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Corresponsal en el tanatorio

‘Novato en nota roja’ es la crónica del periodista Alberto Arce sobre los dos años en que fue el único reportero foráneo fijo en Honduras

Pablo de Llano Neira
Ilustración de Germán Andino para 'Novato en nota roja'.
Ilustración de Germán Andino para 'Novato en nota roja'.

De 2012 a 2014, el periodista español Alberto Arce, nacido en Gijón en 1976, criado en sus primeros años en un pueblo de vacas, fue el único corresponsal extranjero fijo en Honduras. Su libro Novato en nota roja. Corresponsal en Tegucigalpa, editado por Libros del K.O., es la crónica de su experiencia en un país del que es fácil repetir que es el-más-peligroso-del-mundo, lo dicen los datos, pero que no es fácil de entender. Porque los datos no explican que un jefe de policía evangélico te tome la mano durante una entrevista para rezar una oración. O que el padre de un estudiante asesinado por soldados, durante las pesquisas por el crimen, se preste a hacer de chófer de los agentes investigadores y a invitarles a los cafés.

Antes de Honduras, el periodista conoció otras guerras. Irak, Afganistán, Libia… Diferentes a la guerra de Honduras, porque la de Honduras en realidad no es una guerra, sería lo que se llama un conflicto o si acaso una guerra de baja intensidad: su barullo de autoridades corruptas, pandillas locales y narcotráfico internacional no se ajusta al esquema clásico de un país contra otro o de una guerra civil. Pero esa guerra que no es una guerra brinda frases tan contundentes como que “En San Pedro Sula”, una ciudad hondureña, “hay más muertes violentas que en Bagdad o en Kabul”. Si es que eso le interesa a alguien, cosa que Arce duda.

Su posición de reportero de una agencia extranjera, Associated Press, le permitió rascar más de lo que un periodista hondureño acostumbra, y sin embargo, aún teniendo en cuenta que le dieron premios importantes, el Overseas Press Club, la Batten Medal, sus revelaciones no tuvieron el impacto deseable. Al final de un capítulo en el que cuenta sus denuncias sobre asesinatos clandestinos de pandilleros a manos de policías, dice del resultado de su trabajo: “Hubo comentarios de elogio en la prensa hondureña hacia quien fuera que matara pandilleros, y activismo y lobby en defensa de los derechos humanos en Estados Unidos, el país que financia a la policía. Nada sirvió de nada”.

El periodista Alberto Arce en México.
El periodista Alberto Arce en México.SAÚL RUIZ

Uno de los sitios que solía visitar el corresponsal eran las morgues. En una se enteró de que el ayuntamiento de Tegucigalpa tenía un programa de regalo de ataudes con el orgulloso nombre de Funeraria del Pueblo: “Si en otros países los políticos regalan láminas para el techo de las chabolas o zapatillas de deporte para ganar el voto de la población más humilde, en Honduras se regalan ataúdes y funerales. Honduras, un tanatorio con bandera y constitución”, escribe Arce. Un país asfixiado por las extorsiones generalizadas: “Ya no existe el concepto de comunidad más allá de ciertos círculos muy privados, familiares o laborales, en los que todo el mundo se conoce. Esta dinámica favorece el aislamiento de la sociedad, fragmentada en grupos cada vez más pequeños, paranoicos e irremediablemente inconexos entre sí”. Un país, Honduras, donde un director general de la policía conocido como el Tigre Bonilla le dice al reportero, después de horas de entrevista, que le gustaría concluir el encuentro con esta frase de El arte de la guerra, de Sun Tzu: “Vivimos en la cultura del simulacro, en la que nada es lo que parece y reina una imagen que no tiene referente en el mundo real”.

Al principio del libro, el autor reconoce que la realidad hondureña tenía todos los atributos de espanto que desea un reportero duro. Unas 200 páginas después, al final de todo, cuenta que su mujer y su hija se fueron de Honduras al cabo de un año y él se quedó otro cumpliendo con la agencia, “a trancas y barrancas, (…) luchando contra las adicciones, la tristeza y la depresión, a las que creo que gané. Pero solo porque contaba cada mañana los días restantes para irme”. Por alguna razón, hoy en día Alberto Arce quiere tatuarse Tegucigalpa en un brazo.

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