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DIOSES Y MONSTRUOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El ciudadano Welles también fascinaba hablando

Un libro recupera las conversaciones (o interrogatorios) entre Orson Welles y Peter Bogdanovich

Carlos Boyero
Peter Bogdanovich, Orson Welles y Dinah Shore, en 1975.
Peter Bogdanovich, Orson Welles y Dinah Shore, en 1975.Bettmann / Corbis

Existe una tradición gozosa en la admiración y la generosidad que profesan grandes creadores del cine hacia directores que les precedieron y dispusieron durante corto o largo tiempo de un lugar en el sol, de cuya obra aprendieron, alimentaron su deseo y su iniciación en el arte ( o el artesanado) de narrar historias con una cámara. Martin Scorsese ha profesado continuamente ese tributo hacia los viejos maestros. No solo del cine. También de la música, incluida la más emocionante filmación de un concierto ( y muchas mas cosas vibrantes, melancólicas, hermosas )que yo he visto nunca. Se trata de “El último vals”, la despedida de The Band, acompañados de sus impagables amigos, un puñado de músicos y compañeros de carretera que nos regalaron felicidad y consuelo a varias generaciones de melómanos. Y son esplendidos, lúcidos y sentidos sus documentales Una carta a Elia (si, a Kazan, el delator, el felón, pero también el hombre que parió joyas como La ley del silencio, América, América y Río salvaje ) , Mi viaje a Italia y Un viaje personal con Martin Scorsese través del cine norteamericano.

Francois Truffaut, no solo en su inicial, apasionada y esplendorosa faceta de crítico, sino cuando ya era un director consagrado, siguió escribiendo sobre los creadores que amaba. Fruto de ello nació El cine según Hitchcock, ese libro que resulta imprescindible en la biblioteca de cualquier cinéfilo. Me atrevería a asegurar que incluso se lo han leído más de una vez aquellos que solo otorgan categoría de gran técnico al autor de Vertigo. Truffaut, no solo disfrutó de esa obviedad, sino que estaba convencido de que este hombre poseía un universo tan perturbador como fascinante. Y aunque comparta esa evidencia me sigue haciendo mucha gracia la venenosa teoría del guionista y escritor William Goldman ( creo que es suya y que la contaba en su muy divertido libro Aventuras de un guionista en Hollywood, pero a lo peor me traiciona la memoria) de que Hitchcock fue un gran director hasta que Truffaut intenta convencerle de que su obra es tan profunda como compleja. El hombre gordo, al que solo le preocupa entretener y asustar al público y la recaudación en taquilla que logra cada una de sus películas, en principio no cree en la certidumbre de Truffaut sobre el inmenso arte que contiene su cine. Pero su admirador sigue insistiendo y el ego de Hitchcock a fuerza de repetírselo llega un momento en el que se derrite de gusto y acaba admitiendo que efectivamente es un gran artista, con obsesivo mundo propio y que esto es transparente desde su primera película. Según Goldman, a partir de ese legendario libro, Hitchcock pierde su genialidad ya que se dedica a hacer películas pensando en el halago de los críticos, convencido de su trascendencia. No es cierto, pero si ingenioso.

No puedo dejar de pensar en cierto y amargo paralelismo en el malditismo entre Welles y su discípulo Bogdanovich

Peter Bogdanovich se inició en el cine escribiendo de el, buceando en su historia, profundizando en la personalidad , el estilo y las claves de los directores que crearon el gran cine norteamericano, oriundos y europeos emigrados que encontraron en Hollywood los medios adecuados para expresar su talento. Además de estar muy bien relacionado con instituciones culturales y filmotecas públicas, el joven Bogdanovich también debía de poseer un notable poder de seducción, ya que consiguió que los grandes maestros, algunos de ellos caracterizados por su inaccesibilidad o su desden hacia periodistas, historiadores y críticos, le dedicaran una parte de su valioso tiempo, le permiten asistir a sus rodajes, hablan interminablemente con el de lo divino y de lo humano. Tiene mérito que el pesado consiguiera esa cercanía con señores que podían ser muy bordes, que hacían cine como respiraban, pero a los que no les hacía ni puta gracia hablar de el ,tener que explicarlo con extraños.

Además de ese amor incondicional al gran cine y de investigar el proceso de su gestación, Bogdanovich aspiraba a realizar el suyo. Y si el arranque con El héroe anda suelto es tan posibilista como imaginativo, más que interesante, las tres películas que rueda a continuación, la muy triste y evocadora La última película, la excelente y enloquecida comedia¿Qué me pasa, doctor? y su divertido y tierno paseo por la época de la Depresión acompañando a un estafador y a su falsa hija (maravillosa Tatum O’ Neal) en Luna de papel no solo arrasan en la taquilla sino que también alcanzan el prestigio crítico, la convicción por parte de la industria y de la cinefilia de que el hombre que entrevistó a los clásicos tiene posibilidades de acompañarles en esa gloriosa condición. Bogdanovich se convierte en el niño mimado de Hollywood. Puede hacer lo que quiera. Dispone de enorme crédito. Y comienza una impensable y eterna tragedia. Sus siguientes y muy caras peliculas, Una señorita rebelde, Por fin, el gran amor y Así empezó Hollywood suponen un naufragio estrepitoso. Y Bogdanovich se convertirá en un apestado para las productoras que le habían adorado. Se refugiará en numerosas telefilms, algún episodio en series, buscará financiación en cualquier lugar y en vano para sus proyectos. El público le ha dado definitivamente la espalda al que fue niño prodigio aunque en su filmografía todavía aparezcan películas tan atractivas como Saint Jack y Todos rieron.

Y mientras leo con enorme curiosidad y delectación el libro Ciudadano Welles, que recoge numerosas conversaciones (o ambiciosos interrogatorios) a lo largo del tiempo entre Bogdanovich y su venerado Orson Welles, algunas de ellas en épocas florecientes para el primero y desastrosas para el segundo, buscándose la vida mediante la interpretación o la publicidad televisiva, sabiendo que todo dios le considera un genio pero que le resulta titánico o imposible lograr financiación para su cine, no puedo dejar de pensar en cierto y amargo paralelismo en el malditismo que sufrieron el maestro y su discípulo. Y escuchar a Welles es fascinante, aunque en muchos temas intente fugarse o revisar su pasado. Pero Bogdanovich insiste sin tregua y Welles, tal vez por aburrimiento, acaba contestando. Y habla de muchas de las cosas que le ocurrieron entre Ciudadano Kane y Sed de mal, con la que se cierra este libro tan instructivo como apasionante.

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