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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La fiesta ha terminado

En política, si no se tiene autonomía no se tiene autoridad. Mas carece de ella, por eso está ya políticamente muerto

Manuel Cruz

En términos generales, se puede sostener, con escaso temor a equivocarse, que cuando un político echa mano de un lenguaje de resonancias más o menos épicas y empieza a lanzar afirmaciones enfáticas del tipo “la lucha continúa”, “el combate será muy largo”, y otras de parecido tenor, lo que en realidad está intentando decir, sin que se le note demasiado, es que da por perdida la batalla en la que hasta ahora andaba enzarzado. En concreto, cuando en Cataluña en las últimas semanas altos cargos del Gobierno y políticos afines al soberanismo reiteran a la menor ocasión la idea de que no todo termina el 9-N, de que hay vida más allá de esa fecha, o de que la prosecución de los objetivos últimos se prolongará por mucho tiempo, no hay la menor duda de que están intentando, en lo posible, desactivar la espoleta de rabia y frustración que todo el mundo viene anunciando para cuando sea por completo evidente que la consulta no tendrá lugar.

Siendo grave, tal vez la cuestión más relevante a estas alturas haya dejado de ser si merecen algún tipo de reproche político quienes, a pesar de ello, continúan reiterando los tópicos mensajes para reafirmar a los convencidos, mensajes según los cuales se mantiene intacta la hoja de ruta, solo hay un plan: votar, el proceso es imparable, etcétera. Parece evidente que el grueso de los protagonistas políticos están atrapados en sus propias palabras, sin posibilidad alguna, tras todo lo que le prometieron a sus respectivos electorados, de intentar la ineludible rectificación, pero, sobre todo, sin el necesario coraje para emprenderla. Persisten, obrando de esta manera, en la tarea de inflamar a la ciudadanía catalana a base de presentar como ineluctable un acontecimiento que ni ellos mismos tienen la menor confianza en que se vaya a producir. Sin embargo, da la sensación de que cada vez más gente en Cataluña ha decidido ser condescendiente ante tales mentirijillas, probablemente porque ha percibido lo que tienen de expresión de impotencia.

O tal vez la condescendencia se deba también a que la ciudadanía catalana tiene memoria, y no ha olvidado episodios no tan remotos y de parecido signo. Pensemos, por ejemplo, en las reacciones tras la coincidencia de declaraciones el pasado mes de agosto por parte de Joana Ortega, Joan Rigol y Santi Vila en el sentido de que no convenía políticamente plantearse seguir adelante con la consulta si el Tribunal Constitucional la suspendía. De inmediato, se produjo una salida en tromba por parte del resto de partidos del bloque soberanista rechazando de raíz la posibilidad misma de ningún tipo de aplazamiento, e incluso haciendo explícitas apelaciones a la insumisión.

Tan airada reacción —que a muchos, sin duda, les debió parecer sobreactuada— recordaba los episodios de emulación que tuvieron lugar en Cataluña durante la etapa de redacción del Estatut entre las diversas fuerzas políticas catalanas favorables al mismo (CiU no queriendo ser menos que ERC, y PSC no queriendo ser menos que CiU), y que dieron lugar a las desastrosas consecuencias denunciadas por Duran i Lleida en su momento (lo que, en el caso de este político, significa siempre, por definición, ex post facto).

Pero, decíamos, centrarse en estos aspectos, sin duda importantes, probablemente distraería de lo esencial. Lo esencial es, en el fondo, lo que señalan tantas personas en Cataluña cuando, en conversaciones cotidianas sobre la deriva del procés, comentan el escaso margen de maniobra político del que dispone Artur Mas. En efecto, opinando sobre la posibilidad de que desde Madrid se puede plantear alguna propuesta (obviamente, en una línea más o menos reformista del actual orden constitucional) para desatascar el conflicto, todos hemos escuchado en más de una ocasión en boca de ciudadanos de a pié la frase: “eso ERC no lo aceptará nunca”. La frase constituye un síntoma extremadamente revelador: en ningún caso la primera reacción espontánea de todos esos ciudadanos es comentar “Mas no lo va aceptar”.

Con otras palabras, se da por descontado que Mas carece de toda autonomía política. Pero en política si no se dispone de dicha autonomía, no se tiene autoridad. Y quien carece de autoridad, está muerto políticamente. No descarto que esta última afirmación pueda parecerle a más de un lector tan rotunda como poco evidente. Pero la brillante metáfora que en alguna ocasión utilizó Jean Baudrillard quizá haga más comprensible lo que pretendo señalar. Observaba el filósofo francés que, a veces, en situaciones de diverso orden, se produce una apariencia de vida que resulta por completo engañosa y que recuerda lo que ocurre con los cuerpos de quienes acaban de fallecer. A los cadáveres, durante un período corto de tiempo, les continúa creciendo el pelo y las uñas, apariencia que solo el iluso o el ignorante confundirían con la presencia de vida.

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Acaso esa sea la metáfora adecuada —a pesar de su dureza— para describir el comportamiento de quien ignora que su carrera política ha concluido y sigue actuando como si nada, fantaseando que diseña el futuro, ajeno por completo a su propia muerte.

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