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LA MEMORIA DEL SABOR
Columna
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Con el corazón en la boca

El olor del anticucho invade cada tarde las calles de los distritos más humildes de Lima. Es comida al paso

Una anticuchera de Tarapoto, en su puesto.
Una anticuchera de Tarapoto, en su puesto.Marina García Burgos

El anticucho se administra por palitos, que vienen a ser como el hilo conductor de un bocado total, casi primigenio: la humildad hecha sabor. En realidad, más que un palito siempre fue una cañita brava en la que la cocinera ensartaba cuatro, cinco o seis trozos de corazón de vaca adobado antes de pasarlo por una parrilla alimentada con carbón. No hace falta más que eso y un adobo que añade carácter al bocado a base de aceite, ajo, sal, vinagre y ají panca. El panca es una variedad de ají que se utiliza seca, con bajo nivel de picor y notas ligeramente ahumadas. Hay quien añade variantes en forma de especias a esta fórmula básica, pero todas responden al mismo principio.

El olor del anticucho invade cada tarde las calles de los distritos más humildes de Lima. Es comida de calle —también le dicen comida al paso—, aunque hubo anticucheras, como la histórica Grimanesa Vargas que hicieron el traslado a un local hecho y derecho. Pero fue más empujada por las normativas urbanísticas de Miraflores, que prohibieron la venta ambulante, que por voluntad propia. Durante 40 años, Grimanesa instaló cada tarde su carretilla al cortado de la Avenida La Mar y allí se quedó hasta que no tuvo más remedio que trasladarse a un local formal. Lo encuentran, gestionado por su hijo Juan, en el propio Miraflores (Ignacio Merino 466).

La de los anticuchos es una disciplina que exige nocturnidad. También suele marcar diferencias de género: la mayoría de las practicantes son mujeres. Como Delia Cahuana, que se instala a partir de la caída de la tarde en el cruce de Juan Torres Higuera y Héctor Velarde, frente a la Iglesia Evangélica de Surquillo. Allí le dicen "señora" desde la primera vez que llegó hace más de dieciocho años y repite el mismo ritual seis días por semana. Como muchas otras carretillas, se esconde los lunes.

La de los anticuchos es una disciplina que exige nocturnidad y la mayoría de practicantes son mujeres

Cada tarde, sigue una ceremonia que se repite por mil en otros tantos rincones de Lima. Empuja lentamente el carrito hacia la esquina, lo abre, prende una buena pila de carbón —primero pequeños listones de madera y papel cortado en tiras, luego carbón y lo aviva soplando con una cañita hasta que aparece la llama y añade más carbón, haciendo crecer la pila de carbón al mismo ritmo que la llama— mientras se avía todo lo demás. Unas banquetas alrededor del tinglado, una bombilla para iluminar el kiosco, los potes de las salsas, la plancha agujereada que hace las veces de parrilla y finalmente la comida, ya lista para empezar la faena. Los anticuchos llegan montados de casa y junto a ellos, el rachi —nombre quechua del estómago de res o libro—, la pancita, los corazones y las mollejas de pollo. Cada uno acabará ocupando un espacio en esa plancha que ya empieza a inundar el barrio con el humo impregnado del olor a carne y adoboasados.

La estrella de la oferta de Delia es el combinado. Un poco de todo, un palito de anticucho y una gruesa rodaja de papa cocida coronando el plato de plástico. La ceremonia se prolonga casi hasta la media noche.

Prácticamente lo mismo sucede a unas cuadras de allí, en la carretilla de Pascuala, instalada en Santa Rosa, a un costado del cruce con Angamos, también en Surquillo. Los anticuchos de Pascuala se ganaron hace tiempo la fama: son chicos, aplanados, tiernos y manejables. Los sigue preparando como antes, con el corazón cortado más chico, favoreciendo la penetración del adobo en la carne y proporcionando, de paso, un mejor rendimiento del calor.

El anticucho es un plato viajero. Es habitual encontrarlo en las calles de La Paz (dos referencias: calle Aspiazu con 20 de Octubre y en Zona Sur, Calle 15 de Calacoto con Ballivan). Dicen que llegó con los esclavos africanos. No estoy tan seguro. También forma parte del paisaje en las cocinas populares del Norte de África. Casi calcado —cambiando el ají panca por pimentón— lo encontré en muchas visitas a Marruecos. La última vez que lo busqué en Tánger me contaron que había sido vetado por las nuevas normativas sanitarias.

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