"La poesía es misterio y precisión"
En su casa de la calle del Obispo Fitero, en Córdoba, su ciudad natal, Pablo García Baena, que ayer cumplió 86 años, vive rodeado de imágenes religiosas, libros y cuadros. Una Virgen Dolorosa y la Comedia humana, por ejemplo. Más allá, el retrato del poeta dibujado en 1957 por Antonio Povedano. En esa casa de la vida, García Baena habla sin levantar la voz.
PREGUNTA. Después de dieciséis años, publica usted un libro nuevo, una antología, y reedita otro. Y eso que siempre ha sido sospechoso de guardar silencio.
RESPUESTA. A mi edad soy sospechoso de todo. La verdad es que no entiendo la poesía como una ocupación. Viene cuando ella quiere. Ponerse a escribir no sirve de nada. Durante estos quince años he estado viviendo. De todos modos, quitando los primeros, siempre he tardado bastante entre libro y libro. Si hubiese estado quince años escribiendo Los campos Elíseos, el resultado sería horrible.
"Leo a los poetas jóvenes, pero las novelas de ahora me cansan un poco. El código Da Vinci es entretenido pero está lleno de errores y datos sin fundamento"
"Al contrario que la cara, que se va llenando de arrugas,la poesía, con el tiempo, se va depurando, se va haciendo más joven"
P. ¿Ha cambiado usted? ¿Su poesía?
R. Sigo una misma línea, aunque siempre hay algo nuevo. Al contrario que la cara, que se va llenando de arrugas, la poesía, con el tiempo, en lugar de envejecer, se va haciendo más joven. Se va depurando, se va haciendo más sencilla, más desnuda. Aunque es la misma, al fin y al cabo. Las preocupaciones y los temas son los mismos. Tal vez la voz es más auténtica.
P. Usted siempre ha cantado a la belleza, pero en Los campos Elíseos da la impresión de que la belleza que usted canta está perdida para el mundo.
R. Se puede cantar todo. La tristeza no es bella y, sin embargo, se han hecho cantos bellísimos a la tristeza. La poesía no es sólo el canto a la hermosura. Lo que sí tiene la palabra es que embellecer los momentos más humanos: la muerte, el olvido, el desengaño del amor
P. ¿La belleza está perdiendo su sitio?
R. La belleza es la vida, con toda su complejidad. Hasta los basureros con las gaviotas pueden ser bellos. Esa terrible imagen de las gaviotas... Antes eran unos seres que se identificaban con la belleza del mar y ahora se han desplazado hasta la basura. Puede cambiar el sentido que teníamos de la belleza, pero hay hermosura en cualquier cosa, por humilde que sea.
P. A usted siempre se le ha atribuido un cierto preciosismo en el lenguaje.
R. Las palabras acuden y siempre se puede escoger. Yo entiendo que la palabra ha de ser la más precisa, y si la más precisa es un poco arcaica, no tengo ningún miedo en usarla, lo cual no quiere decir que yo trate de usar un lenguaje premeditadamente enriquecido, como en esas novelas de Ricardo León, tan empedradas de pedrería que ya no se soportan. La poesía es misterio y precisión. Yo lo digo de la música en un poema de Los campos Elíseos, pero me refiero a la poesía.
P. En ese libro habla del amor, la patria y la poesía como de "bártulos de desván". ¿Es una descripción o un lamento?
R. El mundo, afortunadamente, está cambiando todos los días. Los que ya pasamos de una cierta edad -más bien incierta- tenemos una idea de lo que es el amor, la patria o la poesía que se ha ido arrinconando. No sé si es mejor o peor, pero para un poeta mayor es su mundo el que se viene abajo. Se viene abajo pero para que nazca otra cosa nueva. Lo caduco no se tiene por qué eternizar. Los poetas tendremos que cantar de otra manera.
P. Es usted optimista.
R. A pesar de los horrores, el mundo se renueva. El hombre es un animal que ama la vida sobre todo. A lo mejor sí hay un cierto fracaso porque nosotros creíamos que íbamos a ser todos como ángeles, que todo iba a ser rosa, rosa, rosa, como en ese poema, que da un poco de risa, de Juan Ramón. No ha sido así. La vida es hermosísima y todo irá a mejor, pero no va a ser rosa nunca. Van a seguir todos los horrores, pero también nosotros vamos a seguir en pie. Pase lo que pase con la patria y la poesía.
P. ¿Y cuál es su patria?
R. Se ha dicho mucho que la patria es la lengua. En mi caso, el castellano, lo que nos cobija. Una vez en Nueva York me encontré con un taxista que tenía un apartamento en Benalmádena y, de pronto, en medio de una ciudad en la que todos somos hormigas y en la que parece que nadie se conmueve, aquel hombre me hablaba como un vecino del Arroyo de la Miel. Mi patria es España, y Europa. Roma, por ejemplo. Hace poco estuve allí y aquello me pareció tan español como Pedregalejo. Somos tan latinos, tan hijos suyos.
P. Y Roma es tan pagana y tan cristiana...
R. Es un paganismo católico que te asombra. Las iglesias se han convertido en museos, pero no han perdido su sitio para rezar. Están llenas de lamparitas. Está bien que sirvan para las dos cosas.
P. En su obra también conviven el paganismo y el cristianismo.
R. Es una línea que está viva en mí. No la puedo abandonar. Un libro como Junio [de 1957] es el paganismo y el triunfo de la carne. El siguiente, Óleo, es la cuaresma, el arrepentimiento. Todo esto los andaluces -yo creo que todos los mediterráneos- lo llevamos muy bien. Sabemos perfectamente que todos los sentidos cooperan en la liturgia del catolicismo. Por eso, como decía, nos sentimos tan bien en Roma. Además, Córdoba es más romana que árabe, por más que digan.
P. ¿No hay contradicción entre su vitalismo y la idea cristiana de pecado, de culpa? ¿Cómo lo vive usted?
R. Armoniosamente, como cualquier ser humano que sea religioso. En Antes que el tiempo acabe hay un poema sobre el Viernes Santo que es una celebración de la carne sin olvidar que se trata del día de la muerte de Cristo. La culpa es lo que le da la grandeza a la trasgresión de los mandamientos, que, por cierto, no son sólo el sexto, aunque a veces parece que es el único que existe. La culpa es lo que lo convierte en algo que va más allá de lo humano.
P. Siempre que sea un sentimiento y no una ley, ¿no?
R. Claro, eso sería volver a los penitentes de la Edad Media. Lo digo desde la intimidad de uno con el Dios que le han enseñado. No pienso en El código Da Vinci, por supuesto.
P. ¿Lo ha leído?
R. Sí, lo leí cuando salió. Lo que no he visto todavía es la película, aunque también la veré.
P. ¿Qué le pareció?
R. Divertido, entretenido, pero lleno de errores y datos que no tienen fundamento alguno. Los Evangelios son más auténticos.
P. ¿Lee novelas?
R. Me cansan un poco. Mis sobrinos siguen toda esta moda de los templarios y me prestan los libros. Prefiero leer a los autores que he leído siempre, a Stefan Zweig y a los de mi época. Pero es cierto que el lector se sigue apasionando por estos temas de la religiosidad, sobre todo si hay un punto de escándalo. Es como si no nos pudiéramos apartar de la religión.
P. ¿Y qué poetas lee?
R. Leo poca poesía, mejor dicho, releo poca poesía. Y, sobre todo, no puedo releer a los poetas que me formaron. Leo a los jóvenes. Para orientarme. Los leo y los dejo inmediatamente si no me interesan, pero a mí me produce una enfermedad releer a Luis Cernuda. Es demasiado cercano. Juan Ramón, menos. Siempre es un maestro, pero es tan vario y está tan lejos, que uno puede volver a él con más tranquilidad. Poesía leo poca. La poesía necesita un ambiente, un momento, una liturgia.
P. ¿Por dónde cree que va la poesía joven?
R. Va por muchos sitios porque hay muchas sendas, pero todas conducen a lo mismo: a tratar de hacer algo que perdure. En lo que no estoy de acuerdo es en que hay muchos poetas que parecen nacidos en Estados Unidos. Como todas las modas, tiene que ser pasajera, pero ya se está haciendo un poco pesada. Que todo ocurra en Conneticut... No lo entiendo. ¡Lo de la generación beat es una cosa tan antigua! ¡Si es más antigua que Cántico, que ya de por sí es una antigüedad! Pero siempre hay voces nuevas que vuelven a una sencillez que dice grandes cosas con las mínimas palabras. Eso es importantísimo. Una manera distinta de ver las mismas cosas. Y eso que a mí me han dicho siempre que soy un poeta barroco, pero valoro mucho esa sencillez de la palabra justa y bien dicha.
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