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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

De historiadores y patrias

La ciencia histórica no es como la matemática, debe convivir con subjetivismos, como los ideológicos

A lo largo de las últimas semanas he seguido con el lógico interés —pero sin ninguna pretensión de equidistancia— el intercambio de textos que, en estas páginas, han mantenido diversos colegas a propósito del proceso soberanista en Cataluña y, partiendo de ahí, acerca de la supuesta parcialidad nacionalista de los historiadores (¿muchos? ¿todos?) catalanes. Abrió la polémica, el 19 de octubre, un artículo (El tigre que nunca debió salir de su jaula) de Gabriel Tortella Casares, insigne historiador de la economía del que no se conoce investigación alguna sobre la historia político-social de Cataluña ni sobre la relación de esta con España. Tal vez esa falta de fundamento explique la audacia con la que Tortella confundía a Azaña con Ortega, y una boda principesca del siglo XV con el nacimiento de una nación (la española, claro...); o afirmaba, contra incontables evidencias documentales, que la derrota de 1714 cayó en el olvido “hasta finales del siglo XIX”.

Por lo demás —y dicho con el mismo respeto que Gabriel Tortella exhibe hacia quienes no piensan como él—, el andamiaje argumental de su artículo era de charleta de barra de bar, basado en “unas conjeturas”, “la lectura de la prensa” —me imagino cuál— y “algunas conversaciones”. Sea usted catedrático emérito para esto. La conclusión estaba a la altura de todo ese rigor: el problema de Cataluña radica en “unos celos violentos por no ser el centro de España y porque el idioma catalán tenga un relieve insignificante comparado con el castellano”, frustraciones azuzadas por la labor adoctrinadora de los gobiernos de Pujol, que han deformado y falseado la historia.

La ciencia histórica trabaja con condicionantes distintos a los de la biología, la física o las matemáticas

Razonadamente rebatidas el 26 de octubre por los profesores Borja de Riquer y Joaquim Albareda (Todo vale contra el catalanismo), las tesis de Tortella recibieron el apoyo del catedrático de Zaragoza Guillermo Pérez Sarrión (Cataluña y la pasión por la causa, 14 de noviembre). Y fue éste quien desplazó el debate hacia la cuestión: la supuesta “interpretación sesgada de la historia” que practican “los historiadores nacionalistas”; su movilización “al servicio de una causa, en este caso el nacionalismo catalán”, que les hace perder credibilidad.

Ciertamente, la ciencia histórica trabaja con condicionantes distintos a los de la biología, la física o las matemáticas, debe convivir con subjetivismos (ideológicos, territoriales, escolásticos...) que los profesionales tenemos el deber de gestionar, sabiendo siempre que los debates interpretativos son el motor de nuestro oficio, y que la objetividad es inalcanzable. Pero esta problemática es universal: no hay ningún país del mundo cuya historiografía sea ajena al “punto de vista nacional”.

Y España menos que ninguno. Desde el padre Mariana, la historiografía castellano-española se caracterizó siempre por su fervor patriótico y su oficialismo, desdeñando las visiones críticas como “leyenda negra” o como obra de la “anti España”, según las épocas. Claro que ha habido, sobre todo en las últimas cuatro o cinco décadas, una importante renovación de métodos y planteamientos. Pero el núcleo duro del establishment historiográfico estatal sigue sólidamente anclado en el conservadurismo ideológico más rancio y el nacionalismo español más excluyente.

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Quienes crean que exagero no tienen más que recordar la absolución del franquismo que se hace en ciertos artículos del magno y carísimo Diccionario Biográfico Español promovido por la Real Academia de la Historia. Y, una vez fijada la vista en aquella docta casa, pueden hojear también otro de sus productos, el volumen colectivo España como nación (2000), una sofocante apoteosis de autocomplacencia acrítica.

En su artículo citado más arriba, el profesor Pérez Sarrión critica que la catalana —o parte de ella— se haya convertido en “una historiografía militante”. Y bien, ¿es militante, por ejemplo, la producción del catedrático de Deusto Fernando García de Cortázar, Premio Nacional de Historia en 2008? ¿Lo era cuando, una década atrás, actuaba como historiador de cámara de la FAES? ¿Y cuando el Gobierno de Aznar le confió la dirección de la serie televisiva Memoria de España, que comenzaba con el big bang y en la que los dinosarios ya eran españoles, aunque ellos no lo supiesen?

Los miembros de la comunidad académica española que —por gremialismo o por identificación ideológica— no objetaron e incluso aplaudieron tales esencialismos, tales atropellos al rigor científico más elemental, carecen de cualquier autoridad para acusar a otros de militantismo historiográfico. Quienes nunca le han rebatido a Rajoy esa bobada de que España es “la nación más antigua de Europa”, no pueden tachar a ningún colega de “nacionalista” por el mero hecho de que tenga como marco de análisis una nación sin Estado. Tal es, en realidad, el gran problema. Pero incluso El Roto asume la convención dominante y, en su viñeta del pasado sábado, cubre al emisor del eslógan (Historiador, tu patria te necesita) con una barretina. ¿Y por qué no un tricornio?

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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