Fraternidad
Mucho antes de que comprendiera el significado cabal de la palabra y muchísimo antes de que tuviera las primeras nociones respecto al valor ético, histórico o semántico del concepto, la palabra fraternidad entró en mi vida para convertirse en una de las realidades más importantes entre las cuales comenzaría a tener una primera pero definitiva noción del mundo.
Sucede que seis años antes de que yo naciera -lo cual ocurrió en el cada vez más distante año de 1955-, mi padre se inició como masón y se convirtió en un hermano -frater- de una empecinada fraternidad, celosa como ninguna de sus secretos. Luego, tres años antes de mi nacimiento, mi padre, junto a otros 10 hermanos suyos, todos maestros masones, se convertiría en fundador de una nueva logia, Hijos de Luz y Constancia, que se levantó a unos cien metros del terreno en el que estaría la casa donde yo vería la luz y en la cual -cosa extraña en estos tiempos de constantes mudanzas de todo tipo- todavía vivo.
Siendo mi padre desde entonces un masón activo y militante, lleno de fe en su fraternidad, fue inevitable que la ética y, sobre todo, la humanidad de los masones me acompañara desde siempre y que la palabra hermano -frater- tuviera para mí una presencia más compleja y abundante, anterior incluso al conocimiento carnal de la circunstancia de ser hermano de alguien, lo cual me ocurriría cuatro años después, cuando nació el primero de mis dos hermanos de sangre.
Así, desde muy pequeño se me hizo familiar la simbología y la filosofía de aquella peculiar institución que hacía remontar sus orígenes mitológicos a los días del rey Salomón y la construcción del Templo, mientras fijaba sus antecedentes históricos a los tiempos en que los maestros, sus compañeros y aprendices, concentraban toda la sabiduría necesaria para levantar catedrales góticas por media Europa. Para importante añadidura, respiré también su orgullo histórico, pues precisamente había sido la masonería la organización civil en cuyo seno se habían desarrollado las más importantes conspiraciones independentistas cubanas a lo largo del intenso siglo XIX, y casi todos los grandes hombres de aquel tiempo fueron "hermanos" masones: José María Heredia, el poeta de la nacionalidad cubana; Carlos Manuel de Céspedes, el iniciador de la guerra de independencia y considerado el Padre de la Patria; José Martí, el apóstol de la independencia de Cuba; el mulato Antonio Maceo, el general casi invencible en los campos de batalla, y tantos otros héroes y mártires de la libertad, luchadores por la igualdad y la fraternidad entre los hombres. Además, y por fortuna, la masonería en Cuba no sufrió satanizaciones como las ocurridas en la España franquista ni se ha visto jamás envuelta en escándalos mafiosos como el de ciertas logias italianas, como la tristemente célebre P-2.
Por aquellos días de mi primera niñez, mi familia era parte de lo que se pudiera calificar como "pequeña burguesía", aunque en realidad era pequeñísima. Mi padre, a medias con su hermano mayor -y la palabra hermano salta una y otra vez-, era propietario de un pequeño y próspero comercio dedicado a la venta de víveres y licores -una simple bodega de barrio-. Éramos propietarios de una casa -mi casa-, de algunos apartamentos destinados al alquiler y teníamos un brillante Chevrolet con asientos forrados de cuero, que en el año 58 sería sustituido por el largo Plymouth cola de pato, ganado en una rifa del periódico Prensa Libre, que todavía duerme en el garaje de la casa.
Lejos estaba yo de entender qué significaban todas aquellas posibilidades materiales obtenidas gracias a las 14 horas diarias que trabajaba mi padre tras un mostrador, pero ninguna de esas ventajas fue nunca más importante para mi familia que la memoria, alimentada por mi padre y por mi madre, de los días difíciles de sus respectivas existencias, cuando eran unos niños como yo y padecieron, rodeados por sus numerosos hermanos, de carencias y limitaciones que yo, su hijo, afortunadamente ya no sufriría.
Tal vez por ese arraigo a sí mismos y a lo que siempre habían sido, mis padres convirtieron la masonería en la más importante de sus vocaciones éticas y se empeñaron en inculcar sus principios a cada uno de sus hijos. Mi casa, desde siempre, fue centro de reunión de muchos hermanos masones, que insistían en decirme que eran mis tíos -y yo su sobrino-, a pesar de que los había más y menos negros, más y menos blancos, y hasta algún que otro chino, y los había doctores y abogados, pero también otros simples bodegueros, como mi padre, o barberos o tenderos, y los había albañiles, chóferes de ómnibus, y hasta el basurero Santiago. Pero todos, dentro y fuera del recinto masónico, se trataban de hermanos, se distinguían como tales y -a pesar del viejo origen burgués de la fraternidad- se mezclaban sin prejuicios clasistas o raciales, empeñados todos en un objetivo común: ser mejores personas en lo individual, y ser fraternales, solidarios y piadosos en lo colectivo.
Cuando el huracán revolucionario de 1959 llegó a Cuba y comenzó a hacerse patente una política de igualdad social en el país, ya en mi incipiente personalidad estaban arraigadas "realidades" -no puedo llamarlas conceptos, siendo yo un niño- como aquellas del amor a la libertad, de la fraternidad entre los hombres, de la igualdad entre los hermanos, de la solidaridad con el prójimo, los elementos principales que sostenían el ideal masónico y que se habían convertido en el gran sueño revolucionario del mundo desde los días de la Bastilla y que se levantaba ahora en una pequeña isla del Caribe.
La revolución cubana, que entre otros efectos tendría el de reconvertir a mi padre en un simple proletario con sueldo del Estado, sin más propiedades que la casa donde habitábamos y el auto que aún conservamos, tuvo la virtud de extender la igualdad de posibilidades a todas las capas de la población de la isla, en una fiesta revolucionaria en la que todos pasaron a ser "compañeros" de los otros, y desaparecieron los señores, incluso del lenguaje diario.
Mi vida consciente se inicia con esos grandes cambios y, como muchacho de un barrio de la periferia de la ciudad, viví una infancia llena de carencias y de felicidades, gastando los días entre las horas dedicadas al colegio y las más benditas horas empleadas en disfrutar de la libertad callejera, siempre rodeado por un grupo interminable de amigos de todos los colores imaginables, de todas las extracciones posibles, con los que viví en un estado de primitivismo casi salvaje, como en una tribu apache, más de una vez descalzos, siempre sin camisa, en una libertad real que alimentó más aún la sensación de que nos sintiéramos como verdaderos hermanos -frater-.
Vivir en fraternidad, disfrutar de ella, sentirla como algo natural más que como un bien espiritual perseguido, fue una de las más importantes ganancias demi condición humana. Por eso, cuando las carencias arreciaron en la isla y la pobreza nos cubrió a todos con su manto de pesada igualdad, fue un acto natural compartir desde una merienda hasta un guante de jugar béisbol y crecí por encima de "realidades" para nosotros inimaginables como las de discriminación, abolengo, clase social o posibilidades económicas. Éramos drástica y terriblemente iguales, y con nostalgia recuerdo que nuestra igualdad nos hizo más hermanos de nuestros hermanos, con esa fraternidad que sólo surge entre los que realmente no tienen nada que dar ni nada que recibir y, sin embargo, no mueren de hambre y asisten a la misma escuela y comparten el mismo pupitre y sueñan, todos a la vez, con un futuro posible y mejor.
Haber nacido y crecido en fraternidad me hizo el hombre que soy. La ética masónica y la filosofía de una revolución igualitaria se combinaron perfectamente en mi concepto personal de la vida y, aunque nunca me inicié como masón ni ingresé en alguna organización partidista -por simple rechazo visceral a las disciplinas férreas que adquirí desde entonces-, el sentido de la hermandad me ha acompañado siempre, me ha orientado siempre. Como apenas soy escritor, sin la menor ínfula de pensador profundo -filósofo sería la palabra- me cuesta trabajo definir conceptualmente cuál es el valor de la fraternidad, cuál su importancia en el pensamiento humano. Pero precisamente como soy un escritor, siento de un modo visceral y alarmante la existencia cada vez más arrinconada de la fraternidad en el mundo de hoy y el crecimiento indetenible del egoísmo, la mezquindad, el odio y la discriminación, los más visibles opuestos a la antigua y masónica y revolucionaria fraternidad.
Cada vez más siento que vivo en un mundo que me rechaza, no por lo que soy, sino por lo que siento. Un mundo donde sólo tienen espacio los triunfadores, los más blancos, los más ricos, los más poderosos, los más valientes, los más déspotas, los iluminados divinos y los predestinados históricos -o que se consideran como tales-. Como dijo alguna vez José Martí, en oscurísima pero reveladora imagen, siento que "estoy en el baile extraño". Un baile global del que van siendo expulsadas la igualdad y la solidaridad, pero sobre todo la fraternidad, esa posibilidad de creer y sentir que cada hombre es hermano de otro hombre, que cada hermano es mi hermano, como me enseñaron a pensar los empecinados masones hermanos de mi padre, esos mismos que todavía hoy, cada anochecer de viernes, pasan por mi casa rumbo de su templo masónico para, entre secretos ancestrales, mantener viva la esperanza de la fraternidad entre los hombres, por encima de todo lo que hoy los separa: por encima de credos políticos y religiosos, por encima de fortunas y pobrezas, por encima de razas y nacionalidades, por encima de esa diversidad que los fraternos masones defienden, pero a la que anteponen siempre su sentido de la hermandad y la igualdad.
Leonardo Padura Fuentes es escritor cubano, autor de La novela de mi vida y Vientos de cuaresma (ambos en Tusquets).
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