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Cabo de Gata, letras y paisajes

Artistas, escritores y cineastas han intentado desentrañar el misterio de este arcano lugar

Playa de Mónsul, en el Cabo de Gata (Almería).
Playa de Mónsul, en el Cabo de Gata (Almería). JESÚS SIERRA

La espina dorsal del Parque Natural de Cabo de Gata se asemeja a la de una mujer poderosa que ha visto transcurrir el tiempo de un modo inexorable. En las curvas de sus infinitas y áridas montañas se trazan las carreteras más desconcertantes de toda España y probablemente de Europa. No es extraño por tanto que poetas, artistas, escritores y cineastas hayan intentado desentrañar el misterio que guarda este arcano lugar que, a golpe de hermetismo, ha recogido un aura de mito ya casi insondable.

Si una voz puede ser un paisaje y un horizonte puede transformarse en aroma, no cabe duda que nosotros somos nuestros viajes. Los que hemos realizado pero también los que anhelamos emprender. Algo muy similar debió pensar uno de los mejores escritores y cronistas de esta tierra, Juan Goytisolo. En su obra Campos de Níjar, el último Premio Cervantes buscaba lo oscuro, lo incorrecto y lo feroz de una época amarga de nuestra historia más reciente. A finales de los cincuenta, Goytisolo inició este viaje durante un verano abrasador repleto de podredumbre y asfixia vital.

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La comarca de Níjar se erige en este libro como un triste monumento a la insalubridad y la desdicha de aquellos años. Los niños que se limpian los mocos con la manga de su ajada camisa o los viejos que esperan la muerte porque no tienen nada más que esperar quedaron en la retina de los españoles que no conocían ese otro mundo atroz que se agazapaba en el sur más próximo. Goytisolo recorrió los paisajes de Rodalquilar, Carboneras o San José subido en un autobús y los describió con la belleza de un poeta y la precisión de un cirujano: “La carretera se africaniza un tanto. Cantizales, ramblas ocres y, a intervalos, como una violenta pincelada de color, la exposición amarilla de un campo de vinagreras”. De esos habitantes tristes apenas queda nada, quizás los trabajadores que se esconden debajo de los blancos invernaderos. Los paisajes, por su parte, se han convertido en pueblos visitados por exploradores de lo insólito que buscan llevarse algo más que recuerdos, tal vez melancolías.

Cortijo del Fraile, en Níjar.
Cortijo del Fraile, en Níjar.andrés campos

Entre esos paisajes que conoció Goytisolo destacan los cortijos y las ermitas abandonadas. Estas construcciones arquitectónicas ya ancianas se resisten a desaparecer y contienen historias tan extraordinarias como la que inspiró a Lorca para su Bodas de Sangre. El Cortijo del Fraile, situado cerca de Los Albaricoques, fue el escenario del crimen de Níjar que tuvo lugar el 22 de julio de 1928.

Federico García Lorca conoció esta tragedia por la prensa local y rápidamente quiso convertirla en una pieza poética y teatral que combinara lo antiguo y lo moderno, lo andaluz y lo universal, la vida y la muerte. La novia que escapa con su amante el día de su boda y el novio que enloquece en esa pelea de navajas ya mítica gracias a la obra de Lorca inspiró al bailaor Antonio Gades para su ballet Crónica del suceso de bodas de sangre en 1974. Apenas siete años más tarde, Carlos Saura la adaptaría al cine con el mismo bailaor acompañado por Marisol y Cristina Hoyos, inaugurando así un nuevo género de película de danza que deslumbró en el Festival de Cannes de 1981.

Antiguas instalaciones del poblado minero de Rodalquilar.
Antiguas instalaciones del poblado minero de Rodalquilar.francisco bonilla

El estado actual del Cortijo del Fraile es de absoluto abandono. Un desmoronamiento que el viajero puede comprobar si se atreve a no ser sepultado en un repentino derrumbe. Aquí se filmaron también las escenas de El bueno, el feo y el malo y Por un puñado de dólares de Sergio Leone, catapultando a Almería y su desierto como el telón de fondo de los espagueti western tan famosos en los años setenta. También resulta inolvidable la escena de Harrison Ford espantando gaviotas —que, en realidad, eran palomas— por la playa de Mónsul mientras rodaba Indiana Jones y la última cruzada en 1989. Nicholas Ray, Anthony Mann o David Lean también sucumbieron a los perturbadores acantilados y las filosas rocas de este paisaje siempre tintado de ocres y rojos secos.

Pero si esta tierra es de alguien, esos son los poetas. Precisamente así, Costa de Poetas, titulaba Joan Margarit un poema que comienza con unos versos que iluminan hasta el destello: “Invernaderos en el horizonte / relucen como un mar de hielo gris. / Al llegar a la playa me deslumbran / los grandes túmulos de sal”. En el mismo poema, Margarit habla de la “gente triste” que habita estas tierras, una gente instalada en una “cólera sin gritos ni tumultos”, escribiría el poeta en la Isleta del Moro hace una docena de años.

Otro nombre mayúsculo de la poesía española, José Ángel Valente, escogió la Almería de los años ochenta como refugio. Allí conoció a la fotógrafa suiza afincada en Níjar Jeanne Chevalier. Juntos inventaron dos hermosos libros —Calas y Campo— en los que se mezclan la fotografía de una con los textos del otro: “Qué oscuro el borde de la luz / donde ya nada / reaparece”, escribe Valente a propósito de un atardecer. Esta combinación se repitió con el escritor Andrés Trapiello y el fotógrafo Carlos Pérez Siquier en el libro Al fin y al cabo en 2008. El quijotesco escritor se encargó de prologar la obra y allí dejó estampada la que es probablemente la mejor definición de Cabo de Gata: “Uno de los lugares más misteriosos de este mundo. Extraño lo que en él sucede. Casi nunca nada. Todo. Lleno y vacío”.

Cien años de fiebre del oro en Rodalquilar

No todo el mundo sabe que el nombre de Cabo de Gata tiene origen fenicio y se debe a la abundancia de ágatas —distintas variedades del cuarzo— que existe en el terreno. Durante la Edad Media se le conocía como Cabo de las Ágatas. La contracción fonética que se mantiene en la actualidad, por tanto, nada tiene que ver con la especie felina y sí con la tradición geológica del lugar.

La Casa de los Volcanes de Rodalquilar es en la actualidad un museo geominero y centro de interpretación geológico que recoge la historia de este poblado minero que en la actualidad mantiene un aspecto fantasmagórico, que cuenta con apenas 200 habitantes.

Rodalquilar vivió la conocida fiebre del oro entre 1883 y 1990. Allí pueden visitarse las canteras, las minas y la caldera volcánica. Fue en 1883 cuando descubrieron oro en la mina Las Niñas. El poblado permaneció durante años como suspendido en el tiempo y anclado en el instante en que las familias inglesas de los empleados de la mina abandonaron la localidad.

También en Los Escullos puede visitarse una impresionante duna fósil formada hace unos 100.000 años, durante el Cuaternario. Todavía puede apreciarse la acción del viento y del mar en su laminación.

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