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LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Vicios

La 'butifarra' es cosa de dos y estoy solo, sin tabaco, acabé el vino, no sé dónde dejé las cartas y he perdido a mi colega Ricard

Ramon Besa
Partidas de cartas en un casino.
Partidas de cartas en un casino.PERE DURAN

Hace ya 25 años que no fumo, últimamente me controlan hasta la bebida y también he dejado de jugar a cartas. La familia y mi médico de cabecera se pusieron de acuerdo muy rápido para hacerme la vida imposible con el cuento de que protegen mi salud y me quieren para muchos años. Admito que a menudo tengo la tentación de encender un habano, sobre todo en las bodas y fiestas de guardar, y solo desisto cuando recuerdo la promesa que le hice a mi hijo, preocupado como estaba por mí después de ver cómo morían sus abuelos por un cáncer de pulmón; soy consciente de que si le prendiera fuego al cigarro al acto volvería a consumir tres paquetes de cigarrillos diarios como cuando en la mili aprendí a mezclar el tabaco rubio con el negro. Y admito que me gusta mucho el buen vino, más que el cava, y debo andarme con cuidado con las copas que tomo en cada comida porque en caso contrario me daña el hígado y la cabeza, nada grave de momento, según la última analítica. Pero de todos los vicios a los que he tenido que renunciar el que peor llevo es el de no poder echar la partida.

Me acostumbré desde muy joven, porque cuando ya pedaleaba por las calles del pueblo y soñaba con poder jugar en el equipo de fútbol, por entonces protagonista de los partidos de fiesta mayor de la comarca, me desvivía por escaparme hasta el café para ver cómo echaban las cartas, sobre todo los domingos, los días de fiesta y los miércoles por la noche, que era cuando la gente de payés se asomaba hasta el bar para sellar la quiniela. Había mesas para el truc de cuatro y de seis, la barrotada, el set i mig, el canari, la butifarra y para la senyora, un juego que se organizaba a escondidas, una perdición para más de una familia, hipotecada por un heredero capaz de cualquier cosa por ganar una mano. Mi madre sufría mucho desde que le contaron que me manejaba muy bien con las cartas, casi tanto como mi abuelo Ramon, un ídolo para mí, seguramente porque siempre admiramos más a quienes no hemos conocido —y sobre los que nos han contado las mil y una—, que a muchos de los que hacen vida con nosotros y cuidan para que no caigamos en malas tentaciones.

Yo me aficioné a la butifarra. Nunca apostábamos dinero sino que la pareja perdedora pagaba el gasto de la mesa, poca cosa, salvo las tardes de locura y desenfreno que muy bien podían acabar con la botella de whisky. Las hubo de muy celebradas, más que cualquier programa que echaran por la tele, que siempre estaba puesta y nadie le hacía caso. Acabé formando pareja con Ricard Mampel y teníamos tal complicidad e intuición que sabíamos las cartas de uno y otro a partir del momento en que se cantaba el palo y empezaba la partida. Lo nuestro era telepatía. Su ironía, y a veces su tono corrosivo, mezclaba muy bien con mi severidad, incapaz como era de admitir un error, seguro como estaba de tener la razón. Tan bien congeniábamos que parecíamos una pareja de hecho, con y sin cartas, como nos hacían notar en nuestras excursiones por la Terra Alta en busca de las mejores bodegas y del último descubrimiento sobre la Guerra Civil.

Me lo pasaba muy bien en el bar y en casa, ya fuera la mía o de los demás, con aquel juego absorbente que estimulaba el cálculo, propiciaba la concentración, fomentaba la psicología y, contados los puntos —jamás vi un céntimo sobre la mesa—, provocaba debates y discusiones torrenciales que ponían a prueba a la pareja más sólida, sobre todo cuando el escenario era nuevo y el código y normativa de los contrincantes funcionaba de manera distinta; aunque las reglas son las mismas, en cada pueblo se juega de una forma diferente a la butifarra, peleada con la rutina. Ahí estuvo mi perdición: me acusaron repetidamente de no saber perder, que jugaba para ganar y no para divertirme —como si fuera un caso único—, y decidí dejarlo, como el tabaco y en parte la bebida. Hoy soy una persona más tranquila y formal, y también más castrada, porque no sé hacer las cosas sin pasión.

Me cuesta ir al bar, a mis amigos solo les gusta el póker cuando no se centran en cocinar y jamás en la vida me acostumbraré a jugar a la butifarra por ordenador. Había decidido convencer a Ricard para regresar a la mesa de juego después que el trasiego por el diario me haya apartado de Claudi Pérez, de Serafí del Arco y de Tomás Delclós. Y justo entonces, el domingo, se murió mi amigo del alma. Sin él jamás sabré arrastrar, ni barrotar y me calarán si salgo de semifallo. La butifarra es cosa de dos y estoy solo, sin tabaco, acabé el vino, no sé dónde dejé las cartas y he perdido a Ricard. Añoro el puro vicio.

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Sobre la firma

Ramon Besa
Redactor jefe de deportes en Barcelona. Licenciado en periodismo, doctor honoris causa por la Universitat de Vic y profesor de Blanquerna. Colaborador de la Cadena Ser y de Catalunya Ràdio. Anteriormente trabajó en El 9 Nou y el diari Avui. Medalla de bronce al mérito deportivo junto con José Sámano en 2013. Premio Vázquez Montalbán.

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