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Kanye West
Crónica
Texto informativo con interpretación

Nueva York santifica a Kanye West

El rapero hizo ayer su segundo milagro el Madison Square Garden de Nueva York, donde congregó a 18.000 personas

Kanye West es fotografiado mientras camina las calles de Manhattan, Nueva York, en septiembre de este año
Kanye West es fotografiado mientras camina las calles de Manhattan, Nueva York, en septiembre de este año James Devaney
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Kanye West es Dios, o eso piensa él mismo, o quizá esa es simplemente la temática de su Saint Pablo Tour, que ayer por la noche hizo su segundo milagro en el Madison Square Garden de Nueva York.

En su sacralización del hip hop no hay iconografía religiosa irreverente. No va de eso. Es él sin referencias a nadie a más. Él y solo él o, como mucho, él y la atmósfera de adoración que genera, de la que hace uso y abuso para construir un arriesgado recital rupturista y anti-pop que emerge como por camino inescrutable. En él todo, absolutamente todo, es a su imagen y semejanza y descansa sobre un ídolo que flota sobre su público durante una hora y media en una única plataforma cuadrada, sin cambios de vestuario, sin palabras hacia las masas. Son él y su música que están, literalmente, por encima de todo lo demás.

Hay que olvidarse del Kanye público, del que nos ha producido al hartazgo con sus excentricidades, con su entrada en el clan Kardashian y con sus irritantes tuits. Vuelve el artista, el que aparece cual epifanía y ofrece algo que no tiene nada que ver con nada que hayas visto antes.

Hablemos, entonces, de música. Kanye West, con esta gira que celebra el hito artístico que es The Life of Pablo, arranca entre vítores con Father Strech My Hands y no tarda en lanzar su primer misil con Famous, con Rihanna sonando en pregrabado (como todo su desfile de colaboraciones, desde Chance The Rapper hasta Jay-Z). Pero, ¿dónde está él? Se intuye sobre la plataforma y así, entre penumbras y difuminado, se pasará durante la gran parte del concierto. El turbador juego de luces alumbra a su público que quizás es el mayor espectáculo en ese momento: siguen la plataforma de su San Pablo de un lado a otro del Madison Square Garden como si fuera la virgen de La Macarena. Se pelean por estar lo más cerca posible, aunque eso signifique estar debajo y no ver nada. No lo ven, pero lo sienten. Todo se tiñe de rojo ante las luces de Niggas in Paris y, más adelante, cuando suena Runaway, West, tumbado en su nube, extiende la mano para que alguno de los mortales le puedan tocar un dedo, como si fueran Dios y Adán en La Capilla Sixtina.

Kanye, efectivamente, ha creado con esta gira un mundo nuevo dentro del universo del espectáculo: un despliegue de ingenio escénico minimalista que confía tanto en su brillantez que es carta única en hora y media de recital. El espectador desprevenido creerá que el concepto del concierto para las masas ha avanzado de golpe treinta años y eso le hace sentir mayor. Parece que ha despertado en un futuro distópico, donde un señor lanza arengas desde su Kanye-móvil y las masas enloquecen. Pero es difícil pensar que las 18.000 personas allí congregadas puedan estar equivocadas, como inevitable es que se erice la piel cuando recitan cada palabra de oraciones modernas como Freestyle 4 (con ese maravilloso sampler de Humans, de Goldfrapp) o con las concesiones de West al pasado, desde Can’t tell me nothing, de 2007, a Power, de 2010, pasando por la única balada de la noche, Only One, de 2015, dedicada a su hija North West.

Cierto es que la suntuosa producción multicapa y multigénero de su último álbum suena en vivo (al menos en este recinto) más confusa y farragosa que en el disco. También hay que reconocer que, si uno no es fanático total Kanye West, a veces claudica ante la intensidad reiterativa de este hombre que entre lo poco que musita está su frase prefabricada "ha sido un buen año para ser fan de Kanye" y que incluye su propio nombre con alarmante frecuencia en las letras de sus canciones (con I Love Kanye como apoteosis de la egolatría).

Pero, finalmente, no queda otra que rendirse a la evidencia de que lo que se está presenciando pertenece, para bien y para mal, al terreno de lo extraordinario y que está realizado con una seriedad y una precisión impepinables. Así, para cuando cierra el escueto concierto con dos maravillas seguidas como Fade, su último sencillo, y Ultralight Beam (el tema que abre The Life of Pablo), hay que reconocer que a Kanye West pocas veces ese narcisismo tan gigantesco le queda grande a su talento.

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