su padre, por el contrario, apenas le conoció. El mayor de los Buckley dejó a su familia al poco de publicar su primer álbum. Solo le vio una vez cuando Jeff tenía ocho años. El iconoclasta Tim se precipitó sin freno por el abismo de las drogas y el alcohol. A los 21 años era una estrella. A los 25 tenía problemas para conseguir contratos discográficos debido a su dependencia. A los 28 murió de una sobredosis de heroína.

Fue un concierto tributo a su padre lo que permitiría que Jeff entrase en el mundo de la música. En 1991 se organizó en Nueva York una actuación para recordar la figura de Tim Buckley en St. Ann’s, una iglesia de Brooklyn conocida por acoger eventos musicales como la presentación del Songs for Drella de Lou Reed y John Cale. Jeff, un músico principiante, fue invitado. Su estilo sorprendió a muchos. El cantante decidió entonces quedarse en la ciudad para desarrollar su música. Alquiló un apartamento en East Village, centro de la contracultura neoyorquina por el que pasaron hipsters, beatniks, hippies y punkies, y se movió por la órbita artística de St. Ann’s o el Knitting Factory, garito fundamental de la escena musical neoyorquina, cercano al legendario CBGB’s, cuya programación se basaba en el rock y el jazz y fue lugar de acogida de Sonic Youth, Cassandra Wilson, Yo La Tengo o Gil Scott Heron.

Formó parte de la banda Gods & Monsters, liderada por Gary Lucas, antiguo guitarrista de Captain Beefheart, pero no llegó al año con una formación que pecaba de anárquica y no permitía a Buckley dar con la clave de su música. Por su cuenta, decidió que lo mejor era instruirse en pequeños escenarios donde tocar en directo y probar sus experimentos. De un sitio a otro del Greenwich Village al final aterrizó en el café Sin-é, enclavado en la zona de St. Marks Place. Sin-é era un pequeño refugio para la música alternativa y terminó por hacerse un nombre en el bullicioso ambiente de la ciudad. Abierto por inmigrantes irlandeses, solían tocar Sinead O’Connor, The Waterboys o Shane McGowan, cantante de The Pogues. El día que Buckley entró por primera vez para pedir trabajo y, de paso, cantar alguna noche lo hizo con el Astral Weeks de Van Morrison bajo el brazo. Y, de alguna manera, los ecos de ese disco también llegarían a su música.

Decía sentirse influido por Billie Holiday, Bob Dylan, Louis Amrstrong o Judy Garland, pero Buckley guardaba también un poder místico al estilo de Van Morrison, menos visceral, más sugerente, pero igual de evocador. Podía sonar como un bluesman blanco del Mississippi, como un cantante de jazz haciendo acrobacias con su voz o como un desafiante vocalista de pop lanzándose al vacío. Pero no sonaba como el veinteañero que era. Ofrecía una intimidad singular, reconfortante. Como el propio Morrison, las baladas románticas se transformaban en desesperados gritos de amor mientras se desprendían inquietudes de alcance sobrenatural. Grace, publicado en 1994, era la culminación perfecta de este viaje que te saca del cuerpo. Canciones como Mojo Pin, Last Goodbye o Lover, You Should've Come Over impulsan a otra dimensión.

Como escribía el crítico musical británico Seth Jacobson, en una época en que la banda sonora de la angustia juvenil estaba definida por las guitarras grunge y las camisas a cuadros, las delicadas melodías y la sensibilidad estética de Jeff Buckley le dejaban al margen de todo. Era atípico. Con otras referencias vitales y artísticas como Nina Simone, Edith Piaf o el cantante paquistaní Nusrat Fateh Ali Khan, Buckley, quien amparado por su apellido rechazó firmar con el gran sello Columbia Records hasta que el productor ejecutivo no oyese su música, decía que escuchó a Miles Davis decir que hay que amar verdaderamente lo que haces para hacerlo tuyo para siempre. Según el propio artista: “La sensibilidad no es una ñoñería. Porque una pulga aterrizando sobre un perro suena como explosión”.

Visto con el paso que da el tiempo, de alguna manera, Grace y Buckley representaban la pureza y el equilibrio perfecto en otro estado para una década marcada por el desencanto. Como afirmaba el historiador Howard Zinn en su libro La otra historia de Estados Unidos: “A principios de los noventa, el sistema americano parecía estar fuera de control: lo caracterizaba un capitalismo incontrolado, una tecnología incontrolada, un militarismo incontrolado, un divorcio entre el gobierno y la gente que decía representar. El crimen estaba fuera de control, el cáncer y el SIDA estaban fuera de control. Los precios, los impuestos y el desempleo estaban fuera de control. El deterioro de las ciudades y la ruptura de las familias estaban fuera de control. Y la gente parecía percibir esta situación”. Grace se presentaba como el refugio, donde el cuento tierno y triste permitía reencontrarse con uno mismo, mirar a través del espejo.

Como en una dramática fábula, Buckley estaba en Memphis dispuesto a grabar su segundo disco cuando con un amigo se perdió por la ciudad y terminaron a orillas del Mississippi. Se lanzó vestido al agua al tiempo que cantaba. Las fuertes corrientes del gran río lo arrastraron sin remedio. Su cuerpo sin vida apareció días después. Como legado, más allá de sus actuaciones en el disidente East Village u otros escenarios, un EP primerizo y sesiones sueltas de grabación, solo quedaba el álbum Grace. Al igual que un artesano, moldeó una melancolía adherente a los tiempos que, por el filtro de su voz, por su propósito artístico, radiaba luz y señalaba la épica de la vida. En palabras del propio Buckley: “La música es infinita. Y aunque me he enamorado incontables veces con toda clase de músicas, de todas partes del mundo... siempre hay algo. Yo creo que simplemente se llama libertad”. Escuchando su versión de Hallelujah de Leonard Cohen, precedida de un suspiro, todavía hoy, la fragilidad alumbra con tanta belleza que parece que el misterio de la vida queda resuelto por ese instante libre, humano y eterno.

**Este artículo fue publicado en este periódico el 24 de agosto de 2011 y formó parte del libro del autor Acordes Rotos: Retazos eternos de la música norteamericana (66 rpm), publicado en 2012.

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Sobre la firma

Fernando Navarro
Redactor cultural, especializado en música. Pertenece a El País Semanal y es autor de La Ruta Norteamericana. Ejerce de crítico musical en Cadena Ser. Pasó por Efe, Abc, Ruta 66, Efe Eme y Rolling Stone. Ha escrito los libros Acordes Rotos, Martha, Maneras de vivir y Todo lo que importa sucede en las canciones. Es de Madrid.

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