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José María González I alcalde de Cádiz
Tribuna
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Rehenes del paro contra víctimas de la guerra

El alcalde de Cádiz ahonda en su opinión sobre los contratos navales con Arabia Saudí

El alcalde de Cádiz, José María González.
El alcalde de Cádiz, José María González.PACO PUENTES

Lean con atención. Esta es la historia del penúltimo contra el último. Pero déjenme que me remonte algunos años atrás. Era un 12 de julio de 1977. El buque Esmeralda arribaba a Cádiz para reparar averías. Cuando la nave chilena realizaba la maniobra de atraque, los trabajadores de Astilleros lo abucheaban. Aquel barco había sido utilizado como cámara de torturas flotante del régimen de Pinochet. En aquel momento, los trabajadores se negaron a repararlo. Yo tenía solo dos años pero recuerdo aquella lección de dignidad. La recuerdo porque mi padre era soldador y me la contó orgulloso. Por aquel tiempo, en Cádiz, las horas no las marcaban las agujas del reloj, sino el sonido de la sirena en los cambios de turno en el dique.

Fue entonces cuando a la provincia de Cádiz llegó otro barco. No era una nave cualquiera y llegó sin avisar. Era un barco pirata con un capitán sin palabra que vestía chaqueta de pana. Era el barco del paro. Aquí es donde empieza nuestra historia. El Gobierno de Felipe González fue quizás el principal responsable del desmantelamiento de los astilleros gaditanos a través de unos planes de ajuste denominados eufemísticamente “de reconversión industrial”, que supusieron una reducción de puestos de trabajo del 88% en la industria naval gaditana. El Partido Popular ha continuado en la misma dinámica de desmantelamiento y dejación de funciones en términos de desarrollo de un auténtico Plan Industrial, diversificación de la producción, desarrollo de la industria civil, etc. Más aún, el PP ha cerrado deliberadamente puertas de salida para nuestra industria con la penalización imbécil de las renovables.

Nada sustituyó al empleo industrial. Cádiz es la provincia con más paro de toda Europa. Esa realidad estadística no es neutra. La consecuencia más trágica de eso es algo que me toca reconocer en este punto: no somos un pueblo libre. Somos rehenes. Y a quién es rehén no se le puede pedir más que que responda con lo que le permita permanecer vivo. Somos rehenes de un secuestro que se sustenta en un chantaje permanente: o el paro o la emigración, donde están la mitad de mis vecinos, o el paro o la precariedad, donde está la otra mitad, o el empleo o la salud, y a mis vecinos les duelen los huesos como si fueran viejos aunque tengan 30 años, y ahora para este caso, una terrible y mezquina trinchera moral: o el empleo o los Derechos Humanos. Me han preguntado muchas veces cómo ha cambiado mi perspectiva en este viaje insólito del activismo al gobierno de una ciudad. Para mí el cambio fundamental después de un año y medio es que antes denunciaba los problemas en general, y esa denuncia era certera, y ahora esos problemas tienen nombre, apellidos, hijas y padres. Esos problemas tienen piel quemada y huesos doloridos con los que tengo la obligación de vestirme a diario. Si tengo ánimo para seguir adelante es porque sé que hay una estrategia de rescate para liberarnos de este secuestro pero me rebela la realidad cotidiana de que no tengo la capacidad suficiente para llevarla a cabo y que a quienes sí la tienen o les falta voluntad o les sobra cobardía.

Defendemos el empleo y defendemos los Derechos Humanos, entre otras cosas porque el derecho a una vida digna también es un derecho humano. Nunca debieron ser incompatibles. Quienes los han hecho incompatibles son precisamente aquellos que están detrás de las verdaderas razones que explican la guerra y sus podridos intereses comerciales.

Decía el filósofo Daniel Bensaïd que el sistema capitalista funciona como un ventrílocuo. Mientras agujerea el casco del barco en la oscuridad, coloca el foco de la culpabilidad sobre quienes nadan para no ahogarse. Fabricar barcos militares y estar en contra de la guerra es una contradicción. Pues claro que lo es, maldita sea. Una contradicción impuesta por un sistema injusto, en el que las decisiones sobre qué se produce en una empresa pública y a quién se le vende no están ni mucho menos al alcance de este alcalde ni de ningún ciudadano de a pie. Pero una contradicción al fin y al cabo. La asumo con toda la honestidad moral de la que soy capaz de armarme. Como alcalde de Cádiz, pero también como militante revolucionario y antimilitarista. Asumo esta contradicción, pero para poder superarla. Para otros no es una contradicción. Al Partido Popular de la guerra de Irak, no le duele la conciencia, porque no la tiene. Tampoco al parecer a la gestora del PSOE, supongo que porque se la dejaría atascada en alguna puerta giratoria. A nosotros sí. A mí me duele el metal de la Bahía porque mi casa olía al hierro con el que mi padre se dejaba los pulmones para alimentarme, de la misma manera que me duelen los refugiados que generan sus sucias guerras. Ojalá pudiéramos elegir como eligieron aquellos trabajadores hace cuarenta años frente al buque Esmeralda. Convencido de que las cosas no las cambian minorías intelectuales, por más razón que tengan en sus planteamientos, sino la mayoría social de las clases populares, por más contradicciones con las que tengan que bregar; mi lugar está junto a los trabajadores, nunca frente a ellos, para que en un futuro lo menos lejano posible podamos dejar de depender de estos contratos, tan insultantes para nuestros principios humanos como ahora vitales para la supervivencia de nuestra gente. Quien no tenga esta contradicción o es un inconsciente o forma parte de una élite biempensante sin voluntad o potencialidad real de cambio.

José María González Santos es alcalde de Cádiz

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