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Los pucheros de la señora Cospedal

La tentación del gobernante de cambiar las reglas del juego electoral para arrimar el ascua a su sardina es tan vieja como las elecciones mismas

La tentación del gobernante de cambiar las reglas del juego electoral para arrimar el ascua a su sardina es tan vieja como las elecciones mismas. Baste considerar que una de las técnicas más viejas al efecto, manipular el mapa electoral para favorecer a los buenos y castigar a los malos, tiene un nombre que invoca un gobernador de Massachusetts de finales del siglo XVIII: guerrymandering. Por eso no debe extrañar que en las democracias consolidadas se combata esa tentación mediante reglas estrictas y decisiones judiciales rigurosas. Si para muestra basta un botón sirva la siguiente: desde 1962 el Tribunal Supremo de los Estados Unidos niega la constitucionalidad de cualquier modo de organizar las elecciones que de al voto de unos electores una influencia -un valor inicial del voto, en términos estrictos– que exceda un umbral del 5% del valor medio. Si tal criterio se aplicara aquí solo pasarían el listón las elecciones municipales y las europeas. Si se aplicara el criterio del Consejo Constitucional francés –el 20% de margen sobre el valor medio– se caerían todas las elecciones autonómicas salvo las catalanas y las madrileñas, y les acompañarían las legislativas en todas las provincias de hasta 750.000 habitantes más o menos. De las diputaciones provinciales mejor no hablar, a la postre no son sino la conservación de las previsiones de la elección de diputados provinciales del tercio municipal de la ley de bases de régimen local de 1975.

No es difícil de entender porqué el Supremo USA, el Consejo francés o el Constitucional germano son tan estrictos en la materia. Como apuntara en su día el padre del liberalismo conservador, es decir, Montesquieu, en una democracia, la electoral es la más importante de todas las leyes, toda vez que es la ley que establece como se genera la representación nacional a partir de la rigurosa igualdad política de todos los ciudadanos, porque estos son políticamente iguales si, y solo si, sus votos tienen exactamente el mismo valor, el mismo peso en la determinación del resultado, antes de comenzar la votación. La razón que se halla detrás del ligamen –que algunos entienden genético- entre sufragio universal y representación proporcional tiene ese fundamento.

La razón de ser de los cuerpos representativos, antes incluso que el ejercicio de sus potestades, radica precisamente en su capacidad para ser un fiel reflejo del pluralismo político existente en una sociedad, toda vez que es esa capacidad la que no solo hace que los electores se sientan representados, es decir, se reconozcan en el cuerpo que han elegido, sino también hace que las decisiones que esos cuerpos adoptan puedan ser legítimas. Es eso lo que explica tanto la preferencia a favor de la representación proporcional como la articulación de formas de integración de minorías si se opta por la decisión mayoritaria (como la limitación del voto que se usa en la elección del Senado, o la decisión por mayoría absoluta de los sistemas francés o australiano). Ahora bien, como todos los análisis empíricos de sistemas de elección concuerdan en afirmar, la variable que más importancia tiene para alcanzar ese resultado no es tanto la fórmula electoral que se escoja cuanto el tamaño del cuerpo representativo y, en razón del mismo, del tamaño de los distritos electorales. Y en eso llegamos a los pucheros.

El núcleo fundamental de la cocina a la que la señora Cospedal nos invita se halla en el artículo 10.2. del Estatuto castellano-manchego en su vigente redacción: el Parlamento se compone de entre 25 y 35 diputados, esto es la Cámara Legislativa tiene el tamaño de una diputación provincial, de hecho, si la ley electoral así lo dijera y se optara por el tamaño mínimo el Parlamento sería menor que la diputación provincial de Valencia o Sevilla. El proyecto de ley electoral fija ese número en 33; más o menos un diputado por cada 65.000 habitantes (un tercio más que el diputado valenciano y un cuarenta por ciento más que uno catalán, más o menos), pero como el distrito electoral es la provincia el tamaño medio cae a 6,6 escaños/distrito. Lo que en cristiano equivale a decir que fuera del caso en el que se adoptara una fórmula electoral de muy baja sensibilidad a la variable tamaño (como el VUT o una versión radical del mayor resto) el sistema electoral que se diseña no puede producir la “representación proporcional” que exigen tanto el precepto estatutario como el artículo 152 de la Constitución. Porque en ambos casos lo que se exige no es que sea proporcional el procedimiento (la fórmula electoral), sino el resultado de su aplicación: la “representación”.

En otras palabras: el sistema está pensado para, estableciendo una combinación de escaso tamaño y fórmula electoral que exige distritos grandes o muy grandes para dar un resultado proporcional (el D´Hondt, naturalmente), sobre la base de un valor inicial del voto que es distinto según la provincia en la que se vote, producir un patrón de resultados aun más mayoritario que el que podría producir la decisión por mayoría absoluta al estilo francés o la elección en distrito uninominal al estilo británico, primando a aquellos distritos donde la mayoría relativa de los electores “vota bien” al efecto de que, aunque no tenga la mayoría electoral, venza en las elecciones el “único partido que defiende la unidad de España” (Cospedal dixit), que, por feliz casualidad es aquel del que la señora presidenta es secretaria general. Eso si, se hace para bajar los costes de un parlamento… en el que los diputados no tienen sueldo (y por eso en el que no podría ser diputado el que suscribe ¿hay que comer, no?). Como pueden ver Elbridge Guerry ha dejado ilustre descendencia.

Los pucheros de la señora Cospedal. Y luego habrá quien se queje por el éxito del populismo de Podemos.

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