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ARTE

En busca de la flor azul

El artista Julian Rosefeldt y la actriz Cate Blanchett advierten de cuán irreales serían los manifiestos políticos y artísticos si los defendiéramos hoy tal y como fueron creados

La actriz Cate Blanchett, en el collage audiovisual Manifesto.
La actriz Cate Blanchett, en el collage audiovisual Manifesto.Julian Rosefeldt

La vieja estación de Hamburger Bahn­hof en Berlín, reconvertida hace ahora 20 años en Museo de Arte Contemporáneo, acoge una exposición universal, una “reducción del mundo” habitada por 12 supervivientes de un futuro perdido. Todos tienen en común una perspectiva estilizada y visionaria de la vida, aunque vivan atrapados en su mensurabilidad, en un tiempo vegetativo profundo y sordo, el del ser humano que ha sido expulsado de sus propias ruinas y debe encontrar una vía para comenzar a desear de nuevo, imaginar una nueva utopía. Sus voces disonantes se alzan en esa brecha invisible que separa la cotidianidad de un cuento de hadas pos-social. Veremos a través de una actriz inmensa el modo en que estos personajes viven en su peculiar aislamiento bajo la lógica fantástica del sueño diurno que les empuja a emprender la búsqueda de esa cosa que les falta: la flor azul del socialismo.

La obra da una segunda vida a las utopías primero asociadas a campesinos y trabajadores y después a los artistas

El último trabajo de Julian Rosefeldt (Múnich, 1965) es puro cine expandido, un collage de “situaciones” que dan una inquietante segunda vida a la literatura artística y filosófica de poetas, arquitectos, coreógrafos y cineastas que liberaron su rabia y sus ideales en los manifiestos marxistas, futuristas, dadaístas, situacionistas, pop, constructivistas o deconstructivistas. En Manifesto, el videoartista alemán pone en circulación las formulaciones visionarias de 50 autores a través de 13 pantallas distribuidas aleatoriamente en una gran sala a oscuras. Como salidas de una cápsula del tiempo, aquellas utopías asociadas primero a campesinos y trabajadores y después a artistas avanzan hacia mundos invertidos en entornos virtualmente urbanos donde la naturaleza se muestra casi inexistente.

Cate Blanchett, ese ejemplo de mujer moderna en cascada, es la compañera de viaje de Rosefeldt. La actriz australiana encarna a 12 seres proféticos con sus pequeñas vidas que recitan en términos mágicos, humorísticos, religiosos, grotescos o escatológicos fragmentos de las proclamas antisistema de Marx y Engels, Tzara, Kandinsky, Marinetti, Picabia o Jim Jarmusch. Hacia el final de cada situación, los protagonistas rompen la cuarta pared para interpelar al espectador con un coro que se repite en las 12 historias y un epílogo, invitándole a pensar esa utopía de un modo diferente. La forja de ese algo que parece unificado es el propio acto ideológico de la obra.

Cate Blanchett es un motor fuera borda. Su vasto fondo interpretativo le permite dar vida a una joven punk llena de beligerancia sexual que cita a Vicente Huidobro y a Naum Gabo o a una enfática coreógrafa rusa que invoca a Yvonne Rainer y a George Maciunas mientras se mueve por el escenario como una escultura que Picasso hubiera cortado a pedazos. Por no hablar de la grimosa ama de casa sureña que el Día de Acción de Gracias reza junto a su marido y sus tres hijos (en realidad, la familia Upton-Blanchett) extravagantes oraciones pop. Una presentadora de televisión muy decorativa lee los textos de Sturtevant y Sol LeWitt como si fueran noticias de última hora mientras su alter ego, Cate, una reportera que aguanta el chaparrón bajo un decorado artificial, anuncia las previsiones climatológicas con una franqueza casi ingenua: “El arte conceptual es bueno siempre y cuando la idea sea buena”. Blanchett es también una artesana de marionetas que planta cara a la ironía estéril de la realidad, una viuda que hace crepitar de energía dada los huesos de su difunto en pleno funeral y una maestra de escuela que dicta convincentemente a sus pupilos las enseñanzas de Brakhage, Herzog y Lars von Trier: “Nada es original. No importa de dónde sacas las cosas, sino dónde las pones”.

Fotograma de Manifesto.
Fotograma de Manifesto.©JulianRosefeldt

En Manifesto, las ciudades no son las de Baudelaire, sino grandes aldeas despobladas con su tejido urbano enfermo. En estas distopías, la trabajadora de una planta de reciclaje manipula el brazo de la grúa absorta en las ideas de Robert Venturi y Bruno Taut; una científica descubre el sistema de construcción suprematista en un edificio de pruebas de insonorización; y un homeless esputa a un cielo estigio proclamas antielitistas de los círculos radicales del John Reed Clubs de Nueva York que, 80 años después, suenan a gloria.

Incluso si aquellos dictados libertarios, abiertamente masculinos, se ven hoy como algo parecido al grado cero de la revolución, sigue abierta la cuestión de cómo abrir nuevas líneas de fuga, una necesidad filtrada por una voz femenina que concede a cada historia su propia retórica, ritmo y grado sinestésico. Rosefeldt subvierte su propia condición de autor para ceder el protagonismo al “autor ético” en todas sus formas posibles. ¿Quién es el verdadero revolucionario hoy? Las palabras del arquitecto norteamericano Lebbeus Woods resuenan en este carnaval bajtiniano a modo de epílogo: “Mañana comenzamos todos juntos la construcción de la nueva ciudad”. Y aunque la naturaleza humana sea limitada e ingrata, ese “autor ético” nos dice que el entusiasmo utópico sigue siendo una fuerza poderosa y objetiva capaz de alcanzar logros colectivos o cambios individuales. Pero nos advierte de cuán irreales serían esos manifiestos si los defendiéramos hoy en la forma en que originalmente fueron citados.

Manifesto. 130 minutos. Julian Rosenfeldt. Hamburger Bahnhof. Berlín. Coproducción Nationalgalerie Staatliche Museen zu Berlin y la Australian Centre for the Moving Image de Melbourne. Hasta el 18 de septiembre.

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