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Un gozoso despiporre

Mika, apóstol del tecnicolor y la purpurina, inyectó felicidad con su música ante unas 2.500 personas desde el Palacio de los Deportes en una fiesta que abomina de los prejuicios

Mika durante su concierto del lunes en el Palacio de los Deportes.
Mika durante su concierto del lunes en el Palacio de los Deportes.Claudio Álvarez

Mika acredita ya casi una década empeñado en documentar musicalmente la sensación de vivir, un objetivo temerario si advertimos que la vida tiene, en general, sus cositas y los primeros escalofríos otoñales en los tuétanos tampoco invitaban este lunes a un mínimo alborozo corporal.

La propuesta del autor de Grace Kelly implica en ese sentido algo de falsario, como un placebo piadoso para persuadirnos de que las grandes bolas de espejo emergen desde el cielo cuando menos se las espera y los querúbicos bajistas lucen alas de angelote con policromía arcoíris. Pero la concepción del arte como maniobra de escapismo se remonta seguramente a los tiempos de Altamira, así que nada hay de malo en que un treintañero espigado, estiloso y con alma de Peter Pan se esfuerce durante dos generosas horas en proporcionarles el espejismo de la felicidad a los 2.500 feligreses que se acercaron por el Barclaycard Center. Es cierto que afuera no entraban ganas de dar un solo paso al frente, pero hasta Michael Jackson vio claro, cuando aún no le derrapaba demasiado la cabeza, que todos tenemos derecho a nuestra parcelita en Neverland.

El chico de origen libanés lidia con la fastidiosa maldición musical de no haber superado aún su primer disco, incluso aunque ya vaya por el cuarto, pero su desparpajo para bombardearnos con una avalancha de títulos contagiosos no está al alcance de casi nadie. El repertorio de Mika es, al igual que su puesta en escena (los decorados de cómic, el neón con la palabra “Heaven” sobre nuestras cabezas, la caravana hippy identificada como “Paradise”), una permanente oda al placer culpable, un pastiche descomunal.

El crítico circunspecto siempre optará por afilar el colmillo y otorgar dos estrellitas vergonzantes sobre un total de cinco, pero ese análisis altivo y acartonado omite la capacidad de Michael Holbrook Penniman Jr. para abrazar toda la historia del pop con purpurina, desde Elton John a Queen, Rufus Wainwright, Pet Shop Boys o Scissor Sisters. Y desdeña el mérito de quien ha combatido amarguras propias y ajenas con una riada de estribillos explosivos como una bomba de confeti. Frente a ese mundo de circunspección y apariencias con el que bregamos a diario, la pista era el lunes un gozoso despiporre de amor compartido y hasta autoerótico, la apoteosis multicolor de tórtolos arrobados, jefecillos sin corbata y chicos gais que aprovechan para besar efusivamente a sus amigas heteros.

Mika volvió a exhibir el desmadre de sus fabulosos falsetes petardos (Relax Take it Easy, Rain) y confirmó esa vocación de entretenedor que hace de cada noche un episodio diferenciado, ya sea porque ensaye la adaptación al castellano de Talk About You que le tendía un espectador o porque suba al escenario a una chavalilla que le regaló una marioneta. Sí, todo es tan hiperbólico como una sesión combinada de El Rey León y Priscilla en formato monodosis, pero solo un cuerpo prejuicioso se resiste a una orgía de éxitos pasados o futuros (Staring At The Sun emerge como el nuevo himno que corearía Chris Martin). Y de préstamos más o menos descocados: Talk About You es un delirio parejo a Será Porque Te Amo (Ricchi & Poveri), Live your life homenajea a George Michael y hasta la preciosa y más introspectiva Ordinary Man, que sirvió para cerrar la velada, constituye una evidente relectura de Sorry Seems To Be The Hardest Word.

Afuera esperaba la calle gris, pero el muchacho de melena súbitamente alisada sigue conservando su misma fe en la vida en tecnicolor. Y ya lo dice la canción: “Si este es el fin del mundo, hagamos una fiesta”.

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