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TUMBAS DE VERANO

El sepulcro de Aristóteles da que pensar

El hallazgo de la supuesta última morada del filósofo despierta grandes ilusiones en el pueblecito griego de Olympiada

Fernando Vicente
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El destino o los dioses quisieron que en la carretera de Stavrós a Olympiada, justo en el desvío de entrada al pueblecito junto al que se alzan las ruinas de la vieja Estagira, me encontrara un tejón muerto. El bicho estaba recién atropellado y sopesé si aún podría hacer algo por él. Pero al arrastrarlo por una pata fuera del asfalto me di cuenta de que estaba más allá de toda ayuda, incluso filosófica. Me pareció una casualidad sorprendente y un presagio de buena suerte, no para el tejón, claro. Por la ruta desde Tesalónica, muy poco transitada, iba leyendo a saltos, precisamente, la Historia de los animales, de Aristóteles, que me parece más amena que la Metafísica, sobre todo si conduces, y había dado con el controvertido pasaje acerca del tejón. Controvertido porque hay quien sostiene que el estagirita (nació en la antigua Estagira y sin duda es su ciudadano más conocido) sabría mucho de animales pero ignoraba el tejón. Cómo puede eso ser así estando Grecia llena de tejones y siendo tan curioso Aristóteles como para fijarse hasta en las sepias es algo que no entiendo –como tantas cosas relacionadas con el sabio-, pero ahí está la discusión. Pues bien, el párrafo que les decía es uno en el que el filósofo y primer naturalista compara las partes pudendas de la hiena (complejas, como es sabido) y el trochus, al que algunos (Joshua Katz, Aristotle’s badger) identifican con el tejón. Aristóteles disiente de Herodoro el Heracleota que por lo visto –yo no lo he leído- sostenía que ambos animales disponían de dos juegos de órganos sexuales y que el dicho trochus se podía fecundar a sí mismo, lo que parece un difícil ejercicio de contorsionismo incluso en un tejón atropellado. Fiado en su empirismo (¡) y con la autoridad que le daba ser Aristóteles, nuestro hombre aclaró para la posteridad que el trochus/ tejón (?) solo tiene un pudendum por individiuo, añadiendo a continuación una frase digna de Monty Python: “Pero suficiente ha sido dicho ya de esto”.

Así que volvamos a la carretera, y conduzcamos hasta Olympiada (650 habitantes, el nombre del lugar se atribuye a una supuesta estancia de la madre de Alejandro) en esta jornada veraniega en busca de la tumba de Aristóteles. Me parecía arduo ir en pleno estío en pos del sepulcro de un filósofo griego de hace 2.400 años que además a mí (y a buena parte de la tradición de pensamiento occidental, como Bertrand Russell) no me cae especialmente simpático, aunque vaya por delante mi respeto por alguien capaz de escribir de lógica, política, matemáticas, cosmología, óptica, música, los sueños, el pene del elefante, la amistad, el amor y hacer crónica deportiva, cartearse con Alejandro Magno, conjeturar la existencia de la Antártida, diseccionar un pulpo y corregir a Herodoto –no quiero imaginar en qué ejercicio empírico- en lo de que los etíopes eyaculan esperma negro. En cambio creía que la tierra es el centro del universo, que los hombres tienen más dientes que las mujeres, que el sol hace los ojos azules, que existen las mantícoras (quimeras con cabeza humana) y que la perdiz es lujuriosa, mientras que la corneja está inclinada naturalmente a la castidad.

En fin, yo no sabré juzgar las complejidades de las relaciones entre Platón y Aristóteles (buenas o malas según quién opine) o valorar en toda su magnitud la aportación de ese “imperioso organizador de la realidad y de la ciencia”, como lo saluda Werner Jaeger en su clásica biografía (Aristóteles, FCE, 2013), y sin embargo les aseguro que el hombre supo nacer (y quizá ser enterrado) en un buen sitio.

Ubicada en la costa norte de la Calcídica, esa península con ubres en el este de Macedonia, la vieja Estagira (no confundir con la moderna) se alza en un lugar de ensueño, incluida una playa solitaria al pie del yacimiento arqueológico con unas aguas cristalinas en las que me zambullí con el placer –y la indumentaria: no llevas bañador a unas ruinas- de Odiseo arribando a las arenas de los feacios. Ahí me den todas las tumbas, me dije feliz, y que viva la Ética Nicomaquea.

En Estagira nació en 384 antes de Cristo Aristóteles, allí pasó largas temporadas (tenía casa, heredada de su padre) y allí, tras su muerte en Calcis (Eubea) a los 62 años de una enfermedad del estómago (o sobredosis de acónito), fueron trasladadas sus cenizas, según algunas fuentes. En la vieja ciudad, que se despliega en una colina doble en una pequeña península llamada Liotopi (Lugar de los Olivos) que domina el pequeño puerto de pescadores de Olympiada, el veterano arqueólogo Kostas Sismanidis –el Schliemann de Estagira- está convencido de haber hallado la largamente buscada tumba del filósofo. Así lo anunció el pasado mayo, aprovechando el 2.400 aniversario, a la comunidad científica, que, desgraciadamente, no ha quedado muy convencida.

Con el tiempo justo de saludar al busto de Aristóteles que se alza en la plaza del pueblo, tomar habitación en uno de los dos únicos hoteles, el Germany, y lavarme las manos (el tejón sangraba mucho), salí disparado a pie para las ruinas, a apenas 500 metros, lleno de renovado entusiasmo periodístico y haciendo oídos sordos a los cantos de sirena de la taberna del capitán Manolis. Al cabo de dos horas, vagaba perdido por el montañoso yacimiento entre piedras incandescentes y olivos, al borde de la insolación, ensordecido por las cigarras, muerto de sed y sin haber dado con la supuesta tumba. Los restos de la antigua Estagira, un gran parque arqueológico con entrada libre, sin vigilancia, pobremente señalizado y en el que solo ocasionalmente te cruzas con algún otro visitante igualmente despistado, son muy extensos e incluyen numerosas ruinas datadas desde la fundación de la ciudad en el 655 a. C. hasta época bizantina. Destacan la acrópolis, con una vista sensacional del golfo Estrimónico y el mar Tracio –en línea recta podrías acabar en Troya-, las casas helenísticas, las poderosas murallas, el ágora con la arcada clásica (stoa) o los santuarios arcaicos -¡qué hermoso el mar azul contemplado desde el templo de Demeter!-.

Tras muchas vueltas (pertinentemente peripatético) y gracias a la indicación de un viejo pescador que apareció subiendo de la playa como un dios disfrazado, encontré al fin la estructura que Sismanidis cree que es la tumba de Aristóteles. No hay ninguna señal ni cartel que la identifique como tal y apenas un cordel disuasorio. Las ruinas, aunque imponentes, son muy confusas, entre otras cosas porque en medio de lo que sería el monumento funerario hay incrustada una torre bizantina. El arqueólogo griego señala que la poderosa estructura en forma de herradura que puede verse corresponde a un importante edificio de inicios de la era helenística, construido con materiales nobles, y dotado de un suelo de mármol, el espacio para un altar y una entrada pavimentada (todo lo cual es visible). En ese edificio, que se alza en un lugar dominante, con preciosas vistas panorámicas, habrían depositado los estagiritas las cenizas de Aristóteles en un lárnax (pequeña urna al efecto)- y allí rendirían culto público al ilustre conciudadano, al que debían la reconstrucción de su ciudad por Alejandro Magno tras haberla devastado Filipo en la guerra de la Calcídica. En la excavación, iniciada en 1996, de ese supuesto Aristoteleion, han aparecido 50 monedas de la época del joven conquistador del mundo y restos de tejas de la fábrica real.

Aunque la hipótesis de Sismanidis –que tiene mucha lógica- no está confirmada por ninguna inscripción y por tanto no puede darse en absoluto por segura, el lugar transpira grandeza y es imposible escapar a la sugestión de que te encuentras en el último lugar de descanso de uno de los hombres más importantes de la antigüedad. Sobre todo si abres al azar su Poética y lees algunos párrafos entre las polvorientas piedras, para sorpresa de los papamoscas. “Debe preferirse lo posible pero verosímil a lo posible pero no convincente”.

Aristóteles, al que se ha retratado como flaco, zanquilargo, ceceante, de ojos pequeños y algo presumido (Diógenes Laercio), marchó de su ciudad a Atenas para estudiar con Platón en la célebre Academia. Luego asesoró al formidable eunuco amante de la filosofía (incluso mientras lo crucificaban los persas) Hermias, el tirano de Atarneo, que le dio a su hija (adoptiva) Pitias por mujer. En el 343 a. C. Filipo II de Macedonia –en cuya corte había servido como médico el propio padre de Aristóteles-, lo reclamó para educar a su hijo Alejandro: el gran encuentro entre la razón y la pasión. Cuánto influyó el preceptor en el pupilo es discutible. Se atribuye a Aristóteles haberle regalado al príncipe macedonio un ejemplar anotado de la Ilíada que Alejandro –que hizo de Aquiles su modelo- siempre conservó. Un regalo peligroso para un chico vehemente. El conquistador habría ido enviando especímenes de fauna y flora a su maestro durante su campaña en Asia, lo que indica un cariño. Parece haber habido sin embargo un desafecto o al menos un desacuerdo entre ambos. Aristóteles no vería con buenos ojos, como tantos griegos, las revolucionarias ideas de mestizaje cultural y político de Alejandro. Y una tradición quiere que el filósofo estuviera involucrado en las conspiraciones contra el rey e incluso su muerte. Habladurías, seguramente; aunque es cierto que Alejandro hizo matar al sobrino de Aristóteles, Calístenes, un bocazas, confinándolo en una jaula y luego echándoselo a un león.

En todo caso, tras la desaparición de Alejandro, el filósofo se marchó de Atenas, donde había fundado su propia escuela, el Liceo, y era mal visto como promacedónico (Aristóteles no iba a dejarles a los atenienses que, tras lo de Sócrates, cometieran “un segundo pecado contra la filosofía”). Refugiado en Calcis murió no sin antes haber redactado un conmovedor testamento que empieza con las famosas palabras: “Todo irá bien, más para el caso de que suceda algo”. En el documento recuerda constantemente su patria, Estagira, en la que encarga consagrar sendas estatuas de Zeus y Atenea la Sabia, y pide que, “vayan donde vayan”, no se separen sus restos de los de su mujer Pitia, muerta muchos años antes (Aristóteles se volvió a casar, con Herpilis, de Estagira, de la que tuvo a su hijo Nicómaco). Así que es posible que en su tumba estén las cenizas de ambos. Quién sabe.

Las tumbas griegas tienen una larga tradición de controversia. Se discute la identidad del principal enterrado en la espectacular y vecina –a media hora de coche de Olympìada- de Anfípolis, en el túmulo de Kasta: el año pasado la arqueóloga Katerina Peristeri lanzó sin evidencias claras la noticia de que era la de Hefestión, compañero y amante de Alejandro (la tumba se ha atribuido también a Roxana, la esposa de Alejandro, a su madre Olimpia y al propio Alejandro). Es objeto de debate incluso el que sea realmente Filipo II el ocupante de la tumba 2 de Vergina –tampoco muy lejos-, que descubrió y le adjudicó en 1977 el gran Manolis Andronicos. La tumba del más famoso griego, Alejandro, sigue sin descubrirse: las fuentes la sitúan sin duda alguna en Alejandría, donde se la continúa buscando, pero hay quienes han sostenido que podría estar en Anfipolis, en Vergina o incluso en el oasis de Siwa.

El turismo y los misterios del enterramiento

"Los griegos somos 11 millones de arqueólogos", bromea campechano tomando un vino y llamándome "Zakynthos" con camaradería Dimitris Sarris, propietario del hotel Germany y personaje fundamental en la vida cultural de Olympiada, además de buen amigo y defensor de Sismanidis. Sarris, como la mayoría de sus convecinos, considera la tumba de Aristóteles –de cuya identificación no tiene la más mínima duda- una extraordinaria oportunidad para impulsar turísticamente la localidad y la zona- El hallazgo llega tras el anuncio (este mismo año) de que se suspende el despliegue de la discutida mina de Skouries. Pero las cosas, admite, no marchan bien. "Costas está decepcionado, triste, su anuncio no ha provocado la reacción que esperaba, incluso busca fondos para publicar su libro". Considera Sarris que hay una "conspiración de silencio" para rebajar la importancia del descubrimiento. "Grecia es una vaca", dice inclinándose sobre la mesa, "muge en el norte pero las ubres están en el sur: el dinero está en Atenas". Aristóteles, recalca entusiasmado como un Zorba macedonio, es un gran activo para un turismo de calidad. Tener su tumba incrementa la atracción de Olympiada. Le apunto, acabando mi cena que es mucho más que los higos de Diógenes, que de momento no parece que estén sacando mucha tajada: en el yacimiento no hay mención ni indicaciones de la tumba. Mueve la cabeza. "No hay proyecto al respecto aún. Tenemos la idea de hacer un Aristotle Park, y este año abrimos una Ruta Aristóteles, de unos 90 kilómetros. Habrá que adquirir una entrada para entrar en el yacimiento. Hacen falta guías, limpiar la zona". Sarris cree que además todavía hay mucho que investigar en la tumba. Y una cripta escondida. Acerca la cabeza, mira alrededor y baja la voz. "Hay un bonito secreto ahí". Está convencido, como mucha gente en Olympiada, de que el sepulcro, depósito de maravillas, contiene misteriosos mecanismos y arrojará grandes sorpresas. Quién sabe si (puestos a soñar) incluso el segundo tomo de la Poética sobre la comedia. San Kyriaki, patrón de la localidad, y san Umberto Eco, lo quieran.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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