¡Milagro!
Se abre el telón: yo necesito contratar a un trabajador. Lo necesito para que desempeñe una tarea en mi beneficio, para que mi negocio crezca, para que mejoren mis expectativas de futuro, es decir, para lo que cualquier empresario contrata a un trabajador. Ahora bien, yo lo selecciono, lo contrato y me beneficio de su fuerza de trabajo, pero no le pago, eso no. Porque a mi trabajador, le paga el sueldo usted.
Usted le paga el sueldo y, por descontado, la cuota de la Seguridad Social. Mi trabajador, que trabaja para mí, en mi exclusivo interés, sin costarme un céntimo, tiene las mismas obligaciones que los demás, pero no disfruta de los mismos derechos, pues no faltaría más. A mí no me interesa que su contrato sea indefinido, y por tanto impongo la condición de renovárselo, o no, cada año, según me convenga. Por supuesto, para mantener esta exigencia es imprescindible que no le reconozca la antigüedad, ¿no? Pues no se la reconozco, y andando. Como, por otra parte, me reservo el derecho a decidir por mi cuenta los criterios que regulan los despidos, consigo que todos sean procedentes, medida muy ventajosa que me permite ahorrarme las indemnizaciones después de haberme ahorrado los sueldos.
Se baja el telón: ¿quién soy yo? Por si necesitan alguna pista, les diré que, aunque parezca mentira, no estoy fuera de la ley, por más que en mi país existan sindicatos, convenios colectivos, magistraturas de Trabajo y una legislación que protege los derechos de los trabajadores. De todos menos de los míos, claro está. ¿Qué, hay alguien que todavía no ha caído? Exacto, yo soy la Iglesia católica española, y mis empleados, los profesores de religión. Y a propósito de religión... Después de este resumen de la sobrenatural, casi divina naturaleza de mi gestión, a ver quién es el listo que se atreve a decirme que los milagros no existen.
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