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Perder las formas

No hay un Trump entre nosotros, pero demasiadas veces la chulería se celebra como coraje y la mala educación como campechanía

Pintada en Londres del grafitero Bambi en la que Theresa May y Donald Trump emulan a los protagonistas del musical 'La La Land'.
Pintada en Londres del grafitero Bambi en la que Theresa May y Donald Trump emulan a los protagonistas del musical 'La La Land'.Kirsty Wigglesworth (AP)

Hay que prestar atención cuando personas que parecen situadas en extremos ideológicos opuestos usan los mismos argumentos, repiten las mismas palabras y consignas, en un tono parecido. Las palabras “élite” y “elitista”, por ejemplo. Nunca se habían usado tanto como ahora. Y nunca en un tono tan homogéneo, de acusación y desprecio. Hay que oírlas en boca de Donald Trump, de sus asesores y sus animadores, para los cuales tienen además la repugnancia añadida de ser unas palabras francesas. Para un reaccionario americano, Francia y lo francés provocan una animadversión morbosa, que resume todo lo que desprecia: la buena alimentación, el vino, la libertad sexual, el Estado de bienestar, el tabaco, el laicismo, las mujeres que se ponen tacones altos y se pintan los labios para ir al supermercado o llevar los niños al colegio.

Durante las campañas electorales y los ocho años de la presidencia de George W. Bush, la palabra “élite” ya se usó mucho. Fue también una época en la que empezaba a volverse meritoria la exhibición de la rudeza y la ignorancia. George W. Bush hablaba como un “hombre común” de Texas, un regular guy, con el acento adecuado, con un amaneramiento de rudeza en los gestos. Expresándose de una manera descuidada y hasta grosera probaba que él no era un elitista, que estaba cerca del pueblo, la gente llana, el trabajador de casco y mono azul, el cazador rudo y saludable que sale a cazar con los amigos y lo celebra luego campechanamente con una barbacoa. La gente común no había tenido oportunidades de estudiar y de refinarse, y ni había podido permitirse viajar al extranjero ni le había hecho ninguna falta: por eso podía reconocerse en ese hombre que era igual que ellos, que no se había reblandecido con las aficiones culturales ni con el cosmopolitismo.

Se trataba de una mentira, desde luego, salvo en un solo aspecto, el de la ignorancia. George W. Bush era tan ignorante como parecía, pero no porque hubiera tenido una vida difícil y pobre como muchos de quienes lo votaban. Era un ignorante por vocación, por gusto, por descaro, pues había ido a los colegios y a las universidades más caras. Desde luego que no pertenecía a la élite del conocimiento: pero sí a la mucho más restringida del dinero, a la élite de los que nacen ya privilegiados y disponen desde niños de redes de contactos que los protegen y les garantizan que necesitarán muy poco esfuerzo para ganar más privilegios todavía y legarlos a sus hijos, en esa cadena hereditaria de la desigualdad y el dinero que no se rompe nunca. Una de las cosas que más hostilidad provocaban hacia Hillary Clinton era su indudable brillantez intelectual, la manera clara y precisa en la que se expresaba. Como Barack o Michelle Obama, pero sin el atractivo de ellos dos, Hillary Clinton tenía la temeridad de no ocultar que era una persona inteligente, muy cultivada y preparada, con un dominio impecable de la lengua.

En los últimos tiempos he adquirido la costumbre morbosa de no perderme un discurso ni una rueda de prensa de Donald Trump. El camino hacia la celebración gozosa y desafiante de la ignorancia que empezó Bush lo ha culminado Trump con una vehemencia que deberá de espantar hasta a su predecesor y modelo. En la lengua inglesa, las diferencias culturales y educativas están más marcadas que en la española: se depositan en las formas primarias del habla, en el acento, en el modo que se pronuncian o no ciertas terminaciones, en la prosodia. Trump es del gran barrio trabajador y emigrante de Queens, pero su habla no es la de una persona de clase obrera: es la de un rico marrullero y tramposo, que se jacta lo mismo del dinero que ha hecho como de su desprecio por todo aquello que no le ha hecho falta saber ni estudiar. Él no tiene que fingir que le gusta la ópera o el ballet, ni disimular su éxito ni su rapacidad con filantropía, a la manera de otros millonarios. No necesita pronunciar bien los nombres de dignatarios o de países extranjeros. Puede decir No nothin con un acento de magnate dudoso de la recogida de basuras. En cualquier caso, él no es elitista. La prueba de su autenticidad, de su legitimidad popular, es su grosería. Los responsables de la pobreza y la incultura en la que han caído muchos de sus votantes no son los multimillonarios como él, que han comprado a fuerza de dinero el sistema político y están dispuestos a despojar todavía de más derechos a la gente trabajadora. Los responsables son unas vagas élites cultas y arrogantes que tienen su forma más visible en los medios de comunicación y en Hollywood. Los presupuestos que el Gobierno federal destina a cultura son ínfimos, por comparación con los de cualquier país eu­ropeo normal, pero Trump y los republicanos se disponen belicosamente a erradicarlos: los fondos para la televisión y la radio pública, el National Endowment for the Arts y el de las Humanidades. El ahorro es mínimo, y los resultados serán calamitosos, pero Trump y los suyos demostrarán una vez más que ellos no les hacen juego a las élites.

En nuestro país, “élite” también se ha vuelto una palabra sucia, y también el desprecio al saber y la exhibición de la ignorancia parece que dan buenos réditos políticos. La derecha española ha despreciado y desprecia el saber porque está convencida de que no sirve para nada, salvo para alimentar a disidentes y a holgazanes. La izquierda doctrinaria alienta con plena deliberación una atmósfera social de hostilidad hacia el mérito, hacia las formas cuidadas, hacia la soberanía individual: como si también entre nosotros la incultura fuese una prueba de autenticidad, y la búsqueda personal de la excelencia en el ejercicio de una profesión o de una vocación —a no ser la futbolística— volviera a quien se dedica a ella culpable de elitismo. No hay un Donald Trump entre nosotros, pero demasiadas veces la chulería se celebra como coraje, la mala educación como campechanía, lo desgreñado como signos de rebelión; cada vez es más virulenta la agresividad contra quien ejerce su derecho soberano a no rendirse a lo ofensivo o lo grosero por el simple motivo de que parezca ser mayoritario.

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