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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Hagamos la Biblioteca Central en el Vallès

Hay que evitar privilegiar Barcelona con la concentración de ‘tesoros’ que corren el riesgo de resultar redundantes

La Biblioteca de Birmingham tiene un espacio para celebrar bodas. Es ciertamente injusto destacar esto porque es un equipamiento cultural: permite el estudio, la creación musical, el teatro y, entre otras muchas cosas, leer. ¡Feliz Sant Jordi, pues! Somos una humanidad hedonista a la que el hecho secular de tener un libro entre las manos le parece poco, así que las bibliotecas se van adaptando a ser contenedores multiusos que cuentan las visitas por millones, como las ferias, aunque la mayoría no sean lectores a secas. Ahora estamos en el Año de las Bibliotecas, recordando la magnífica consigna de la Mancomunitat que establecía que todo municipio tenía que tener una y, consecuente, inauguró la primera pública —noucentista, preciosa— en Valls, en 1918.

La efeméride ha vuelto a abrir el debate de la Biblioteca “provincial” de Barcelona, cuya construcción va a cargo del Ministerio pero que no entra nunca en los presupuestos; tampoco el 2015, dicho sea de paso. Somos la única provincia sin biblioteca ministerial. Llegará tan tarde que ya se habla de construir un equipamiento polivalente, una revolución en el mundo de las bibliotecas, una cosa hasta ahora inédita.

La pregunta es si Barcelona, que cuenta con la Biblioteca de Catalunya, necesita una biblioteca provincial: quizás el cambio de función, ampliando contenidos, nos está diciendo que no. Hay otras obsolescencias: la localización, que ha sido ambulante, está fijada en un espacio vacante detrás de la Estació de França —que también debería tener otro destino: la ciudad no se acaba nunca. Pero en la morfología futura de Barcelona sería más inteligente un equipamiento cultural de primer orden en la Sagrera, un poco como la nueva Biblioteca Nacional de París creó de la nada una centralidad. El emplazamiento previsto es simplemente llenar un hueco. A la Sagrera le faltan años —también va a ritmo de ministerio— pero no podrá cobrar vida sin cobrar al mismo tiempo sentido, sentido urbano.

Las bibliotecas se van adaptando a ser contenedores multiusos que cuentan las visitas por millones

Ahora bien, seguiría siendo un planteamiento convencional. La Biblioteca, a la que llamamos Central para esquivar el apelativo provincial, no tiene por qué estar en Barcelona. La función de coordinación la puede hacer desde cualquier parte y se supone que Barcelona juega sus cartas con vocación metropolitana. Seamos atrevidos. Pongamos este gran equipamiento en el confín del corredor del Vallès, que es una línea continua de conocimiento que pasa por Sant Cugat, la Universitat Autònoma, el Sincrotrón Alba que tiene adherido y una serie de empresas punteras situadas a lo largo de la B-30. Estoy diciendo que la Biblioteca Central se haga en Terrassa. La ciudad vallesana tiene tradición cultural y, contrariamente a su rival Sabadell, posee un buen surtido de equipación popular, el tipo de servicios culturales que está destinado a la gente, en especial a la juventud, incluida la formación. Sabadell, de fuerte regusto industrial, paga el precio de haber tenido un alcalde mítico y querido, Antoni Farrés, que no tenía interés por la cultura: su apuesta fue la base popular de los barrios, las necesidades perentorias de la gente.

Decía el otro día Oriol Nel.lo: el equilibrio territorial no se calcula por dónde esté ubicada la población —Catalunya tiene ahí un problema ya irreversible— sino por el grado de equidad que presenta el acceso a los servicios y a la renta. Es una definición interesante, propia de una persona que ha pensado mucho en este tema desde la academia y desde las instituciones. La aberración de tener la mitad y más de la población al entorno de la capital a lo mejor tampoco se hubiera evitado de haber sobrevivido la democracia, pero es seguro que la dictadura empeoró las cosas porque mandó al garete las planificaciones hechas por los dos gobiernos progresistas del país, el de la Mancomunitat y el de la República. Tenían vocación de distribución, precisamente, pero la gente va allá donde hay oportunidades y durante años —décadas— Barcelona se lo ha comido todo.

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Redistribuir servicios y oportunidades no es mala idea ahora que determinadas cosas se pueden volver a planificar, con múltiples datos en la mano. Y con una movilidad más eficiente, como mínimo en proyecto. Ahora mismo se está adecuando al siglo XXI el Plan General Metropolitano, que por fuerza tiene que tener una visión de armonía regional. Es el gesto concreto el que mueve después el resto de las cosas: un punto de centralidad alejado de la capital reordena el territorio, obliga a facilitar desplazamientos, ejerce de llamada a una nueva calidad y crea, en definitiva, país; que es una de las funciones de la capital. Ya va siendo hora de evitar privilegiar Barcelona con la concentración de tesoros que corren el riesgo de resultar redundantes. Fijar la población joven en otras ciudades requiere un esfuerzo de generosidad y equilibrio por parte de una capital acostumbrada a la acumulación.

Patricia Gabancho es escritora.

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