Coleccionistas de aventuras
En 1869, el joven R. L. Stevenson emprendía un viaje en burra por la región francesa de los Cévennes movido por el afán de correr una aventura como las de los viajeros antiguos y heroicos, ansioso por bajar del "lecho de plumas de la civilización" para gozar de "la gran fiesta ascética" que ofrecen los parajes sencillos. Idéntico impulso lo lleva a embarcarse en un incómodo balandro para, desde Amberes, recorrer los canales de Bélgica y el norte de Francia a finales del verano de 1876, en compañía de su amigo Walter Simpson. Stevenson contempla el paisaje con mirada "bachelardiana" y esboza deliciosos topoanálisis de la travesía fluvial y los bosques (espacios tan vivos y bullentes como aquietados), retrata con humor a los lugareños y demás tipos que encuentra en posadas y calles, y recurre a la ironía para contar las adversidades: la gesta de freír un huevo al aire libre, los recelos y sospechas que despierta en las gentes respetables o el ritual policial de la frontera. En su Navegar tierra adentro, al relato de la experiencia nómada Stevenson añade la aguda reflexión crítica: defensa del ocio frente al negocio y de la libertad frente a la respetabilidad social, o la denuncia de "una época perversa para los hombres que tienen propensión al nomadeo" porque "el que pueda permanecer sentado sin moverse en un taburete de tres patas es el que goza de la riqueza y la gloria".
Las "aventuras" de un soldado español durante el derrumbamiento de Annual las relata Eduardo Ortega y Gasset en la primera parte de Annual (no reeditado desde su publicación en 1922), donde, a partir del testimonio del soldado madrileño Bernabé Nieto, el diputado y periodista escribe una impresionante nouvelle, que reconstruye con fidelidad y detalle los trágicos sucesos, en el plano bélico-militar y en el intrahistórico: la brutal lucha por la sobrevivencia en condiciones desastrosas de un joven acorralado, herido, perseguido, hecho prisionero y evadido, testigo y víctima de la barbarie. Vienen después las crónicas que Eduardo Ortega envió desde el escenario de los hechos, sumando al reportaje una valiente e implacable denuncia de la corrupción de la Administración española y del procedimiento "morfinómano" con que informaba a la población (él mismo sufrió la censura), para contribuir con sus escritos a que la verdad llegue al público, éste adquiera plena conciencia de ella y así se cree "una opinión".
Un año antes, Julio Camba volvía a deslumbrar a los lectores con La rana viajera (1921), donde, tras una larga década deambulando por media Europa, este impar coleccionista de países vierte sus impresiones al regresar a España y reencontrarse con su "charca" de aguas estancadas. Ácido, irreverente, original, espontáneo, provocador..., Camba, que se declara "un poco atacado de esta enfermedad de los viajes", ha dejado piezas magistrales de un género que él supo renovar como pocos en este y otros libros que Alhenamedia ha empezado a rescatar.
En 1926 Joseph Roth recorría Rusia, enviado por el Frankfurter Allgemeine Zeitung. Del periodo de entreguerras he leído bastantes libros de viaje por la "nueva" Unión Soviética, firmados por autores tan distintos como Sofía Casanova, Josep Pla, Waldo Frank, Saint-Exupéry, Fernando de los Ríos, Corpus Barga o André Gide, pero ninguno me ha impactado tanto como este Viaje a Rusia. La sagacidad intelectual de Roth, su aguda mirada, la precisión de bisturí con que explora y disecciona la epidermis y los órganos del "cuerpo" político-social soviético son admirables. Priman ligeramente las entregas monográficas, más discursivas que narrativas, síntesis de numerosas observaciones y conversaciones (en contraste con otros autores, Roth afirma haber tenido gran libertad de movimientos). Y junto a ellas, deliciosas impresiones de las calles, una formidable narración del desfile del 9º aniversario de la Revolución -"tras la Plaza Roja, en la calle, está la historia del mundo con el rostro embozado", escribe- y el relato de un viaje a Astracán y otro al Cáucaso, donde, ante el complejo mosaico de etnias, reconoce el modo ejemplar con que se respeta la igualdad de derechos para las minorías nacionales, o cómo de una maraña de pueblos se ha creado un laberinto de naciones, pero también avisa: "Una conciencia nacional recién adquirida se convierte en nacionalismo", anticipando el dramático desenlace que todos conocemos.
Roth ausculta y diagnostica las más delicadas cuestiones: las clases sociales y el recién parido Hombre-NEP o el burgués surgido de la Nueva Política Económica, la situación religiosa, la condición de la mujer y la moral sexual higiénico-gimnástica que suplanta al amor, la transformación del campo y los peligros que comporta la industrialización de la aldea y la proletarización de los campesinos, la educación y el divorcio entre las "viejas" Humanidades y el nuevo Estado, la cultura y el pensamiento, la situación de los judíos o el soberbio análisis de las relaciones entre prensa, censura (Partido) y opinión pública. En este Viaje a Rusia de Joseph Roth hay atinados pronósticos del porvenir y un riguroso análisis del presente elaborados por una mente libre y desprejuiciada. ¿Otro ejemplo? "Rusia va hacia América", donde recomienda a los europeos que ansían viajar allí para ver la bulliciosa fiesta revolucionaria que se olviden del tema porque ya se ha pasado de la epopeya a la estadística. "¡Ha llegado el tiempo de la mesura, útil y disciplinado!". Se desprecia a América pero vivan los electrodomésticos y los rascacielos. Porque, paradojas aparte, conoce muy bien Roth el vacío espiritual que engendra la apología ingenua y racional del progreso.
Setenta años después, el polaco Mariusz Wilk elegía las islas Solovski, en el mar Blanco, y se instalaba a vivir allí para experimentar Rusia por sí mismo, convencido de que el paisaje del Norte, donde los espacios no tienen límite, es como una quintaesencia de un país donde perviven las dos Rusias de siempre, la exterior y la íntima: "El Imperio que se tambalea y la Madrecita que yace abandonada en la cuneta". Diario de un lobo tiene un arranque prometedor, pero acaba siendo un libro previsible, en forma (guía a lo Baedecker + excursión y consejos útiles + anotaciones diarísticas) y contenido (historia, arte, naturaleza, gentes, usos y costumbres...). Por su pasado político (participó en el movimiento obrero de Gdansk en 1980), Wilk es muy crítico con el régimen soviético, y también con otros reporteros que le precedieron (incluido el gran Kapuscinski), censurando su supuesta visión "turística". Pero al acabar de leer, comprobamos que la permanencia en un lugar o la duración de un viaje, per se, no son suficiente garantía.
En cambio, sin tantas pretensiones y lejos de la pomposidad literaria, en 1926 Alberto Savinio desembarca en Capri y recorre la magnética isla, dejando apuntes imborrables sobre la vida callada y tranquila de sus gentes, la frivolidad cosmopolita de sus visitantes, la historia y la leyenda de unos parajes de prodigiosa luz y misterio: el terreno plutónico del Vesubio, las ruinas del castillo de Barbarroja ("aquí me conviene adoptar un alma de pirata"), el mar odiseico y la mágica Gruta Azul. -
Navegar tierra adentro. R. L. Stevenson. Traducción y prólogo de M. Martínez-Lage. Alhenamedia. Barcelona, 2008. 206 páginas. 15,50 euros. Annual (Relato de un soldado e impresiones de un cronista). Eduardo Ortega y Gasset. Ediciones del Viento. A Coruña, 2008. 194 páginas. 17,50 euros. La rana viajera. Julio Camba. Alhenamedia. Barcelona, 2008. 166 páginas. 15,50 euros. Viaje a Rusia. Joseph Roth. Traducción de P. Madrigal. Edición y posfacio de K. Westermann. Minúscula. Barcelona, 2008. 231 páginas. 16,50 euros. Diario de un lobo. Pasajes del mar Blanco. Mariusz Wilk. Traducción de K. Olszewska Sonnenberg. Alba. Barcelona. 278 páginas. 21 euros. Capri. Alberto Savinio. Traducción de F. Miravitlles. Posfacio de R. La Capria. Minúscula. Barcelona, 2008. 83 páginas. 11 euros.
En la ciudad
En 1874, Edmondo De Amicis llega por primera vez a Londres cargado de expectativas y dispuesto a gozar de un placer nuevo: estar solo y con escasos recursos en una ciudad disparatada y fabulosa, que ocupa el centro del mundo, y en la cual experimenta el miedo que infunden los grandes espacios desconocidos. No así en "la inmensa red dorada" de París, adonde regresa en 1879 y reconoce enclaves y gentes ya visitados en la vida y en la literatura. Las crónicas del "belén internacional" (la Exposición Universal) celebrado ese año y dos ensayos sobre Hugo y Zola completan las deliciosas impresiones parisienses del escritor italiano. Cuando Peter Carey retorna a Sidney 27 años después de haber vivido allí, el escritor hilvana un relato que pivota entre la fugacidad (el paso del tiempo en los amigos, el pasado y los recuerdos) y la permanencia, al constatar cómo los elementos naturales que son el ADN del lugar (tierra, aire, fuego y agua) y la dolorosa y peculiar historia de la ciudad sigue impregnando conductas y hábitos. A temporadas, y durante varios años, Rosa Regàs vivió y trabajó en Ginebra, de la que nos habla con una doble perspectiva: la cercana e interior de quien ha logrado alcanzar una simbiosis con ese mundo ajeno, y la distanciada y reflexiva de quien allí se sigue sintiendo extranjera.
Recuerdos de París y Londres. Edmondo De Amicis. Traducción de M. del Mar Velasco. Edición de F. Javier Jiménez. Páginas de Espuma. Madrid, 2008. 273 páginas. 21 euros. Treinta días en Sidney (Una crónica desaforada). Peter Carey. Traducción de Fabián Chueca. Herce. Madrid, 2008. 222 páginas. 18,50 euros. Ginebra. Rosa Regàs. Herce. Madrid, 2008. 205 páginas. 18,50 euros.
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