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¿A favor o en contra de ‘Gomorra 2’?

Una opinión crítica y una que defiende la segunda temporada de la exitosa serie italiana

Tráiler original de la segunda temporada.

La mafia mata la pasión. Por T. Koch

No hizo falta ningún truco. Nada de amenazas o sobornos. Los mafiosos de Gomorra arrasaron simplemente porque eran buenos. En el sentido artístico, claro. Porque los personajes de la serie, inspirada en el libro de Roberto Saviano, ofrecían un desfile repugnante: almas repletas de basura, como los campos donde la camorra entierra ilegalmente residuos químicos. Pero, como saben estos criminales, la clave del mercado es vender el mejor producto. Y la primera temporada de Gomorra lo era. Una trama salvaje, una estética tan sucia como deslumbrante, una ambientación realista y lo que el director, Stefano Sollima, considera lo más importante: protagonistas carismáticos pero horribles, que el público siguiera y odiara. Una mafia sin glamur ni piedad, sedienta solo de muerte, poder y traición.

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De ahí que la primera temporada batiera récords de audiencia en Italia y se vendiera a medio planeta. Millones de espectadores la vieron, los críticos se rindieron y el cómico Ricky Gervais llegó a expresar en Twitter: “Está a la altura de Los Soprano o The Wire. Tal vez sea la serie de la década”. Así que la segunda temporada, que se puede ver ahora en España en Wuaki.tv, acumuló expectativas tan descomunales como los enormes carteles que mostraban a sus personajes por las ciudades italianas. “No te preocupes, ya nos encargamos de ellos”, prometía un póster. Por desgracia, sin embargo, sí había razones para preocuparse.

Gomorra 2 retoma su hilo poco después de la primera temporada. Y pretende repetir su fórmula exitosa. Una lenta introducción recoloca el tablero y pone los personajes principales rumbo al choque. La “paz” entre criminales no puede durar. Un nuevo río de sangre está a la vuelta de la esquina. Y, esta vez, sin reglas, todos contra todos. No hay salvación, para nadie. Los personajes pueden caer como en Juego de tronos y ciertas muertes hacen mella por su crudeza. Sin embargo, el punto fuerte de la serie se vuelve aquí su talón de Aquiles: una temporada entera nos convenció de que despreciáramos a sus criaturas. Lo logró. Entonces, ¿por qué deberían importarnos los destinos de estos monstruos?

Además, a diferencia de la obra maestra de HBO —o tal vez como en ella—, por más que la serie juegue a poder prescindir de todos, hay intocables. [Empiezan los spoilers]. O, más bien, Inmortales. Eliminado (demasiado) pronto Salvatore Conte, en un capítulo extraordinario, quedan tres pilares: Ciro Di Marzio y la familia Savastano, Genny y Pietro. Y está claro enseguida que uno ha de derrumbarse. El problema es que también se intuye cuál. Y el final que parte de la prensa italiana tachó de “sorprendente” resulta inevitable. Y el más cómodo de cara a la ya confirmada tercera temporada.

Previsibles son también otros giros del guion. O ciertos esquemas. Una y otra vez la alianza de infames que Ciro ha juntado amenaza con romper su pacto. Pero, en todas las ocasiones, el Inmortal acalla las críticas y toma una decisión que todos asumen, ya reconducidos. Otros ratos parecen directamente increíbles. Baste con el ejemplo más evidente: Genny llega a tener un arma y ante sí al tipo que intentó eliminarle y asesinó a su madre. Sin embargo, decide dejarle vivir, para que recuerde ese momento. Finalmente, hasta acaba aliándose con él.

La segunda temporada se vendió también como la del feminismo. En términos numéricos, es cierto que al menos aparecen varias protagonistas. Su relevancia, eso sí, es otro asunto. Por suerte está Patrizia, con sus sombras, su potencial y su rol clave. Pero tanto Chanel, una jefa que manda solo en su cabeza, como Azzurra, sumisa a las decisiones de su marido Genny, defraudan. El espectador siente la nostalgia de donna Imma al menos tanto como don Pietro.

Que quede claro: Gomorra sigue siendo una buena serie. Probablemente, la mejor que se haya visto jamás en Italia. Y por algo la segunda temporada ha seguido contando con un público amplio y fiel: la adrenalina, el universo de ovejas perdidas que matarían por un día de leones, la capacidad de trasladar al espectador en medio de Scampia, pese a que varios pueblos de la región se negaron a dejar rodar la serie allí. Y luego, momentos inolvidables como el beso de Malammore al crucifijo, antes de apretar el gatillo.

Sin embargo, sin Sollima (ocupado con Hollywood) y sin mucho que contar, la tercera y hasta cuarta temporada ya confirmadas suenan a riesgo. “A los hijos y los muertos hay que dejarlos marchar”, le dice Patrizia a don Pietro. A la serie, también. Antes de que sea demasiado tarde.

Gatopardismo o el nulo valor de la vida. Por A. Martín

A Bernardo Provenzano, gran capo de la Cosa Nostra, lo encontraron y detuvieron en abril de 2006 en el sótano de un caserío, a 2 kilómetros de Corleone. En Sicilia. Salvo para operarse de la próstata en Marsella, un año antes, no había salido de la isla. A pesar de los 43 años que estuvo buscado por las autoridades. Nunca, a pesar de manejar Provenzano una fortuna de 600 millones de euros, suficiente para haberse exiliado en un paraíso sin tratado de extradición con Italia y haber llevado una vida de relumbrón: yates, villas de lujo, ¿qué no se puede comprar con ese dinero? La respuesta es poder. Provenzano prefirió un sótano y que sus palabras, puestas en tinta sobre pizzini, pedazos de papel que circulaban de mano en mano, imposibles de rastrear, siguieran siendo las órdenes que marcaban el devenir de (una parte de) Italia.

Al comienzo de la segunda temporada de Gomorra Pietro Savastano mira una gasolinera con su hijo Genny, casi resucitado tras el disparo de Ciro en la cara, al lado. Observa cómo un camión de la Ndrangheta, la mafia calabresa, descarga gasolina traída ilícitamente del este de Europa a Colonia, en Alemania. Y dice: “hacen mucho dinero con esto, pero es apenas un juego. Esto no les da poder”. De eso se trata: Don Pietro urde la manera de regresar a Scampia a escondidas, a un agujero, para retomar las riendas de un lugar que siente que le pertenece, que debe ser suyo o de nadie, ni siquiera de su hijo, quien se vio forzado a “hacerse hombre” del clan Savastano cuando su padre fue detenido y que, ahora, una vez probada la sangre, tiene sus propias ambiciones.

Si la primera temporada basaba gran parte de su fuerza narrativa en sobrecoger con la crudeza, en una factura sobria pero cuidadísima que acercaba todo lo posible la impresión de que la vorágine de muertes que uno veía podría ser un documental y, por tanto, verdad, en la segunda el ritmo se ralentiza, gana pausa para que el ojo pase más tiempo posado sobre los entornos. Si la primera temporada, entre todos los personajes indeseables, está guiada por la fascinación que genera Ciro el Inmortal justo para que, a la altura del octavo, espante torturando a una chiquilla —esta historia está basada en un hecho real, busquen cómo los sicarios del clan Di Lauro asesinaron a Gelsomina Verde—; en la segunda los nombres propios pierden relevancia. La primera tiene aún algo de trama de aventuras: ¡presencien la descomposición de un gran clan mafioso!; la segunda elabora un cuadro de costumbres de ficción con el gran paradigma de la mafia (en el mundo real, tras las consecuencias de haber asesinado a los jueces Falcione y Borsellino y haberse echado encima al Estado): las muertes traen a la policía y la policía complica los negocios.

Pero entonces, ¿cómo derrocar a los que mandan, cómo alterar un statu quo que no te favorece sino es descerrajando tiros? Eso cuenta Gomorra, los mecanismos para que los cambios en cuanto a quién saca partido de manejar los hilos no modifiquen las reglas del juego. Da igual quién sea el abogado o funcionario que está al borde de caer al vacío desde lo alto de una grúa, sujeto solo por la mano del mafioso. Lo importante es que todas las construcciones que se levantan son fruto de un amaño, que todo sigue el curso natural de las cosas. Los personajes se convierten entonces en piezas de ese engranaje, son casi conscientes de su inevitable derrota (fatalismo): o bien ganan y lo que les queda es vivir paranoicamente entre gorilas y visitar a sus amigos caídos en el cementerio, o bien mueren y se unen a ellos. Gomorra desprende pesimismo, el círculo vicioso es inquebrantable, y se pega un tanto a The Wire para demostrar que a un ciclo finiquitado le seguirá otro idéntico. Gatopardismo reflejado en una imagen perfecta: al mismo tiempo, muere un Pietro Savastano y nace otro.

Tiene defectos, desde luego. En un elenco sin actuaciones sobresalientes, que Marco D'Amore, Ciro, el más talentoso de los actores, se vea forzado a hacer creíble que primero su personaje estrangule a su propia esposa porque el triunfo contra los Savastano no les ha traído una mejora significativa, porque no hay oxígeno en la cima, como ella le hace constatar, y que después enloquezca y renuncie a seguir matando, resulta casi estrambótico. (Un giro muy de mitología griega: el peso insoportable de esa inmortalidad). Ninguna de las mujeres que detenta poder parece particularmente dotada, ni tienen luces ni aportan apenas momentos brillantes (salvaría a Cristiana Dell'Anna interpretando a Patrizia, el correo y apoyo de Don Pietro y, de Chanel, solo ese disparo que le vuela los genitales a su conductor). También decepciona que los personajes más pintorescos, Salvatore Conte, religioso y todo él lleno de rituales, y enamorado de una transexual, y el Príncipe, tan estiloso, desaparezcan sin que sus voces sobresalgan del gris de todas la voces.

Pero, en cualquier caso, la segunda temporada de Gomorra es más madura que la primera, menos urgida por la trama y más capaz de representar un fresco vivo de la mafia y, a fin de cuentas, más fiel a la intención que siempre tuvo Roberto Saviano: enseñar el mundo a través de los ojos de la Camorra sin que ninguno de los personajes pudiera despertar empatía.

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