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La enterrada Edad de Oro del periodismo en España

Miguel Ángel del Arco reivindica en ‘Cronistas bohemios’ las atrabiliarias y salvajes carreras de Sawa, Palomero, Dicenta, Barrantes y Bonafoux, cinco figuras iconoclastas

Jesús Ruiz Mantilla
De izquierda a derecha: Alejandro Sawa, Antonio Palomer, Luis Bonafoux, Joaquín Dicenta, Pedro Barrantes.
De izquierda a derecha: Alejandro Sawa, Antonio Palomer, Luis Bonafoux, Joaquín Dicenta, Pedro Barrantes.

Había doblado la esquina el siglo XIX para pasar a la avenida del XX. La regencia de María Cristina olía al turnismo pocho entre conservadores y liberales en plena Restauración borbónica. Florecían medios impresos por las esquinas y en Madrid bullían las crónicas de 24 periódicos publicados a diario, con duelos entre gente nueva y gente vieja. “Fue la Edad de Oro de nuestro periodismo, pero casi nadie la ha reivindicado convenientemente”, sostiene Miguel Ángel del Arco en Cronistas Bohemios (Taurus). Entre todos ellos, sobresalían cinco nombres de tipos atrabiliarios e iconoclastas, odiados y adorados a partes iguales: Luis Bonafoux, Joaquín Dicenta, Alejandro Sawa, Antonio Palomero y Pedro Barrantes… ¿Les suenan?

Pues apenas, seguramente. Y de lejos, de muy lejos. De cuando España se reponía de aquellos desastres que alumbraron a la generación del 98, necesitada también de vacunas para aliviar las bacterias de su 60% de analfabetismo. Entonces, primaban las jornadas de explotación sin descanso dominical, con un salario medio de 30 pesetas al mes, y los bocados de hambre acechaban por los arrabales. “Un caldo de cultivo propicio para ese periodismo de denuncia que ejercían todos ellos”, dice Del Arco, periodista y profesor de la Universidad Carlos III.

En cambio, a sus contemporáneos, la mera mención de sus nombres les hacía temblar. Valle-Inclán rebanó la salsa de algunos de ellos: como Alejandro Sawa, amigo de Verlaine y negro de Rubén Darío, en quien se inspiró para sus Luces de bohemia. En base a él cinceló a ese hiperbólico andaluz que fue Max Estrella, casualmente también, poeta ciego. Los que se dejaban caer por París, regresaban fardando de haber visto a Bonafoux cuando era allí corresponsal del Heraldo de Madrid y contó el caso Dreyfus. Nadie dudó de que Joaquín Dicenta pasaría a la posteridad como alentador del 98 o, al menos, como dramaturgo y, mire usted, ni se acuerdan; que la cochambrosa facha de Barrantes, el ultrabohemio, sobreviviría en alguna estatua y que Antonio Palomero, alias Gil Parrado, aparecería en más memorias que las de Rafael Cansinos Assens… “Nos hace pensar en lo efímero de la fama. Eran ultra conocidos, pero se los ha tragado el olvido”.

Por eso ha llegado el momento de devolverles al primer plano. Cuando en la era twitter nos creemos que algunos han inventado algo, allí habían estado ellos: “Ejercieron la crónica narrativa, el nuevo periodismo o el que llamamos ahora ciudadano, aparte de la crónica cultural, antes que nadie”. Eso sí, jamás hubiesen entendido la triquiñuela de la pos verdad. “Denunciaban, se batían en duelo, bajaban a la mina para hacer un reportaje, ejercían la crítica de espectáculos sin piedad”.

“Ejercieron la crónica narrativa, el nuevo periodismo o el que llamamos ahora ciudadano, aparte de la crónica cultural, antes que nadie”, afirma Del Arco

Fueron primogénitos de la estirpe de los Chaves Nogales. “Viajaban, leían sin descanso, hablaban varios idiomas”, apunta el autor. Si no lograban cristalizar en tinta un rumor de café –su hábitat-, hacían guardia en las casas de socorro en busca de cualquier desdicha denunciable. Fundaron y dirigieron periódicos cuando cerraban o les echaban de aquellos medios en los que traían problemas. Todos eran habituales en las páginas de El País, El Heraldo, El Liberal, El Globo, Don Quijote, El imparcial…

También en los teatros. Donde dramas como Juan José, de Dicenta, le hacían la competencia a los escándalos combativos de Galdós con Electra. Entonces muchos querían darle la vuelta a la escena decadente que dominaban los versos facilones de Campoamor o los melodramas de Echegaray. Aquellas propuestas levantaban las iras de un modernismo que gustaba más de incendios anticlericales que de cuitas de señoritos.

Pese a su modo de vida y a su vitola de indomables, tenían un plan. “Una estrategia que pusiera constantemente sobre la mesa lo primordial: una acuciante cuestión social”, asegura Del Arco. Sus crónicas se alimentaban en la mina, el campo y los cafés: “Dominaron todos los géneros: el reporterismo, la crónica, la entrevista. Y los renovaron de acuerdo con su época sin renunciar a lo nuevo allí donde les dejaran. Si no tenían medio, lo fundaban”.

La rabia que destilaban acabó en parte con su memoria. “Ese inconformismo, esa batalla contra lo consagrado puede que haya sido una de las causas de su olvido”, cree el profesor de la Carlos III. También su radical condición bohemia. “Era para ellos una ética y una estética. Su motor salía de la indignación. Fueron extravagantes, brillantes y, desgraciadamente, hoy, permanecen olvidados”. Aun así, forman parte de una lista interminable de otros con menos fortuna aún en la posteridad, también recogidos en Cronistas bohemios. ¿Por qué priman estos cinco sobre otros nombres como Ernesto Bark, José Nakens, Rafael Delorme, Manuel Paso, Adolfo Luna...? "Porque estos cinco", afirma Del Arco, "de entre todos, resultan incontestables".

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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