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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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En Villalar mueren los fantasmas

Lo que ocurrió hace pocos días en Villalar es, para el país entero, de una importancia realmente dilatada: Castilla, o Castilla-León, deja de ser un fantasma, y comienza a adquirir entidad histórica propia. Hasta ahora, detrás de Madrid se abría un páramo enorme, ruinoso y fibroso a la par, una especie de sacro recinto, siempre vigilante y en apariencia feroz, del «ser de España»: de la España impositiva, restrictiva, que no se arredraba ni ante la sangre para seguir manteniendo en su puño, de apretarlo, a todos los ciudadanos que no fueran de su estirpe.Ya sé que mi visión es la de un periférico. Lo cual, en lugar de invalidarla, la acrecienta: los catalanes, los vascos y los gallegos, es decir, varios millones de personas, nos hemos forjado una tal idea no por razones teóricas o por conveniencias, sino por haber padecido secularmente la hirsuta y absolutista hegemonía conocida como castellana. Tenemos, pues, toda la razón: la nuestra, claro, y cuando menos tan válida como la de quien piense lo contrario.

Sin embargo... Hace ya años viajé por Castilla con relativa detención. Me asombró verla -lo sabía, pero saber no es tocar- sumida en grandes desiertos, en poblaciones de vida queda, en una lejanía retraida. Después, una tarde, en Segovia, un personaje local, de familia linajuda y peso administrativo, incluso con lazos con el régimen del general Franco, me estuvo despotricando con amargura, con desolación, contra Madrid, contra el Estado, contra el centralismo. Comprendí que España, la España simbolizada por el Estado, no era Castilla. Y que, en todo caso, la gran cabeza parlante de Madrid, su concentración de fuerzas de todos los órdenes, representaban a la vieja España dictadora y fiera. Castilla era, sí, la forjadora de mitos, de historia, de una lengua, que había nutrido el concepto español que finalmente imperaría en la Península. Pero la Castilla real ya nada tenía que ver, o apenas, con dicho concepto.

Una de las obras realizadas por el general Franco fue la de acabar irremediablemente con el concepto de España -resumiendo, «el imperio hacia Dios» y el anquilosado tentacularismo a lo Felipe ll- que pretendía enaltercer. Un día visité en el País Vasco la sugerente casona del viejo don Pío Baroja. Estaba allí su sobrino Julio Caro. Comimos juntos en una taberna, es la única vez que lo he visto. Me dijo: «Antes, aquí, no había separatistas, pero con Franco han crecido y crecerán como hongos.» Existen, en relación con la España de nuestros días, dos períodos que conviene separar: el de la guerra, bárbara consecuencia del complejo callejón sin salida en el que se había metido el país, y el de más tarde, el del franquismo. Fenómenos como el de la censura, del genocidio cultural que se pretendió con las lenguas minoritarias, de la actitud ante Europa, son sencillamente fantásticos por su reaccionarismo pretérito, inconcebible dentro de la dinámica del siglo XX. Todavía hoy, cercanos a ello, no nos damos cuenta de las insólitas circunstancias en que estuvimos viviendo.

Castilla, cada vez más depauperada y un concepto castellanista -ya no me atrevo ni a llamarlo castellano- de día en día más hinchado y voraz. Castilla no se reconocía en el modelo de la España a la castellana que nos era impuesto en Cataluña. Pero nadie lo sabía. Ni se podía hablar ni la falsificación o la ficticia revitalización del cadáver seiscientista tenía todavía la suficiente incongruencia para desintegrarse.

Gracias, paradójicamente, a Franco, Castilla ha recobrado en Villalar su tradición comunera, la de defender su tierra y sus gentes, abandonando imperialismos de cartón piedra que ninguna relación tenían ya con ella ni nada le daban.

En el Estado español, en España, faltaba algo básico: la igualdad y la voluntad. Igualdad entre quienes la integran y voluntad de hacerlo, voluntad libre. La famosa «unidad» lo era a palos: esta misma explosión me hizo discutir agriamente con Manuel Fraga Iribarne una vez que fui a verle cuando estaba dirigiendo las Cervezas El Aguila. Se enfadó. Era la mía, a su juicio, una versión derrotista del catalanista militante. Bien: es hoy la de Castilla, que tampoco cree en la existencia de una igualdad ni desea, voluntariamente, seguir siendo una pantalla conceptual de quienes la ignoran y menosprecian.

El acto de Villalar es importante, repito, para Castilla, evidentemente, pero también para todos los demás: si los pueblos de España se mueven en un plano de igualdad, habiendo asumido su situación exacta, sin floripondios literario musicales, y avanzan hacia la reestructuración de un Estado que sea la suma de todos y no una imposición sobre todos, en este país podrá comenzarse seriamente a vivir. Que Castilla, hasta ahora la que proporcionaba -todo lo involuntariamente que se quiera- el mito de la unidad forzada, luche por recobrar su precisa identidad, reclame su autonomía, pretenda mirarse sin disfraces en el espejo, deja al Estado en lo que es: una sobreestructura que, si desea poseer algo más que un mero sentido administrativo, deberá buscarlo en la totalidad de España. Tendrá que reflejar la realidad. Cuando el Rey habló en catalán en Cataluña, un cimiento de los más serios comenzaba a ser puesto.

Las banderas rojigualdas que fueron pisoteadas en Villalar eran el último reducto, todavía,el intento de dar corporeidad al fantasma, del ficticio integrismo españolista, por complejo ajeno -bueno, debería ser así...- a la realidad del país que todos deseamos. Se pisoteaba a quienes usaban las banderas, no a ellas. Quedó muy claro. Curiosamente, mientras transcurría el acto de Villalar, centenares de catalanes pitaban, en la barcelonesa plaza de Sant Jaume, a la Generalidad descafeinada que, dando la razón a las voces agoreras de hace medio año, finalmente tenemos. Me pareceri dos actos de suprema sabiduría política: una política, un país de hechos, es lo que se desea, y no las hueras frases altisonantes del pasado que todavía pugnan por perdurar. Los castellanos deben aprender lo que ya sabemos los catalanes: mientras no pueda cambiarse el alcalde del más modesto municipio, no existirá una verdadera autonomía. Castilla es la Villalar comunera y no un soberbio palacio burgalés o vallisoletano.

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