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Burning Man: esa cosa que arde en el desierto

Esta mezcla entre festival de arte y música y experimento sociológico cumple 30 años en Nevada

El Pulpo Mecánico, una de las esculturas móviles más populares de Burning Man.
El Pulpo Mecánico, una de las esculturas móviles más populares de Burning Man.IVÁN ARÁNEGA
Raquel Seco

En Burning Man hay templos, gramófonos y ovejas gigantes. Hay faros, cabinas telefónicas, jabalíes de acero y pirámides de madera. Hay mucha, mucha gente desnuda. Hay jaulas. Hay platillos volantes. Hay un Boeing 747.

En realidad, es más fácil hablar de lo que no hay aquí, una semana al año —la última edición terminó hace unos días—, en un desierto de Nevada (EE UU). Primero, no hay dinero. Te las arreglas para tener sitio donde dormir, comida y agua, y con dólares solo puedes comprar hielo y café. En esta era de macrofestivales plagados de logos, no existen patrocinios privados ni públicos, así que las fiestas y las centenares de esculturas se autofinancian o tienen becas de la organización. Tampoco hay espectadores. Todo el mundo, dice el decálogo que es la biblia de Burning Man, debe participar de alguna forma. Los organizadores suelen repetir un mantra: “Al difuminar la línea que separa a la audiencia del artista, todo el mundo se vuelve una superestrella”.

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Como ésta, abundan las definiciones solemnes de Burning Man (que quiere decir, literalmente, “el hombre que arde”). John Hurley, que, dependiendo del día, se pasea por la arena de tacones altísimos, peluca y guantes de estrella de cine; o con pantalones y arnés de cuero; o con un oso de peluche gigantesco atado a la espalda, lo llama "un sitio de polos opuestos: oscuridad y luz, caos y orden, alegría y dolor”. De sus 34, lleva cinco años viniendo, y su campamento BAAAHS tiene una carroza con DJs en forma de oveja gigante. “Aquí me pierdo y me encuentro”, dice.

Sarah Haynes organiza su propio campamento de amigos, Plan B, en el que, a todas horas, algún desconocido de cansa de pedalear y se aposenta a la sombra para comer pepinillos en vinagre (comida básica en medio del calor que a veces ronda los 40 grados) y hablar con quien ande disponible sobre viajes en helicóptero, psicología de gatos, relaciones disfuncionales o sectas religiosas. Sarah, burner desde los 90, llama a Burning Man "el mayor patio de juegos para adultos del mundo”.

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Bernardette tiene 45 años, lleva un vestido de tiras plateadas, una flor gigante en la cabeza y un cetro en las manos. Es una de las pocas mujeres en Comfort & Joy, un campamento casi totalmente de hombres gays. "Burning Man te desafía a sobrevivir y a divertirte”, dice, “y crea una comunidad”.

Uno creería que, en lugar de un festival, hablan de una secta. Nadie sabe muy bien definir de qué se trata todo esto. Al fin y al cabo, una broma frecuente entre los burners es llamarle, simplemente, “That Thing in the Desert” (“Esa cosa en el desierto”).

Bernardette y Kat en el campamento Comfort & Joy, centrado en la comunidad LGBTI.
Bernardette y Kat en el campamento Comfort & Joy, centrado en la comunidad LGBTI.IVÁN ARÁNEGA

[Vea aquí más fotos de Burning Man].

De fiesta de amigos a macrofestival

Burning Man ha crecido sin parar desde 1986, cuando Larry Harvey y Jerry James quemaron una figura de madera en una playa de San Francisco. Lo que parecía una reunión de amigos hippies creció, fue construyendo cada vez más esculturas (y prendiéndoles fuego después) y se convirtió, en cinco años, en una fiesta con un millar de personas. Entonces se mudó al desierto.

En 1996, cuando Sarah Haynes vino por primera vez, no había entradas ni calles señalizadas. “Nos dijeron, simplemente, que llevásemos una brújula y que buscásemos a un tipo que estaría de pie en la carretera. Al encontrarlo nos dio instrucciones como ‘Avanzad un kilómetro y haced un giro de 35 grados a la derecha, luego seis kilómetros y girad un 90% a la izquierda…’ Era como la caza del tesoro”, recuerda Haynes, “y no teníamos ni idea de lo que nos encontraríamos”. Lo que se encontró fue un desierto lleno de artistas, anarquistas, nudistas y excéntricos; un esfuerzo colectivo sobrehumano para montar una ciudad efímera, un montón de gente que sudaba y se gastaba los ahorros en hacer arte en un sitio remoto de Estados Unidos. La dejó tan fascinada que lleva 22 años volviendo.

'The Cowboy', un asiduo de Burning Man, posa en la edición de 2016.
'The Cowboy', un asiduo de Burning Man, posa en la edición de 2016.IVÁN ARÁNEGA

Hoy Burning Man ronda los 70.000 participantes. Las entradas (entre 390 y 1.200 dólares) se agotan en segundos, y en la reventa ilegal el precio se puede multiplicar. Acuden cada vez a más famosos, como la empresaria Paris Hilton, la supermodelo Cara Delenvigne y la cantante Katy Perry, que este año plagaron las redes sociales de fotos embadurnadas de arena. Los ejecutivos de Silicon Valley, la meca de la tecnología, son asiduos: el primer doodle (logotipo especial de Google) de la historia, en 1998, fue una especie de cartel de “Fuera de la oficina” porque los fundadores del buscador se habían marchado al desierto.

El furor por Burning Man tiene consecuencias. A pesar de que el decálogo de principios exige “autosuficiencia” e “inclusión radical”, algunos han ido construyendo un festival a medida, separado de todos, donde se saltan las colas de 14 horas por carretera llegando en avión privado, contratan chefs y linpiadores, masajistas, bailarinas y conferenciantes, y duermen en habitaciones con aire acondicionado construidas, obviamente, por otros. Algunos pagan 10.000 dólares por semana, según fuentes de campamentos de lujo. El Cirque Gitane, por ejemplo, ofrece conciertos, un salón de banquetes y yoga para los acampados. Pero también abre cada día al público su salón, da cócteles sin límite y ofrece una de las mejores músicas en directo. "Este es un mundo paralelo”, comentaba alucinado en una de sus fiestas un mochilero israelí, que dormía sofocado y lleno de arena en una tienda de campaña.

Algunos burners llevan años criticando el crecimiento de los grupos exclusivos y su tendencia a crear clases en plena semana de utopía. Este año la tensión alcanzó su punto máximo con White Ocean, un campamento fundado por el hijo de un millonario ruso con un cartel de DJs famosos. El colectivo anunció el viernes pasado en Facebook: “Anoche una banda de hooligans asaltó nuestro campamento, nos robó, cortó nuestros cables eléctricos y destrozó nuestra infraestructura. Fue una confirmación absoluta y definitiva de que algunos creen que no nos merecemos estar en Burning Man”. Los organizadores defienden que cumplen con el decálogo de Burning Man: sus fiestas son democráticas, de acceso libre y, como otros campamentos, dan comida y bebida a muchos participantes de Burning Man que no acampan con ellos, ni les pagan.

John Hurley, de 34 años, frente a un coche en forma de calavera.
John Hurley, de 34 años, frente a un coche en forma de calavera.IVÁN ARÁNEGA

La raza es otro de los temas polémicos. El 80% del público en 2015 se definió como blanco, algo que nadie acaba de explicarse. El año pasado, Larry Harvey, fundador de Burning Man, aventuró: “Creo que a los negros no les gusta acampar tanto como a los blancos”. La organización sigue pidiendo paciencia, pero lo cierto es que, en tres años, la proporción de participantes que no son blancos ha subido solo un 4%.

Vivir sin reloj

Pregúntale a alguien qué hora es en Burning Man. Mirará hacia arriba y probablemente te dirá: “Es de día” o “es de noche”. Hay música (electrónica, casi exclusivamente) 24 horas, y una agenda tan llena de actividades (¿Taller de astronomía? ¿Acroyoga? ¿Masaje tántrico? ¿Lavado de pies? ¿Curso para azotar y dar descargas eléctricas? ¿Concurso de eructos? ¿Decora tu ropa interior? ¿Escucha a tu DJ favorito mientras te bañas en un lavacoches?) que es imposible cumplir. Muchos optan, simplemente, por coger la bicicleta y perderse. Los campamentos están agrupados en un semicírculo gigante, construido alrededor de la figura de un hombre, el que se quema el sábado en la mayor fiesta de la semana. Eso se llama “la ciudad”. Los kilómetros de desierto en los que perderse se llaman, simplemente, “la playa”.

En medio del frenesí hay un oso de peluche echando la siesta, una boda tradicional china, una mujer de 78 años con turbante dorado que miente porque le da rabia reconocer que viene por primera vez, un exmilitar retirado de Afganistán que reparte abrazos de oso, un grupo de viejos hippiesque sirve agua con propiedades milagrosas. O Zach Washington-Young, que en 2012 estuvo en un accidente de autobús donde perdió a dos de sus mejores amigos. Ha viajado desde Liverpool en una silla de ruedas donde ondea una bandera gigante, con sus fotos en blanco y negro. “Les habría gustado estar aquí”, dice.

Los 10 principios de Burning Man

  1. Inclusión. "Todo el mundo puede formar parte de Burning Man. Damos la bienvenida y respetamos al desconocido. No hay requisitos para participar en la comunidad".
  2. Economia del regalo. "Dar un regalo no implica que tenga que haber un intercambio por algo de igual valor", aclara el decálogo del festival.
  3. Desmercantilización. "Queremos crear un entorno sin patrocinios comerciales, transacciones o anuncios".
  4. Autosuficiencia."Burning Man anima al individuo a descubrir, ejercer y depender de sus propios recursos".
  5. Libertad de expresión. 
  6. Esfuerzo común. "Valoramos la cooperación y la colaboración. Queremos crear conexiones, espacios públicos y arte que ayuden a la interacción".
  7. Responsabilidad cívica. Los participantes deben respetar la ley y asumir responsabilidad por sus acciones.
  8. No dejar huella. "Nos comprometemos a no dejar rastro de nuestras actividades. Limpiamos e intentamos dejar los sitios mejor de lo que los encontramos".
  9. Participación. "Todos son bienvenidos a trabajar y a jugar".
  10. Inmediatez.
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Sobre la firma

Raquel Seco
Periodista en EL PAÍS desde 2011, trabaja en la sección sobre derechos humanos y desarrollo sostenible Planeta Futuro. Antes editó en el suplemento IDEAS, coordinó el equipo de redes sociales del diario y la redacción 'online' de Brasil y trabajó en la redacción de México.

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