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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Miserables

Llevamos ya unos cuantos años en que nos desayunamos en la prensa con un nuevo caso de corrupción cada día y los telediarios nos sirven una buena ración de chorizos en el almuerzo

Está visto que la codicia humana no conoce límites. Hay gente cuyo afán de enriquecerse es infinito. Llevamos ya unos cuantos años en que nos desayunamos en la prensa con un nuevo caso de corrupción cada día y los telediarios nos sirven una buena ración de chorizos a la hora del almuerzo.

La podredumbre alcanza a todos los niveles: desde ministros a concejales, pasando por senadores, diputados, alcaldes, empresarios y conseguidores del más variopinto pelaje (Correa, El Bigotes, etcétera). El ambiente se ha vuelto irrespirable de tal modo que no es extraño el hartazgo de la ciudadanía hacia los políticos. No todos están pringados, pero la mancha es de tal magnitud que emponzoña a cualquiera que tenga alguna responsabilidad en la cosa pública.

El último escándalo, por ahora, lo ha protagonizado el otrora molt honorable Jordi Pujol i Soley. El que durante 23 años fue presidente de la Generalitat de Cataluña se ha convertido en el molt miserable a los ojos de la opinión pública, tras confesar que tiene una fortuna oculta en el extranjero. Él mismo ha admitido ser un evasor, al disponer de una abultada hacienda en paraísos fiscales.

Pujol y otros muchos esconden un patrimonio que probablemente no se podrán gastar en el tiempo que les quede de vida. Sin embargo, son insaciables. Cuanto más tienen, más quieren. ¿Para qué? Tal vez conlleve un placer cuyo disfrute se nos escapa al resto de los mortales. El avaro sólo pretende amasar más y más riquezas, siendo capaz de rebasar cualquier límite legal o ético con tal de cumplir su obsesiva manía.

Molière escribió en el siglo XVII El avaro o La escuela de la mentira, una comedia que deja al descubierto la mezquindad humana a través del rico usurero Harpagon. Desconfiado y avaricioso, a este se le iluminan los ojos al acariciar cada noche con delectación las monedas de oro que atesora en una arqueta.

Me imagino al señor Pujol recontando durante 34 años los millones de euros amasados. Tal vez esbozaría una sonrisa de autocomplacencia al repasar sus cuentas secretas, bien ocultas al fisco. Pero lo que resulta difícil de entender es que al presidente de la Generalitat jamás le temblara el pulso al administrar los impuestos pagados por sus conciudadanos.

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