Los ojos curiosos del hombre de hierro
Conocí a Juantxu en el palacio de la Magdalena, a principio de los ochenta del pasado siglo. Al final de esa década presencié su muerte, en Panamá. Entre el primer instante y el último jamás le vi sin llevar sus cámaras. Iba a escribir encima. Rectifico. Él era sus cámaras.
Sus cámaras y sus ojos, eso recuerdo. Claros espejos, recuerdo; inquisitivos, curiosos. Ojos de fotógrafo. Me quiso hacer un retrato, aquella primera vez, y me llevó a Santillana. Nunca vi esa imagen, pero tengo clara la de él: móvil, hipnótico, juguetón; pero siempre, en el fondo de los ojos, el propósito que era su razón de vivir. Contar con su mirada.
Trabajé con él en otras ocasiones, pero nunca tanto como durante el viaje que nos llevó a buscar jesuitas por América Latina -se cumplía un año de la masacre de Ignacio Ellacuría y sus compañeros en El Salvador, y El País Semanal nos había encargado un gran reportaje-, desde el Mato Grosso, en Brasil, hasta Panamá, en donde sus cámaras fueron interrumpidas para siempre.
Había dos Juantxus muy evidentes. Uno, el que esperaba entre dos contactos, dos sujetos, dos posibilidades a fotografiar.
Al Juantxu de los aeropuertos y las conexiones tediosas le devoraba la impaciencia, y se abrazaba a la bolsa que contenía su material fotográfico como si tratara de calmarla. Era el mismo que, en las tan necesarias entrevistas previas, asistía a la reunión con ganas de saltar por encima de la mesa y sacarle al otro la información, sin más preámbulo. Yo le daba palmaditas en la pierna, con disimulo, para que me dejara sonsacar al intermediario sin ahogarle.
Y estaba el otro Juantxu, el que visualizaba ya su meta sin ni siquiera habernos acercado. El que, una vez obtenidas las direcciones, los teléfonos, las recomendaciones, las tarjetas, cruzaba conmigo un país como si se abriera camino con los focos de luz selectiva que tenía dentro de su cabeza.
Así fue como llegamos a Cuiabá y su convento de curas octogenarios y tan santos como santo se puede ser en esta tierra. Esos hombres nos contactaron con otros, nos abrieron los mapas. Y el único Juantxu se deslizó sin esfuerzo río arriba, aventura arriba; cargó sobre sus hombros a los niños de cuyos rostros se disponía a apoderarse; se hizo con aquellos días sin horas transcurridos en el interior de una choza o en el fondo de una piragua. Sedujo, acarició, mimó a sus blancos.
Yo no veía sus fotos -no había encantamientos digitales instantáneos entonces-, él iba enviando los carretes a la redacción. Esas remesas reflejaban el aliento de personas que quizá ya no existen, el gesto entregado de manos que reposan por fin, el cansancio y la perseverancia que pueden haber sido barridos por los días y por la injusticia. Juantxu les proporcionó la capacidad de perdurar, igual que perdura esa margen brava de la ría anterior al Guggenheim. Dejó atrás promesas que no pudo cumplir: historias que convertiría en exposiciones, en libros, en amistades duraderas.
Ni él ni yo veíamos lo mismo cuando trabajábamos juntos, pero ésa es la gracia del reporterismo a la vieja usanza: el que narra en fotos y el que lo hace con palabras no se limitan a ilustrar el trabajo del otro. Lo importante es coincidir, por sendas distintas, en el resultado.
Varios países y muchas vidas -de otros, retenidas por su objetivo- después, el último retrato que se hizo de Juantxu no existe más que en mi recuerdo. Le veo en Panamá echando a andar, feliz con su cámara en alto, hacia lo que iba a ocurrir instantes más tarde.
Feliz, fotógrafo.
El 'PHotoBolsillo de Juantxu Rodríguez' está publicado por La Fábrica Editorial. www.lafabricaeditorial.com.
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