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Un pueblo cosido desde el mar

En Malgrat cada verano conviven sus dos almas: el pueblo y el destino turístico. La Pilona parece pacificarlas

Lluís Pellicer
La Pilona de Malgrat de Mar.
La Pilona de Malgrat de Mar.Joan Sánchez

Mientras descargaba las cervezas de la bandeja algún cliente apuntaba hacia el mar e inquiría: “¿Qué es esa roca?”. No necesitaba levantar la vista. “La-Pi-lo-na”, respondía. La mesa lo repetía y enseguida me anticipaba a la siguiente pregunta. “No, no es una isla. Ni una roca”. Tenía casi ensayado el discurso. Y saciar la curiosidad de los turistas sobre esa plataforma artificial que parece flotar a escasos 500 metros de la playa me permitía tomarme un respiro y relajar el brazo antes de volver a la barra para recoger una tanda de lumumbas.

Todos los pueblos vecinos tienen su icono. Calella exhibe el faro y Blanes presume de Sa Palomera. El de Malgrat es La Pilona. Esa plataforma, a la que los turistas se acercan con patinetes, se instaló a principios del siglo pasado, cuando una compañía francesa empezó a explotar las minas de Can Palomeres, que hoy son un refugio de una nutrida colonia de murciélagos. A través de un teleférico, hasta allí llegaban en vagonetas toneladas de hierro que se cargaban en los barcos. La actividad apenas duró un lustro, pero La Pilona pervive como tributo a las minas y a quienes trabajaron en ellas.

COMER, DORMIR, VER...

DÓNDE DORMIR

Hotel Sorra d’Or, en el Passeig de Llevant, 1-3. A un paso de la playa y al lado de la estación de Renfe, es el único hotel que queda dentro del casco antiguo de Malgrat.

DÓNDE COMER

Restaurante La Barretina, en la plaza de Josep Anselm Clavé, ubicado en el inmueble que ha concentrado la vida cultural; o El Cortijo, en la calle de Ramon Turró número 15.

UN LUGAR PARA VISITAR

El Parc del Castell de Malgrat, paseando desde la Torre de Ca l'Arnau y subiendo por la calle dels Arcs.

En esa plataforma acaba para la mayoría de viajeros foráneos el turismo cultural en el pueblo. Muchos no se mueven de esa ciudad paralela en la que cada verano se convierte el Passeig Marítim, sin apenas percatarse de esa mezcla imposible que resulta del olor del cloro de las piscinas y del aceite de las freidoras a pleno rendimiento. Al otro lado de la riera, pasada la calle de Sant Esteve, está el otro Malgrat, ajeno al bullicio del paseo.

Cuando era un crío era otra cosa. En las calles más cercanas al mar había hoteles y pensiones. Los turistas pisaban el pueblo. Algunos incluso lo vivían. Con salir a la calle bastaba para saber cómo de llena estaría la playa ese día por la intensidad del olor a crema solar. Hoy solo queda uno de esos hoteles. El resto, víctimas de su obsolescencia y de la burbuja inmobiliaria, se convirtieron en bloques de pisos. Los que coleccionamos imágenes de los restos del naufragio del ladrillo, por cierto, tenemos allí una pieza de museo en el inmueble que durante décadas acogió la fonda Can Guillem.

Un pueblo tirado a cordel

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La descongestión de turistas en el casco antiguo ha permitido que la playa del centro sea una gozada. Sé que no soy objetivo: mis padres tenían un chiringuito allí y crecí corriendo encima de esa arena gorda, que no se pega pero quema a rabiar. Antes a primera hora de la mañana salía de los hoteles un ejército de turistas a la caza de un trocito de playa al lado del mar. Hoy es más sencillo. Cuando tocan las once (sí, allí el campanario sigue dando las horas, sin que por ahora tenga noticia de que nadie se haya añadido a la moda de hacerlo callar) es una hora más que prudente para ir a la playa. O como decimos en Malgrat, para anar a marc (sí, con la c final).

No voy a mentir, no se van a encontrar ni calas espléndidas ni colores turquesa como más al norte. Aunque algunas tiendas de souvenirs insistan en ello, no, no es la Costa Brava. Pero yo soy feliz con una playa espaciosa, limpia y tranquila, de esas que te hundes cuando das tres pasos en el agua.

Hace años, nos lanzábamos y nadábamos hasta encontrar un banco de arena. Uno de aquellos que buscaba el Ciudad de Barcelona antes de hundirse frente a la playa en la que estamos. Un amigo me recordaba que el año que viene hará 80 años de aquello. El barco, que salió de Marsella con brigadistas internacionales hacia Barcelona y Valencia, fue atacado por un submarino franquista. Lo cuenta en el estupendo libro Malgrat 1930-1940: els anys silenciats la historiadora Sònia Garangou. Pese a que los pescadores acudieron en su auxilio, una cincuenta de brigadistas fallecieron.

Todavía me sorprende que Malgrat sea más conocido en Ámsterdam que en Lleida. Como buen destino turístico veterano, por el pueblo han pasado ya varias generaciones. Eso hoy es una desventaja. Calella y Lloret, con más pedigrí, lo pagan constantemente en los medios. Pero ya hace tiempo que nos tienen ojeriza. Josep Pla, por ejemplo, se bajó del autobús y se volvió a subir tras una cena que consideró “atroz” y no encontrar a demasiada gente que hubiera conocido al doctor Ramon Turró, que le hizo llegar a la conclusión de que a los malgratenses no les interesaba demasiado la historia. En fin, siempre nos quedará Ruyra.

Sí acertó Pla cuando describió el centro de Malgrat como “un pueblo tirado a cordel, cuadriculado”. Aún hoy pueden encontrar el formato de caseta i l’hortet. El centro del municipio da la sensación de orden, con calles peatonales y terracitas para tomar el vermut. Lo mejor es enfilar la calle de Mar hacia arriba. Allí nos topamos con Can Campassol, un parque al que nos llevaban a jugar nuestras madres —por suerte entonces aún jugábamos en la calle— que antaño fue una finca privada en la que nació Zenobia Camprubí, traductora de Rabindranath Tagore y esposa del Nobel Juan Ramón Jiménez.

En Malgrat el Modernismo también hizo sus pinitos. A escasos metros del parque está la Torre de la Vídua Sala, que tras décadas en tan mal estado fue reformada hace unos años, y no muy lejos el Ayuntamiento y la Torre de Ca l’Arnau, hoy la escuela de música municipal. Tras una parada casi obligatoria en la que conocemos como plaça de la Barretina, subimos por la calle dels Arcs, uno de esos rincones por los que uno no puede evitar pasar. Y de ahí al castillo, a disfrutar de la panorámica. Uno, que es un nostálgico, echa de menos la chimenea de la antigua Fàbrica de l’Aigua. Pero miren: a un lado, el pueblo, y al otro, el paseo. Y en el mar, La Pilona pacificando las dos almas.

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Sobre la firma

Lluís Pellicer
Es jefe de sección de Nacional de EL PAÍS. Antes fue jefe de Economía, corresponsal en Bruselas y redactor en Barcelona. Ha cubierto la crisis inmobiliaria de 2008, las reuniones del BCE y las cumbres del FMI. Licenciado en Periodismo por la Universitat Autònoma de Barcelona, ha cursado el programa de desarrollo directivo de IESE.

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