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Abecedario de la libertad

De Almodóvar a María Zambrano y Woody Allen, un repaso personal a los nombres de estos 40 años sin Franco

Juan Cruz

Pedro Almodóvar

Despuntaba la Transición y estábamos en casa de los Fajardo (el pintor, José Luis, su mujer, Piluca Navarro). Por allí había un muchacho sumamente inquieto, y listo, que jugaba con todo y del que los que lo conocían decían que iba a ser quien luego sería. Me impresionó de él la vitalidad, el cuidado con el que hacía las cosas, su risa de muchacho introvertido que no se atrevía a decir todo lo que llevaba dentro; era un torbellino. Recuerdo que jugaba con los niños que había en la casa, y que no se sentaba nunca en un sitio, sino que iba de un lugar al otro de aquel salón blanco del piso; comía espagueti sobre sus rodillas, y de vez en cuando hacía preguntas como si estuviera debajo de ese piso de los Fajardo donde estaban aún reunidos los padres de la Transición, en el despacho de Gregorio Peces Barba. Por así decirlo, ese rectángulo urbano en el que coexistían la Justicia, el bar Oliver, el Gades, el Gijón, la Castellana en la que Javier Marías hacía volantines ante Benet y Hortelano, significaba la capital de la noche de Madrid que se abría a una España distinta. Por allí estaban también el Bocaccio, donde Fernando Savater y Paco Rabal coincidían en distintas maneras de la carcajada, la panadería en la que atenuábamos la resaca, los adoquines que recordaban el paso siniestro de los guardias o el mucho más risueño paso de las putas y de los serenos… Un día me contó en París el cineasta Adolfo Arrieta (luego Udolfo), que vivía en los contornos, que fue en la plaza de las Salesas donde se ligó al primer policía nacional de su colección de ligues masculinos. A mi me sorprendió esa confesión, porque en España ser gay era una condena, y eso lo estaba diciendo en pleno franquismo, delante del poeta José-Miguel Ullán, prófugo de la justicia militar, en un ambiente en el que ser gay y libre, por ejemplo, sólo estaba permitido en los sueños de un país que no existía. Con el cineasta y con el poeta estaba Montxo Goicoechea, periodista vasco de la ORTF, que me acompañó en una juerga nocturna por los adoquines de Montmartre, hasta que nos topamos con Costa Gavras y una troupe en la que destacaba Jacques Perrin. Estaban rodando Estado de sitio, que podía haber sido hecha sobre España pues evocaba lo peor de las dictaduras. Cuando Almodóvar jugaba en la sala de estar de los Fajardo ya en España se podía contar lo que dijo Udolfo sobre su coito con el policía nacional de las Salesas y se podía ir por las calles sin que sonara detrás de ti un paso firme y tú no tuvieras miedo de que fuera ese policía u otro cualquiera de los grises que acababan de aclarar el color de su uniforme. Luego explotaría el genio de Almodóvar, pero su A debe abrir cualquier recuerdo de lo bueno que tuvo lo que nació por entonces, un país distinto.

Jorge Luis Borges

Por aquel entonces casi todas las cosas volvían a tener importancia. Por ejemplo, Borges. Antes de que España empezara a ser un país normal, los rumores de que Borges era reaccionario eran más importantes que la literatura de Borges. Cuando ya ese sarampión se había atenuado y este país fue capaz de rescatar a los escritores por lo que eran y no por lo que se decía que habían dicho, vino a Madrid Jorge Luis Borges. Por razones que son más de la casualidad que de la sustancia de las cosas, Javier Pradera me localizó un viernes por la noche (en casa de los Fajardo, por cierto) y me contó que venía Borges, que si yo lo podía acompañar por Madrid porque el gran ciego que escribió El Aleph estaría dos días solo en la ciudad. Lo llevamos, mi mujer, mi hija, mi amigo Fernando Delgado, a cenar al Bodegón de Plácido Arango, o a un restaurante similar, donde se juntaban los políticos de entonces con los banqueros y con los escritores; ahí me mandó Pradera, que era entonces el jefe de casi todo. En EL PAÍS era el que escribía los editoriales; tachaba minuciosamente unas ideas e incorporaba otras, con un rotulador azul oscuro. Le enseñaba a Juan Luis Cebrián el resultado, desde el quicio de la puerta del despacho del director, y si éste asentía con la cabeza, aquellos papeles manchados por Pradera iban directamente a las linotipias. Como Pradera mandaba tanto, y con tanto sentido común, sólo hacía falta que dijera una palabra, o tres (“Vete con Borges”), para que yo hiciera inmediatamente lo que pedía. Esa excursión con Borges me da pretexto para contar qué comía y qué cantaba el gran autor (comía Vichyssoise, que le tenía que dar con la cuchara; cantaba canciones islandesas) y también para atraer a este diccionario al gran Pradera. Era el editor de Borges y fue el arquitecto, con Jaime Salinas y con José Ortega Spottorno, de la gran editorial de antes de la Transición y de la Transición: Alianza Editorial, que publicaba a Borges, naturalmente. Sin esos libros de bolsillo que marcaron una época inolvidable de nuestras vidas, el franquismo hubiera sido aún más pesado y seguramente hubiéramos sido (los periodistas y cualquiera) mucho menos cultos. Fue un equipaje moral y literario fundamental, como lo fue el propio Pradera: comunista, hijo de conservadores afectos al régimen, representaba para nosotros la vida ejemplar de un antifranquista. Y aunque ya había muerto Franco y la herencia del dictador estaba moribunda, la autoridad de Pradera era, entre nosotros, indiscutida. Así que, ¿cómo le iba a decir que no iba a acompañar a Borges en aquel periplo raro por una ciudad que él no veía pero en la que cantaba feliz por las calles? A Pradera le debo ese rato; y este país le debe una inteligencia que, en gran medida, depositó en aquellos papeles que le enseñaba a Cebrián desde el quicio de la puerta del director de EL PAÍS.

Camilo José Cela

Cien años de Cela en 2016. Cuarenta años sin Franco en 2015. Es una mera coincidencia, pero dentro de esas cifras y de esos nombres hay mucho más que el origen de ambos, Galicia. Uno de los grandes libros de Cela es San Camilo 1936, que alude al peor momento de España, cuando comenzó la guerra acuciada por el general Franco. Esa guerra dio de sí mucho dolor y una diáspora de la inteligencia española. Tuvieron que pasar cuarenta años después de esa ruptura cruel de España, que don Camilo describió en su origen, para que en España volviera a amanecer de otro modo. Yo recuerdo el día en que murió Franco: estaba en Tenerife y grité “¡Ya!” cuando escuché la voz quejumbrosa del entonces ministro de Información, Herrera Esteban. Era obvio que aquel cuerpo no resistía más, y la vela emprendida para retrasar su último suspiro era tan solo una crueldad más de las que le reservaba el destino a aquel hombre maltrecho que tanto mal dejaba detrás. Quizá la falta de paz que le acompañó en los últimos instantes era una respuesta que le daba la Historia a su alma de militar despiadado. Pero, en fin. En esos cuarenta años si hubo una escritura que representara mejor el viaje literario de España, desde Cervantes a Valle y desde Valle en adelante, era Cela. El gallego que resistía para ganar finalmente tuvo el Nobel, cuando ya la Transición era veterana, pero le salió respondona la hemeroteca, y El Alcázar o algún diario felón de aquel entonces (1989) recordó que en la flor de la dictadura se había ofrecido a Franco para ser censor de los libros que iban a ser autorizados (o no). Por ese detalle (importante, sin duda) abrió de oficio una investigación la Academia Sueca, que no tenía por qué conducir a la negación de tan alta distinción literaria. Pero eso removió las aguas de entonces, hasta que llegaron a EL PAÍS: la embajada sueca nos convocó para dar nuestra versión de los hechos. El director, Juan Luis Cebrián, que había publicado a Cela como articulista en EL PAÍS, del que fue accionista don Camilo, me mandó a decir que el trabajo del Nobel durante la Transición (como senador real) y sobre todo su relación de apoyo a los exiliados españoles, que tuvieron en él y en su revista, Papeles de Son Armadans, un cómplice necesario para juntar la España de la diáspora con la que siguió aquí, borraban por completo cualquier asomo de sospecha acerca de la actitud del autor de San Camilo 1936. Cela quedaba, por esta parte, completamente exonerado. La Transición había empezado con el Nobel a Vicente Aleixandre (en 1976) y terminaba, en cierto modo, con el Nobel que le daban a Cela en 1989. No se puede decir que acabara la Transición, ni mucho menos, porque ese fue el principio de una nueva era, cuando la democracia española sufrió el terremoto de la crispación y los más conspicuos crispadores tomaron al Nobel como estandarte. Deslucieron el Nobel de Cela de tal manera que lo que parecía una fiesta se terminó sintiendo como una reyerta. Las lesiones aún están en el difícil pabellón de reposo que es este país.

Miguel Delibes

Como recuerda Mercedes Cabrera en su reciente libro Jesús de Polanco. Capitán de empresas (Galaxia Gutenberg), José Ortega Spottorno, que tuvo la idea de EL PAÍS, le ofreció la dirección de este periódico a Miguel Delibes, el autor de Las ratas, director a mediados de los 70 de El Norte de Castilla, su periódico. Ni muerto iría a Madrid: en la capital del Reino sólo había salvajes que le pedían autógrafos para sus perros. Él había escrito extraordinarias novelas y vivía, hasta que murió su mujer, una extraordinaria vida familiar, en Valladolid, en sus parques, en la vecindad de Sedano, donde tenía una casa maravillosa en la que reía incluso cuando ya la vida lo había puesto triste. Un gran hombre. Le dijo No a Ortega también porque el periodismo es una tarea cansada en la que los seres son de carne y hueso, y hay que lidiar con ellos como con toros bravos. Allí estaba mejor. Estaba bien equipado para la Transición que se avecinaba, vio de cerca las primaveras que Europa había conocido en torno a 1968 y era un hombre demócrata, escuchaba muy bien y no se dejaba convencer fácilmente por nadie. En su lugar la empresa eligió finalmente a Juan Luis Cebrián. Y ya se sabe con qué pulso lo puso en marcha, en medio de trifulcas sin cuento que él y Polanco arrostraron con la capacidad de decisión empresarial y periodística que la propia Mercedes destaca en su libro. Recuerdo a Cebrián aquel 23 F en el que terminó (virtualmente) el franquismo; había tenido una reunión con Ortega, Polanco y otros, y bajó de inmediato a la Redacción: “¡No hagan corros!”, exclamó. “Todo el mundo a sus puestos. Esto es un golpe de Estado. Vamos a sacar el periódico”. El resto es la historia que está en la memoria de muchos. Aquel titular, El País con la Constitución, es el resumen más perfecto de ese día y de ese momento de la historia de España. Fue EL PAÍS el que marcó ese momento y fue Cebrián el que pilotó ese diario que él mismo dirigía desde el 4 de mayo de 1976, hará cuarenta años ahora.

Euskadi

Lo que más sorprendió a los que estábamos seguros de que sólo la violencia (la militar franquista y residual) podía hacer regresar a España a los cuarteles de donde veníamos fue que ETA siguiera ensombreciendo con sus asesinatos el paso democrático hacia la libertad de un país cansado de la dictadura. Pero ETA siguió matando, como un cadáver que no conocía reposo en su ansiedad vengativa. El primer número de EL PAÍS ya iba con la crónica de un asesinato perpetrado por la banda terrorista. Hubo disensiones en ETA y poco a poco se fue quedando (hasta su disolución más o menos efectiva) en la miserable nada de la que no debió salir nunca. Pero en el posfranquismo siguió matando, ya saben. La revista Triunfo trajo por aquellos primeros meses de la naciente democracia una pancarta que el inolvidable Luis Carandell introdujo en su famosísimo Celtiberia Show. Era un grafitti que algún lector suyo le envió desde Málaga, que condensaba perfectamente la perplejidad con la que entonces se asistió a la pervivencia de ETA en tiempos de la Transición: “Vascos, qué raroz zoiz”. Ese epigrama andaluz tan escueto introducía ahí, en la extrañeza, a los vascos: era injusto, pues vascos hubo, y muchos, que lucharon contra la banda y además sufrieron lo que hizo la banda. Lo que quiero decir es que Euskadi fue, sin duda, la que peor lo pasó con ETA, y todos lo pasamos mal con ETA. Y ETA no era rara: era ruin.

Franco

Ese hombre.

Felipe González, Alfonso Guerra

Felipe González era Isidoro cuando fue a Tenerife, a ver a algunos socialistas que vivieron la represión durante la guerra civil. Domingo Pérez Minik, José Arozena… Eran intelectuales a los que acompañaron al aeropuerto de Los Rodeos jóvenes socialistas canarios que querían tocar y escuchar al líder que se significaba ya como la esperanza de un renacer de sus ideas y de su país. Era un muchacho informal y hablador que los encandiló a todos, también a los periodistas que acudimos allí. Cuando dimitió Adolfo Suárez él venía de París, y el periódico me mandó a cubrir esa llegada, al aeropuerto de Barajas. Fui con mi compañero Joaquín Prieto. Le estaba esperando mucha gente; se suponía que él era el líder de la oposición que le disputaría a Unión de Centro Democrático la tarea de proseguir la modernización de este país enfermo de esclerosis franquista todavía. Este periodista le preguntaba a González por sus impresiones, nada más bajar del avión, como si Felipe fuera a revelar el futuro o como si el futuro viajara con él en la maleta y fuera urgente dibujarlo. Yo venía de Inglaterra, donde había visto que los periodistas preguntaban así, y así pregunté, torrencialmente. Un hombre joven, de barba muy poblada, de gafas de montura negra, y de ojos grandes como piedras basálticas, se acercó a Joaquín Prieto y le dijo no sé qué. Luego me explicó Joaquín el no sé qué: le preguntó quién era ese muchacho que preguntaba tanto. Quien interrogaba así a mi compañero era Alfonso Guerra. Detrás tenía una formación teatral y socialista, y a lo largo de su carrera como político hizo uso, me parece, de ambas facultades. Felipe y Alfonso fueron una pareja cuya conjunción falló sólo al final y por cuestiones de las que ninguno quiso hablar después; fue una lástima que esa unión se rompiera así porque simbolizaban una manera de ser de una España que fue capaz de modernizarse en medio de la incredulidad propia y ajena. Un día me dijo Carmen Romero, ahora exmujer de Felipe, cuando aún vivía con él, que a ella le daba tanta pena como a otros, y que deseaba que algún día esos dos fueran amigos otra vez. Ahora da melancolía recordar esto, pero en aquel entonces (y después, seamos justos) esa pareja Felipe-Alfonso fue decisiva para explicarse el esplendor de España tras el franquismo.

Eduardo Haro Tecglen

Dice Manuel Vicent que Haro fue, tras la guerra civil, como esos japoneses que seguían disparando después de que acabara la guerra mundial. Con José Ángel Ezcurra, él fue el arquitecto de una revista, Triunfo, sin la cual no se puede explicar la lucha antifranquista de los últimos años del dictador. En esa revista estaban Víctor Márquez Reviriego, César Alonso de los Ríos, Diego Galán, Juan Cueto, Ramón Chao, Fernando Lara, Manuel Vázquez Montalbán, y estaba Haro, claro. Iba con su perro enorme, se sentaba en el cuartito del fondo a la derecha y escribí con distintos gorros: era Juan Aldebrán, Pablo Berbén, era Pozuelo… Todos eran él. Se pensó que la salida de EL PAÍS mató a Triunfo. Sea como fuera, Triunfo desapareció. Recuerdo el mediodía en que se hizo pública la triste noticia (tan triste como la despedida de Cuadernos para el Diálogo, el extraordinario esfuerzo de Pedro Altares por enseñar democracia en tiempos de penumbra): Cebrián le dijo a Augusto Delkáder, su director adjunto, que era tarea de EL PAÍS recuperar a Haro para sus páginas. Fue en seguida editorialista, crítico de teatro… Su columna Visto/Oído, en las páginas de televisión, fue un hito del periodismo de opinión (y sarcasmo, o ironía, y melancolía, o tristeza) en España. Lo convencí para que escribiera un libro, El niño republicano, que lo retrata. Fue injustamente tratado en vida, y después, por envidiosos de los que crecen tanto en las esquinas de este país tremendo. Él fue, en su tristeza y en su melancolía, en su timidez y en su altivez, un niño. Un niño rabiosamente republicano al que la guerra y Franco le amargaron la vida.

Iglesia

Fui amigo de Alberto Iniesta, obispo, y de Ramón Echarren, obispo también. Estuve en el Pozo del Tío Raimundo con el cura Llanos y con Umbral (y con Ramoncín). Conocí, y disfruté de su conversación, al padre Díaz Alegría. Para un periodista agnóstico, apasionado de las personas, esa Iglesia distinguida y comprometida me alivió de saber que había otra Iglesia que levantó el brazo al paso de Franco, a quien paseó bajo palio. Esos nombres propios, y muchos más, constituyen un eslabón formidable de la lucha contra Franco y contra el franquismo, durante y después. Como no hay día ni historia sin anécdota, me permito traer aquí una, referida a uno de esos grandes curas demócratas: José Ortega Spottorno quiso llamar a José María González Ruiz, un destacado colaborador nuestro, y le dijo a su secretaria en la presidencia de EL PAÍS entonces, mi amiga Pachi Verdes, que le pusiera con él. González Ruiz vivía en Málaga, y Pachi lo localizó, pero no estaba en casa. Al niño que salió al teléfono le preguntó la impar Pachi: “¿No está tu padre?” Se le olvidó a Ortega decirle a Pachi que González Ruiz era canónigo de Málaga, uno de los baluartes más ilustres de aquella época en que la Iglesia y no era como la seguimos pintando.

Joan Manuel Serrat

Era tan estúpida la dictadura que sabía serlo del todo. Tenía miedo del exterior y del interior, porque se avergonzaba de sí misma. La dictadura era la perfecta metáfora de qué dirán; hizo la guerra por el qué dirán, y por el qué dirán (por el qué dirán los nuestros) siguió reprimiendo. Reprimió hasta el final y más allá. Uno de los reprimidos vergonzantes de la dictadura fue quien le puso alegría y música a lo mejor de nuestras vidas, Joan Manuel Serrat, que nos ayudó a despertar, a caminar, a sentir y decir el amor, a referirnos a la madre y al atardecer; el que le puso poesía a lo que no sabíamos decir. Lo entretuvo en un exilio absurdo en México, por lo que dijera en sus canciones o en la prensa, y lo entretuvo aquí, en España, con prohibiciones que aliviaba haciéndolo viajar (como a Núria Espert, la actriz de Lorca, por ejemplo, o como a Adolfo Marsillach, el actor de Tartufo) a la isla de Tenerife donde los conocí a Serrat y a los citados, aliviándose de la prohibición de actuar en España. Como tenían que viajar, y no se quería que se supiera que no podían actuar en España (la vergüenza ajena de la dictadura), actuaban una vez (o las que fuera) en la isla, y seguían viaje. Ahí conocí, digo, a Serrat, junto a Elfidio Alonso, periodista, que fue el fundador de Los Sabandeños, el grupo canario que nació en 1965. Serrat era un chiquillo y ya era el corazón de la música, y un hombre peligroso para el franquismo. Iba camino de América Latina, y ahí siguió yendo, hasta ahora mismo. Es un gozo cultural y humano haber contado con su voz para decir lo que sentíamos cuando nos daba vergüenza decirlo con nuestras propias palabras. Es un cantante de la libertad, sí, pero sin sus palabras no hubiéramos sabido contar nuestros sentimientos.

Kubala

Franco usó el fútbol para distraer a la población. No es que salga de ahí la mala fama del fútbol, ni mucho menos, pero sin duda esa utilización franquista lo tiñó mucho tiempo. El fútbol es un símbolo honesto de la pasión que muchos sienten por un deporte que, en su pureza, es un juego donde equipos de jóvenes se enfrentan a otros para dar espectáculo; ganan y pierden, y siguen intentando ganar los que pierden. Es mi pasión, y nunca renuncié a ella. Me hice del fútbol por Kubala, como otros se hicieron por Di Stéfano o por Gento, o por Ben Barek, o por los jugadores que siguieron, hasta la actualidad, cuando la disyuntiva más habitual (Madrid-Barça) es Messi o Cristiano. Entre Messi o Cristiano, por ejemplo, yo elijo el fútbol. En un resumen de este tiempo no se pueden ignorar ni esa dicotomía ni un hecho cierto: es en el fútbol (pero no en el de la grada, sino en el de los palcos) donde la España de Franco pervive, porque ahí están, los hombres con sus puros, hinchados de gloria vana (pues se basa en el esfuerzo de los millonarios que hay en el campo) y de dinero. Sobre todo eso sobresale, en mi mente, el nombre de Kubala, al que cantó Serrat, por cierto, y no pienso renunciar a esa memoria.

Lola Flores. Charo López

Como Raphael, por ejemplo, y como otros actores, actrices, músicos o cantantes, Lola Flores cruzó el rubicón del franquismo con el mismo peinado y con la misma alegría. Luego la democracia, con sus exigencias, la acució hasta hacerla pagar lo que debía al Fisco. Su reacción ante Hacienda recordaba sin desmesura lo que hizo el franquismo por remedar el caciquismo: pues olvidar que el tributo es una obligación civil formaba parte del paternalismo marcado por el dictador con una magnanimidad de cacique. Lola terminó reconciliándose con la España nueva y con la nueva vida, pero le costó sudor y lágrimas perdonar a Miguel Boyer y a los socialistas que la pusieron cara a la pared. Dio de sí Lola una estirpe (Antonio, Lolita, Rosario) sin la cual ni la música ni la escena estarían completas. Es posible que ese haya sido el mejor tributo que, junto a su propia voz y a su propia gracia, le dio Lola Flores a España.

Ah, y Charo López. Un día le pedí un texto sobre Marylin Monroe, era un aniversario de su muerte. Y se pasó la noche vomitando: demasiada responsabilidad, no lo podía hacer. Salía de noche, hasta las tantas, amaba la vida (y al teatro, y a los hombres) como aquella mujer de Los gozos y las sombras de su admirado Gonzalo Torrente Ballester, que hizo en una gloriosa serie de Televisión Española. Ha sido, y probablemente es todavía, una actriz que supera en estatura sentimental, íntima, a sus propios personajes, por eso no se ha atrevido a ser ella misma en los escenarios, porque rompería los teatros y las pantallas. Por eso de momento sólo ha hecho de otras, y todavía no de Charo López. En lo mejor de este tiempo ella tiene que estar en letras de molde con una admiración que no es sólo de enamorado, sino de enamorado de Clara Aldán.

Emilio Lledó

Mezcla de trianero, catalán, canario, berlinés, vallisoletano de Heidelberg. (“Feliz en todas partes, ¿cómo voy a ser nacionalista?”, me dijo hace poco). Aquello le dijo un amigo suyo médico a este profesor de Filosofía (él dice que no es un filósofo) que dio clases en un instituto de Alcalá de Henares y en otro de Valladolid, aprendió en Alemania Historia de la Filosofía y ejerce desde hace años de maestro en todas partes, y no sólo en los institutos o universidades en las que se formaron los que ahora lo tienen (lo tenemos) como maestro muy querido. Ahora lo conoce mucha gente, porque lo premian en todas partes (la última vez, con el Princesa de Asturias), pero durante mucho tiempo fue un hombre que escribía y a la vez enseñaba, con una paciente humildad que a todos nos encandiló cuando en España pensar era una tarea sospechosa. Un día él le dijo a Delibes, en Valladolid, que se le hacía cuesta arriba ir más lejos, a La Laguna, donde lo conocimos. Y Delibes le dijo algo que, en otra ocasión, dijo el italiano Claudio Magris: “¿Lejos? ¿Lejos de dónde?” En La Laguna, pues, se hizo para nosotros el milagro de encontrarnos con este hombre que, como Rafael Azcona o como Juan García Hortelano, sería luego referente de nuestras vidas. Por decirlo así, el antifranquismo e incluso la democracia fueron más leves gracias a personas con las que aprendimos, y en esas personas están estos tres que cito en la entrada de la LL: Lledó, Azcona, Hortelano. Menudas letras para un abecedario de la memoria. Así lo recordé dando clase, cuando lo conocí, en unas palabras que escribí cuando le entregó el Rey Felipe VI el premio que lleva el nombre de su hija: “El profesor es exacto, casi divino, puesto allá arriba, ante el encerado oscuro. Pero el hombre, en cuanto baja, es un joven bondadoso cuyos ojos están llenos de preguntas. Él es un hombre joven y de él sólo sabemos que enseña. Pronto sabremos más, pero él en ese instante, y ya para toda la vida, se constituye en un maestro, alguien que nos trata con una bondad inteligente, capaz de entender nuestra ignorancia y de modelarla como si un escultor estuviera dándole forma a una piedra.

Cuando ya no era tan solo el profesor sino el hombre, este hombre genuino y bondadoso que luego fue el profesor Emilio Lledó, supimos de él muchas más cosas, todas ellas relacionadas con el esfuerzo que ha hecho su alma para que él sea un ciudadano justo y un hombre dotado para entender la belleza de la vida y para explicarla.

Para él la belleza de la vida consiste, en gran parte, en la necesidad del conocimiento, y en saciar esa necesidad (y ayudar a que los otros la sacien también) ha ocupado las horas y los días y los años y las décadas que ahora premian jurados en España y en América, y que entre nosotros ha culminado, de momento, en el premio Princesa de Asturias que recibe en Oviedo.

Pero él no está hecho de premios sino de curiosidad y de inteligencia para darle forma a la curiosidad propia, a la curiosidad ajena: sus preguntas son las de un ser inteligente que no se concentra tan solo en lo que sabe, en lo que ya sabe, sino que se aplica en una extraordinaria búsqueda sencilla, como la búsqueda que es propia de los niños.

Esa es la curiosidad bondadosa o noble de Lledó, la que no se detiene en la mezquindad de los concursos de méritos sino en la inteligencia nobilísima del aprendizaje incesante. Y, como ha sido un hombre aprendiendo, ha enseñado de manera magistral a generaciones de estudiantes que ahora nos sentimos orgullosos de haber aprendido de él la duda anhelante, la extraordinaria pasión por la belleza de las palabras que adornó, desde aquellos años en que era un muchacho enseñando en La Laguna, la mente preclara de este filósofo que además es poeta y escultor de almas y benefactor de los demás en el divino arte de hacer mejores a los otros.

Emilio Lledó Íñigo: este hombre es una biblioteca y una clase magistral continuada, sus libros son agua clara en la que sobresalen afluentes en los que la memoria de la razón nos lleva al entendimiento de la concordia como consecuencia de la noble sabiduría. Ha establecido un puente entre las preguntas que tenemos los demás y las respuestas que él encontró estudiando. Por eso es un maestro, porque jamás se cansó de enseñarnos. Hasta hoy mismo”.

Mi maestro. Se entiende como exceda en líneas.

Manuel Vázquez Montalbán

Con Juan Cueto, con Eduardo Mendoza, con Juan Marsé, con Ángel González, con José Hierro, con Caballero Bonald, con Félix Grande…, con tantos otros, forma parte principal del santoral civil de este tiempo. Como ellos, Vázquez Montalbán ha explicado el rumor de España, su ruindad y su grandeza, y fue el gran cronista de la transición antes de que ésta estallara. Sus artículos en Triunfo, sobre la copla, sobre el fútbol, sobre el folklore político del franquismo, así como sus invenciones novelísticas (la creación de Carvalho, el policía descreído) y su reconstrucción de Galíndez o del propio Franco, han servido durante estos cuatro decenios, hasta su muerte en Bangkok, para explicar este país difícil. Fue el antifranquista arquetípico, pero él fundó esa extraordinaria paradoja verbal: “Contra Franco vivíamos mejor”, porque el yugo del dictador se deshizo, gracias en parte a las metáforas de MVM, pero luego surgió otra vez un yugo permanente: la falta de calidad democrática de nuestras relaciones, la falta de tolerancia y de acuerdo como elementos en los que basar la convivencia y la creatividad. Le asistí como editor en la creación de un libro difícil, Un polaco en la Corte del Rey Juan Carlos; entrevistó a gente de todos los sectores, desde Valdano a Polanco y a Pedro J, para explicar por qué veía que este país iba a ser resistente pero en realidad era frágil. Él creyó que la conversación nacional era quebradiza, y que si no había sintonía (por ejemplo) entre Cataluña (él era polaco, que así se llamaba en el libro a los catalanes) y España esto se iría algún día a un desastre que él no vio. Trabajaba como un joven aunque tuviera ya la edad de un abuelo, y así, trabajando, lo agarró la casualidad de la muerte. En el funeral vi a mi lado a Serrat y a Marsé; el cantante lloraba. Era admirable cómo escribía, y era admirable cómo pensaba: a una velocidad que he visto en Fernando Savater o en Juan Cueto, hombres imprescindibles en esta historia de los nombres de estos cuarenta años. En cada uno de ellos tendrían que detenerse las letras de sus apellidos; Manolo Vázquez Montalbán podría estar en la V y también en la M de Manuel. ¡O en la S de Sixto Cámara! Él mismo estaba en todas partes, generoso y genial como si fuera inmortal. Y murió antes de tiempo, como todo el mundo.

Núria Espert

Antes de que fuera la gran dama del teatro que es, heredera gloriosa de gente como Margarita Xirgú, a la joven Núria la conocí en tiempos del No-Do (otra N de este tiempo), por nombrar así lo más profundo del franquismo. Fue a Tenerife a interpretar a Lorca y a Genet, en las versiones poderosas de uno de sus más conflictivos amigos geniales, Víctor García. Iba con su marido, el impar Armando Moreno, que le dio dos hijas, Núria y Alicia, ligadas al arte ambas. Era una chiquilla entonces, pero su genio era consustancial a la palabra teatral que decía, con una violencia y una ternura que estallaban en aquel teatro Guimerá de mi juventud con la templanza de la que son capaces las actrices de su estirpe. Aquel era un desafío al régimen, palabra a palabra. Luego hizo lo indecible y más allá, pero en mi memoria se queda siempre la suavidad con la que luego, fuera del escenario, trataba a un veterano de entonces, Domingo Pérez Minik, que fue mi otro maestro (con Lledó, con Azcona, con Azkuna) , al que ella bautizó como “una luz en la isla”.

EspaÑa

La Transición nos dio esplendor y sufrimiento, como cualquier espectáculo de la vida, monotonía y grandeza, blanco y negro. Una de las cosas que no nos dio fue generosidad para entender que esa palabra con Eñe es la de un país de todos, diferencias incluidas. A mi generación y a las siguientes les dio reparo la palabra porque la había usado Franco, como si la inventara, cuando es de Cervantes y más atrás. La referencia a Estado para evitar España como palabra que se dirige a este país es una de las penas verbales más estúpidas entre todas las que vivimos: el lenguaje como arma arrojadiza, el silencio de la palabra como manera de luchar contra lo que significa, elemento moral e inmoral a la vez de un tiempo que hace del olvido de lo que somos parte de sus sustancia. En este tiempo, una de las grandes realizaciones que tienen que ver con la Eñe simbólica de ese nombre del país que fue de Azaña y Max Aub es el Instituto Cervantes, que tiene la Ñ como emblema. En esta letra, pues, sitúo a España, un país grandioso y tantas veces triste, despojado de la vida y vuelto a nacer como si fuera un pez hermoso sepultado por un mar contra el que lucha. El mar inclemente de su historia.

Los Ortega

El padre de Ortega (el Ortega por antonomasia, José Ortega y Gassett) fue periodista, como su hijo, el filósofo, como su nieto (José Ortega Spottorno, el que tuvo la idea de EL PAÍS) y como su biznieto (Andrés Ortega Klein, que fue corresponsal de EL PAÍS en Londres, es también pensador y novelista, de modo que lo tiene todo). Al filósofo lo conocen en todo el mundo; fue el hombre que le dijo a la República sus reproches, enseñó a pensar a generaciones de españoles e hispanoamericanos, que es el ámbito en el que se ha movido, sobre todo, su influencia; al nieto, nuestro fundador, le cabe el honor de haber rescatado, con la ayuda de Javier Pradera y de Jaime Salinas, lo más importante de lo que se publicó en el siglo XX y antes; Alianza Editorial, de la que fue capitán ilustrado, basta para haber pasado a la historia editorial. A ello le añadió la fundación de este periódico, EL PAÍS, que prosiguió, con Polanco, Cebrián y otros muchos, esa tarea de ilustrar un periodo complejo de la vida española, que conmemora ahora los cuarenta años. Y el nieto es mi amigo Andrés. No conocí a los otros Ortega, aparte de José, pero este Ortega que sobrevive felizmente lo destacan quizá virtudes de sus antepasados, pero hay una que heredó de su padre: la ironía silenciosa, la mirada con la que califica lo que le interesa más y con la que descalifica a los pesados.

Jesús de Polanco

Un día me señaló una pila de libros que había en su despacho: “Todos estos libros se meten conmigo”. No se querelló, aunque tuvo muchos motivos, y tampoco quiso salir al encuentro de sus calumniadores. Alguno le pidió perdón, por ejemplo, por decir algo que él nunca dijo: que “no había cojones en este país” para negarle una televisión. Tampoco fue verdad que el Gobierno de Franco le pasara, en 1970, los materiales necesarios para fabricar los libros de la nueva ley de Educación de entonces. A pesar de que por eso hubo un juicio (que él no instó) y los autores de la difamación fueron condenados, el bulo siguió existiendo como si tal cosa. En 1996 el Gobierno de José María Aznar, y José María Aznar, estuvo a punto de meterlo en la cárcel (a él, a Cebrián y otros directivos de Prisa) por un asunto de descodificadores, cuando en realidad fue por venganza instada por Pedro J. Ramírez desde El Mundo: el famoso periodista publicó en su diario una serie de medidas que haría bien en tomar Aznar al llegar al Gobierno, algo que sucedió muy tarde (según Aznar por culpa de Polanco). El Gobierno del PP hizo aquello a lo que fue instado y por eso subió y bajó escaleras judiciales el equipo de Polanco. En el último año de su vida explicó Polanco que prefería que ganaran otros que el PP las elecciones de 2008, pues este partido no representaba aún la España diversa y moderna que él quería. El PP boicoteó entonces a todos los medios de Prisa. El boicoteo se acabó exactamente cuando murió Polanco: el ya presidente popular Mariano Rajoy acudió a la capilla instalada en la casa de Jesús y terminaron las hostilidades. Fue un hombre extraordinario; fue imprescindible su relación, afectuosa y profunda, difícil y efectiva, con el periódico y con Cebrián para entender lo que pasó en cuarenta años de periodismo y de vida nacionales. Su ambición fue la de crear empresas, pero en el fondo de su alma era sobre todo un editor, un hombre capaz de animar los proyectos de otros como si fueran suyos; a los editores (yo trabajé al frente de Alfaguara, de Santillana, el grupo editorial con el que se hizo importante en España y en América) nos dejaba hacer, y aunque la leyenda sigue diciendo que se metía en todo, a nadie escuché decir que fuera otra cosa que un hombre que quería que los otros se llevaran la gloria de hacer mientras él mantenía la pasión de mirar hacer.

Elías Querejeta

El productor, el futbolista, el hombre secreto, el agente de sí mismo y el animador silencioso de todas las tertulias. De sus manos salieron proyectos cinematográficos extraordinarios, como El espíritu de la colmena, de Víctor Erice, pero también proyectos frustrados, como El sur, también de Erice, que sólo se rodó en el norte. Fue futbolista, y eso se notaba en su forma de andar; debió ser muy guapo, o muy atractivo, porque hasta el final mantuvo esa discreta arrogancia que tienen los que las matan callando. Era hombre de noches y de secretos, y a mi me gustaba encontrarlo en el Cock, por sus compañías y porque como lo querían todos aquellos a quienes yo admiraba yo lo admiraba también.

Radio

Lo primero que hizo el ejército sublevado el 23F fue ocupar la radio y la televisión públicas; pero la radio se revolvió contra los golpistas. En Prado del Rey tardaron en poner las marchas militares obligatorias a punta de pistola, y fue una grabación radiofónica de la Ser la que grabó todo el proceso que ocurría dentro del hemiciclo, cuando estaban secuestrados por los parlamentarios, también a punta de pistola. Desde la calle fue la radio la que animó a la población a sentir que aquella patochada no iba a tener otro porvenir que el desastre y la nada. En realidad, lo que hizo la radio fue cumplir con su deber secular: representar el periodismo más activo y más popular, al borde siempre de la calle aunque transmita desde los estudios. Es un medio caliente, al que amenazó en vano la televisión. Es un servicio público excepcional, cálido y abierto, que desde que murió Franco y mucho antes era a la vez oficial y clandestino. Escuchábamos, para saber que aquí ocurría lo que no se decía, la BBC de Londres y Radio Francia en español, y aunque la audición era defectuosa resultaba un placer secreto de las casas de los progresistas y de los represaliados saber que en algún lugar de los Pirineos (y no era, en realidad, desde los Pirineos desde done emitía) había una radio libre que se llamaba La Pirenaica. La radio es un alimento espiritual de nuestras vidas, aquel 23F resultó decisiva y nunca ha dejado de ser la compañía perfecta de los solitarios. Por eso la quiero tanto como quiero el tacto de los periódicos y de los libros.

Carlos Saura, Fernando Savater. Jorge Semprún

La primera película que vi de Carlos Saura fue La caza; aun no se había muerto Franco y era la primera vez que vine a Madrid. En la cola del cine había una chica con el traje blanco a la que seguramente le acababa de llegar el periodo. Dudé si debía avisarle sobre la naturaleza de su mancha. Imagino que en una película de Saura un muchacho como el que era yo entonces le hubiera dicho algo a la muchacha, pero yo no me atreví. Por entonces Madrid olía a gas y a polvo en suspensión; era una ciudad gris en la que había destellos en el cine, en las librerías y en los bares. Saura era un destello, y lo siguió siendo. Luego hubo otros cineastas, y otros artistas, pero si en este periodo de tiempo, antes de Franco y después, hubo un artista total, fotógrafo, escenógrafo, escritor, cineasta, este ha sido Carlos Saura, cuyo cine explica este país por dentro y por fuera, como si hubiera roto su piel. Como aquella película, La caza, que aun resuena en mi memoria como el vestido manchado de la chica que estaba en la cola.

Y no puede haber S sin Savater y sin Semprún. Y sin otras S, u otras eles o emes, seguramente. Me preguntó Leonardo Sciascia en 1983, mientras cenábamos con Ortega Spottorno, quién era el filósofo más prometedor entre los pensadores españoles. Le dije que Savater, sin pensarlo dos veces. Un rato después, en casa, me dijeron que le habían dado el premio Nacional de Filosofía. Savater es un personaje: brillante, audaz, valiente; hizo con Javier Pradera la revista Claves (que ya tiene 25 años) y muchas risas, que yo escuchaba desde un despacho contiguo. Los dos constituyeron, en los años de la transición, una pareja especial, de entendimiento emocionante, como el entendimiento que mantuvieron Pradera y Semprún. Este, el Federico Sánchez de la leyenda comunista, dejó el partido, abandonó la disciplina estalinista y escribió libros tan brillantes, y emotivos, como La escritura y la vida. Igual que Pradera y que Savater, hizo de la inteligencia su manera de afrontar la explicación de este país; y soportó, como los otros, el insulto como la lacra histórica que mordió a este país para hacerlo más vulgar de lo que ellos hubieran querido nunca. La última vez que lo vi fue riendo en Buchenwald, adonde había ido a despedirse del campo donde estuvo preso. Ahí se despidió también de la vida. Algún tiempo después, tras su muerte, Pradera me pidió que me ocupara de que en EL PAÍS se diera bien el traslado de los restos de Semprún a Biriatou, donde quiso quedarse. Cuando se produjo la información, el mismo día, murió Javier Pradera.

Enrique Tierno Galván

El viejo profesor era más joven de lo que decía. De sus triquiñuelas autobiográficas se hizo mucha leyenda. Pero nadie puede mofarse ni de su ingenio ni de su cultura. Era un hombre ilustre al que le cayó encima el honor (querido) de ser alcalde de Madrid, y distrajo a esta ciudad y a este país, en tiempos en que seguía el sofoco del posfranquismo, con una luz que le acompañó hasta el entierro. Esa luz era su palabra, mesurada pero cachonda, con la que abrazó a los que nunca hubieran creído que aquel profesor de traje cruzado iba a ser alguna vez un colega que estaba al loro y le iba el rollo progre hasta el nivel del canuto, pero no más allá. Una vez me pidió, a través de Secundino González, su ayudante, que le enviara unos libros de Henry Miller, que publicaba Jaime Salinas en Alfaguara. Los quería leer. Y los presentaba esa tarde. En su libro Cabos sueltos, sus memorias sincopadas, se ilustra muy bien su personalidad, que no dejaba títere con cabeza. Entre las cabezas que hizo rodar en ese libro estaba, por cierto, la suya.

Francisco Umbral. Miguel de Unamuno

Era un niño que ocultaba su origen como si quisiera nacer de nuevo. Manuel Jabois, un nuevo periodista que entró como un obús en la sintaxis nacional, le descubrió esos orígenes, encontró que su hermano Leopoldo de Luis, que su padre era un fracasado muy guapo, y muy escritor. Él no tenía nada de lo que avergonzarse; pero su pasión era inventarse. Se inventó su propio personaje y a partir de él creó un mundo cuyo momento culminante, y más triste, fue real: la muerte de su hijo, que dio de sí una enorme tragedia (para él y para María España, su mujer solícita, educadísima, alegre) y un libro que por sí solo vale una literatura: Mortal y rosa, que habría que dar a leer cada vez que alguien desprecia a Umbral. En EL PAÍS fue, como Vicent, como Máximo, como Peridis, el narrador de la transición, y volver a leer sus textos (cosa que hizo posible, en libro, la editorial Círculo de Tiza) es regresar a aquel tiempo una de cuyas mejores cosas fue, precisamente, leer a Umbral.

Aún con la U. Ahora, con la U de Unamuno. Los nacionalistas de Bilbao decretaron que Unamuno no servía para sus calles ni para sus plazas ni para su memoria. Fue uno de los grandes errores de la transición: despreciar la historia de los mejores también. El gran bilbaíno desposeído de Bilbao, habrase visto. Un gran alcalde, Iñaki Azkuna, nacionalista, lo restituyó para calles, plazas y para dar nombres a instituciones educativas o culturales. Un respiro en este tiempo un hombre como Azkuna. Este año en que escribo José Luis Gómez, que también debería haber estado en la G, hizo de Unamuno en el cine, como hizo de Manuel Azaña o como fue el mono de Kafka y el Pascual Duarte de Cela. En este revoltillo que es la vida que hemos vivido esta gente, los artistas, los buenos alcaldes como Azkuna, los escritores como Vázquez Montalbán o Vicent, los filósofos como Savater o Semprún, representan ese espíritu que acogía Unamuno en sí mismo: un español rabioso de serlo, acosado por serlo, un demócrata que, escribiendo como si estuviera rabioso, fue capaz de defender la inteligencia contra la muerte, ante la mirada babosa y ruin de la España que representaba Millán Astray.

Manuel Vicent

Sus libros sobre Adolfo Suárez y el duque de Alba, representantes ilustres de la transición a la democracia, son descripciones brillantes, y metafóricas, de este tiempo de nombres propios de los que él hizo, en gran medida, los daguerrotipos. Cada adjetivo de Vicent vale lo que una cosecha de aceite, o de naranjas; escribe como si pintara; no se entendería este tiempo sin su pluma, pero no sólo porque escriba como los ángeles, sino porque ha sabido entender, y explicar, incluso aquello que sigue siendo incomprensible. Leer lo que escribe de la gente importante ha servido para que sepamos que todos, muchos de los cuales salen en este texto que estoy concluyendo, son seres humanos que son más esenciales cuando se convierten en daguerrotipos de Vicent.

Woody Allen

Enseñó Manhattan como si fuera un barrio de Madrid, de Barcelona o de Oviedo. Nos enseñó a hablar de sexo y de Freud sin saber tocar o besar ni decir Freud. Sus películas fueron el primer instrumento melancólico que nos dio el cine después de Casablanca o Solo ante el peligro contado por Juan Cueto. Luego vino la vida misma y se confundió su nombre con las siete plagas. Ya era tarde: es tan universal su nombre que paseó por Oviedo, precisamente, como si fuera un príncipe de Asturias, y rodó en esa tierra de la fabada y el mar, y en Barcelona, para que no quedara duda de que también era de aquí. Woody es de todas partes, como su duda y como su manera de estar. A nosotros nos alegró la vida mientras en España se vivía aún, en los cuarteles y en los cuchicheos, la posibilidad que esto nunca fuera como Manhattan. Nos ayudó a sobrellevar la pesadez del tiempo. Cuando salíamos del cine ya era Madrid, Oviedo o Barcelona, pero él contribuyó a que creyéramos, durante el tiempo que pasan las películas, que éramos, como él, de cualquier sitio. Ah, no sé por qué siempre pensé que este ser frágil de Manhattan se parece, en el alma, a ese otro ser de la Mancha con el que se inicia este recuerdo personal de los nombres propios del tiempo de libertad que se abrió cuando murió Franco, aquel hombre.

X

Quién, quién sabía, quiénes somos nosotros para saber qué. La X no se despeja nunca, como la tristeza y como los países.

Ynestrillas

Fue el último exabrupto del 23F. El cachorro penúltimo del franquismo. Causó una masacre en un hotel de Madrid, su odio fue herencia. Venía por el lado de las flechas y del yugo. Y ya se sabe qué es el yugo: amarrar a otros para que no sean ellos mismos. La Y griega es la esencia de la democracia: ir con otro, tu y yo. La Y es la letra de la democracia. Lo contrario de lo que representaba este hijo directo de lo peor del 23F.

María Zambrano

Inolvidable encuentro en la calle Antonio Maura de Madrid, poco después de que esta mujer frágil de mente poderosa regresara del exilio. Raúl Cancio le hizo una fotografía memorable, en la que se la ve ensimismada, mirando las preguntas, como si las preguntas fueran aviones. EL PAÍS Semanal anunció así la entrevista, que se publicó el 24 de noviembre de 1984, cuando aún no se habían acallado (no se acallan nunca en este país) los tambores de la guerra inacabable que a ella la hizo más poeta, más filósofa, más triste: “María Zambrano trajo de Ginebra dos gatas blancas y el ansia de volver a la luz de España. Su vista ha sido disminuida de manera poderosa por una operación reciente y por la edad, pero ella reclama esa luz robada con las palabras de su admirado Cervantes: ´Un poco de luz y no más sangre`. Como hija de 80 años del pueblo andaluz de Vélez-Málaga, sabe que detrás de esa ansia de luz y de asombro está la necesidad no sepultada de la risa”.

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